Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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style="font-size:15px;">      Inconscientemente, Victoria oprimió el colgante que siempre llevaba puesto, un colgante de plata con una lágrima de cristal, y pensó en Shail, quien se lo había regalado dos años atrás, cuando cumplió los trece. Shail había muerto aquella misma noche, y desde entonces, para Victoria el día de su cumpleaños era una fecha muy triste.

      —No quiero nada, abuela –dijo en voz baja.

      «Solo quiero recuperar lo que perdí hace dos años... pero no va a volver».

      —Gracias por la charla, pero tengo que darme prisa, o perderé el autobús.

      Se separó de su abuela y se levantó de la silla. Ella la miró por encima de las gafas.

      —¿No quieres quedarte en casa y descansar? Te escribiré una nota, diré que estás enferma.

      Victoria la miró estupefacta.

      —Abuela, eres tú la que está rara hoy –comentó–. Gracias, pero prefiero ir a clase, en serio.

      No se encontraba con fuerzas para seguir hablando de Jack y de Christian... o Kirtash... o lo que fuera.

      «Entonces, has sido tú quien le ha roto el corazón a él», había dicho su abuela.

      Pero ella no sabía de quién estaba hablando. ¿Podía una serpiente tener corazón?

      Su abuela la siguió hasta la puerta y se quedó allí, en la escalinata, mirando cómo ella subía al autobús escolar.

      «No quiero nada, abuela», había dicho Victoria.

      Pero ella había visto en sus ojos que un deseo imposible llameaba en su corazón. Una leve brisa sacudió el cabello gris de Allegra d’Ascoli, que sonrió.

      Jack había esperado a que Alexander se fuera a dormir, y entonces había ido en silencio a la sala de armas, para recoger a Domivat, su espada legendaria. Tras un instante de duda, había decidido llevarse también una daga y prendérsela en el cinto, por si acaso.

      Después, había subido a la biblioteca y había llamado al Alma. La conciencia de Limbhad no había tardado en mostrarse en la esfera que rotaba sobre la enorme mesa tallada.

      «Alma», pidió Jack. «Llévame hasta Kirtash».

      El Alma pareció desconcertada. No podía hacer lo que le pedía, porque se necesitaba algo de magia, y Jack no podía proporcionársela.

      «Por favor», suplicó Jack. «Sácala de donde sea, saca la magia de la espada, saca la energía de mí, pero tienes que llevarme hasta él. Tengo algo que hacer... y sé que Victoria no estaría de acuerdo».

      El Alma lo intentó. Jack sintió los tentáculos de su conciencia envolviéndolo, tratando de arrastrarlo... pero el chico permaneció firmemente clavado en la biblioteca de Limbhad.

      —¿Qué es lo que hace falta? –preguntó, desesperado–. Si uso el báculo de Victoria, ¿podrás llevarme?

      El Alma lo dudaba, y Jack sabía por qué. El báculo solo funcionaba con los semimagos, y él no lo era. Ni mago completo, ni semimago, como Victoria.

      —Victoria dijo una vez que la magia era energía canalizada –recordó Jack–. Todos tenemos energía, Alma, saca esa energía de mí.

      No es bastante, fue el mensaje. Jack apretó los dientes.

      —Me da lo mismo. Haz lo que puedas, ¿vale?

      El Alma tenía sus reparos, pero lo hizo. Jack sintió su conciencia entrando en su ser y extrayendo sus fuerzas, poco a poco. Jack sintió que se debilitaba, pero también que se hacía más ligero, menos consistente. Y, entonces, de pronto, fue como si el Alma hubiese destapado un profundo pozo que hasta entonces hubiera estado oculto. La energía brotó de Jack, a borbotones, resplandeciente, inagotable, y el chico salió disparado...

      «Por ti, Victoria», pensó, antes de que su cuerpo desapareciera de la biblioteca de Limbhad.

      Se materializó en una playa, y miró a su alrededor, desconcertado. Era una pequeña cala desierta, entre acantilados, y la luna menguante se reflejaba sobre unas aguas sosegadas que lamían la arena con suavidad.

      Jack descubrió la figura, esbelta y elegante, que lo observaba desde lo alto del acantilado. Llevaba en la mano un filo que brillaba con un suave resplandor blanco-azulado. Jack desenvainó a Domivat, que llameó un momento en la noche, como una antorcha, para luego recuperar el aspecto de un acero normal, que solo delataba su condición especial por el leve centelleo rojizo que le arrancaba la luz de la luna.

      La silueta bajó de un salto hasta la playa, con envidiable ligereza. La luna iluminó los rasgos de Kirtash.

      Los dos se miraron. A Jack le pareció que el semblante del shek, habitualmente impenetrable, parecía más sombrío aquella noche. Con todo, seguía sin mostrar abiertamente el odio que sentía hacia él. Aunque, de alguna manera, Jack lo percibía.

      — Te estaba esperando –dijo Kirtash.

      VIII

      EL PUNTO DÉBIL DE KIRTASH

      V

      ICTORIA se acomodó en el autobús y cerró los ojos, agotada. Se había sentado, como de costumbre, al fondo, junto a la ventana. A su lado se sentaba una chica de otra clase, que parloteaba a voz en grito con las dos que ocupaban los asientos de atrás. Victoria, disgustada, rebuscó en su mochila en busca del discman y se puso los auriculares para no escucharlas. Se dio cuenta de que el único disco que llevaba era el de Chris Tara... Christian, o Kirtash, o quien quiera que fuera aquel enigmático ser que despertaba en ella emociones tan intensas y contradictorias. Tragó saliva. No estaba preparada para volver a escuchar su voz, no tan pronto, así que encendió la radio, buscó su emisora favorita y trató de relajarse.

      Estaban ya llegando al colegio cuando la locutora anunció:

      —... Y, sí, lo que todos estábamos esperando va a ser pronto una realidad. Chris Tara, el chico misterioso que ha revolucionado el panorama musical este año, está preparando un nuevo disco.

      A Victoria le latió un poco más deprisa el corazón. Quiso apagar la radio, pero no se atrevió.

      —De momento, lo único que tenemos es un single, Why you?, una preciosa balada en la que nos muestra su lado más romántico...

      La chica siguió hablando mientras sonaban los primeros compases de Why you?, pero Victoria ya no la escuchaba. La voz de Christian fluyó a través de los auriculares, la envolvió, la acarició, la meció y le susurró palabras tan dulces que Victoria apenas pudo contener las lágrimas. Aquella era una canción de amor, no cabía duda, y eso era extraño, porque Chris Tara no componía canciones de amor. Cantaba acerca de mundos distantes, acerca de la soledad, de ser diferente, de las ansias de volar, de la incomprensión... pero nunca del amor.

      Sin embargo, Why you? era, indudablemente, una balada, una canción de amor, aunque dicha palabra no apareciese ni una sola vez en la letra.

      «No encuentro necesario buscarle un nombre», había dicho Christian.

      Pero

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