Maximina. Armando Palacio Valdes
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Miguel observó que su novia estaba distraída y algo inquieta.
—¿Qué tienes?... Te encuentro un nosequé en el semblante... ¿No estás contenta de ser mi mujer?
—¡Oh, sí! No tengo nada.
—Entonces, ¿por qué esa distracción?
Bajó la cabeza sin contestar. Miguel insistió.
—Vamos, díme, ¿qué te pasa?
—Tengo que pedirle un favor...—apuntó tímidamente.
—¿Nada más que uno? Quisiera que me pidieras cincuenta y que yo pudiese concedértelos.
—Este sí puede... Que me deje casarme con un vestido mío...
El joven quedó un instante suspenso. Después preguntó con tristeza:
—¿No quieres casarte con el que yo te he traído?
—¡Me da mucha vergüenza!
—Pues es costumbre casarse con traje blanco; sobre todo, las niñas como tú.
—Aquí no es costumbre... Me moriría de vergüenza.
Miguel trató suavemente de persuadirla, pero en vano. Agotadas sus razones, que no eran muchas, no tuvo inconveniente en transigir. Mas D.ª Rosalía había percibido algo y, levantando la cabeza, preguntó:
—¿Qué es eso? ¿Disputaban ustedes?
—Nada, D.ª Rosalía. Maximina no quiere casarse con el vestido blanco, porque le da vergüenza.
Oir esto y ponerse furiosa la estanquera, fué todo uno.
—¿Y usted hace caso de esa bobalicona? ¿Qué sabe ella lo que quiere y lo que no quiere?... ¡Se habrá visto!... ¡Un traje tan rico como usted ha traído, que habrá costado un dineral!... ¡Pues estamos frescos!... ¿Y qué quiere que se haga con ese vestido?...
El hijo del brigadier, comprendiendo lo que pasaría por el interior de su amada, le tomó disimuladamente la mano y se la apretó fuertemente. Maximina, que estaba confusa y angustiada, cobró valor.
—No hay por qué alterarse, D.ª Rosalía, pues la cosa no lo merece. Si Maximina no quiere casarse de blanco, es porque aquí no hay costumbre. La culpa ha sido mía por haberle traído el vestido sin consultarla. En cuanto á lo que se ha de hacer con él, ya Maximina me lo ha dicho: quiere que se regale á la Inmaculada de la iglesia de San Pedro.
La chica, que no había dicho nada, le oprimió la mano dándole las gracias. D.ª Rosalía aspiraba á dar golpe en el pueblo con el traje de su sobrina. Así que aún insistió con vehemencia por que no se la hiciese caso; pero Miguel se mantuvo firme dando la razón á su novia y defendiendo su derecho. Al fin D.ª Rosalía, sin poder disimular su despecho, se salió de la habitación dejándolos solos.
Miguel se encogió de hombros, y dijo á la niña, que estaba muy alterada:
—No te apures, querida. Tú puedes considerarte mi esposa, y á nadie tienes obligación de obedecer más que á mí.
Maximina le dirigió una tierna mirada de agradecimiento. Y comprendiendo que no estaban bien sin compañía, se levantó manifestando deseos de ir á acostarse. Era preciso despertarse muy temprano. La ceremonia estaba señalada para las cinco y media de la mañana. Miguel se levantó también, aunque de mala gana, y su novia fué á buscarle una bujía á la cocina. Al tiempo de entregársela, le dijo aquél en son de broma:
—¿Estás bien segura de que nos casamos mañana?
Maximina le miró con los ojos muy abiertos.
—Pues cuidado, porque aún tengo tiempo á arrepentirme. ¡Quién sabe si me escaparé esta noche, y mañana faltará para la boda la mitad de la gente!
Maximina sonrió forzadamente. Miguel, que adivinó su inquietud, le tomó la barba con los dedos, exclamando:
—¿Cómo eres tan inocente, criatura? ¿Sería posible que yo tirase mi felicidad por la ventana? Cuando por casualidad se encuentra en el mundo, es menester agarrarse bien á ella. Dentro de algunas horas no podrá separarnos nadie. Adiós... esposa mía.
El joven recalcó estas palabras alejándose. Desde lo alto de la escalera envió una sonrisa á la niña, que se había quedado inmóvil á la puerta de la sala, mostrando señales de hallarse todavía un poco turbada por la broma.
—Hasta mañana, ¿eh?
Maximina hizo un signo afirmativo con la cabeza.
No fué aquella noche de insomnio para Miguel, como dicen que acontece en vísperas de boda. Ni un solo presentimiento triste cruzó por su mente; ningún temor, ningún anhelo fogoso. Su determinación era tan firme y razonable, el entendimiento y el corazón le apoyaban tan vivamente, que no daba lugar á esa agitación malsana, á ese recelo que nos embarga en el momento de adoptar cualquier grave resolución. Por lo que se refería á Maximina, estaba seguro de ser feliz. Por lo que á él tocaba, cuidaría de serlo. Una vez despojado del deseo vanidoso de «hacer una boda brillante», estaba convencido de que ninguna mujer le convenía como aquélla. Ni siquiera la fiebre de una pasión ardorosa y violenta le causaba desasosiego. Sentía un amor intenso, pero tranquilo; ni espiritual ni sensual, sino tocado de ambas cosas á la vez. Se metió en la cama, estuvo algunos minutos pensando en su novia, y advirtiendo que el sueño venía á recogerle, apagó la luz y se durmió profundamente.
Antes de las cinco le despertó la voz de la criada. Era noche cerrada, y para serlo un rato todavía. Encendió de nuevo la bujía y se vistió y aderezó en algunos minutos con mano un poco trémula. Al acercarse el momento solemne, no pudo negar su naturaleza nerviosa é impresionable.
Cuando bajó á la sala, se encontró ya en ella bastante gente; la misma que había estado por la noche y alguna más; todos vestidos con los trapos más lucidos. D.ª Rosalía, que iba á ser la madrina, vestía un traje de merino negro y ostentaba algunas joyas de escaso valor. D. Valentín (el padrino) había sacado del fondo del baúl el frac con que se había retratado al hacerse piloto. Era un frac largo de talle, ancho de cuello y estrechísimo de manga. El ex capitán del Rápido lo llevaba con la misma gracia y soltura que una camisa de fuerza. En la planchada y rizada camisola brillaban dos gordas amatistas que le habían regalado el año cuarenta y dos en Manila. Por encima del chaleco, dando vuelta al cuello, pendía la cadena del reloj, que era de oro y con pasador guarnecido de ópalos. Pero donde D. Valentín había puesto los cinco sentidos era en los pies. Siempre había presumido su mujer (porque él era incapaz de presumir de nada) de que no hubiese otros en el pueblo tan breves y bien formados. Por lo cual el marino, en esta ocasión solemne, se creyó en el caso de dar lustre á las botas hasta dejarlas como lunas de Venecia; mas sólo con el fin de proporcionar á la compañera de su vida una nueva y pura satisfacción.
Faltaban entre los circunstantes