Maximina. Armando Palacio Valdes
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—Oiga usted, D. Miguel—dijo D.ª Rosalía.—¿Usted no se ha confesado todavía?
—Pues es verdad, que no me acordaba—respondió aquél levantándose con prisa.—¿Y Maximina?
—Ya lo ha hecho.
—Pues hasta luego, señores.
Y al salir volvió á clavar en Maximina una intensa mirada, que la niña fingió no advertir.
Aún no se vislumbraban los primeros resplandores del día: verdad que la noche había sido tenebrosa y en toda ella no había cesado de llover. Con el paraguas abierto y rebujados en los abrigos atravesaron Miguel y D. Valentín la calle desierta. Ninguna noche estrellada y diáfana del mes de Agosto le pareció jamás tan bella á nuestro joven. Aquella madrugada fría, húmeda y triste quedó grabada en su corazón como la más risueña de su vida. La iglesia ofrecía un aspecto más tenebroso y más triste aún. Pasaron recado al cura, y no tardó en llegar. Era un señor anciano, que en gracia á la importancia de la boda, se había resignado á levantarse á tal inusitada hora. Llevóle suavemente de la mano á un rincón oscuro del templo y allí le confesó. Aún estaba arrodillado ante el confesor, cuando percibió el rumor de la comitiva nupcial que entraba en la iglesia con no poco estrépito; y su corazón se estremeció, no de dolor de haber ofendido á Dios, digámoslo en su mengua, sino con anhelo dulce y placentero. Fuése el párroco, después de darle la absolución, á revestirse á la sacristía, y él se unió á la gente sin lograr echar la vista encima á su novia. Sólo cuando el sacristán les vino á decir que podían acercarse al altar mayor fué cuando la vió acompañada de su tía. Los amigos les fueron empujando hacia adelante y se encontraron, sin saber cómo, uno al lado del otro, cerca del altar y delante del cura.
Contra lo que se esperaba, Maximina mostróse bastante serena durante la ceremonia y respondió á las demandas del sacerdote con voz clara, lo cual hubo de complacer tanto al buen señor, que exclamó:
—¡Eso es! Así se contesta... no como esas melindrosas que están rabiando por casarse y luego no hay quien les saque las palabras del cuerpo.
La salida era tosca; pero los feligreses de San Pedro estaban acostumbrados á otras tales, y sonrieron con regocijo. El buen párroco les bendijo extendiendo sobre ellos las manos grave y majestuosamente, imitando en lo posible á Moisés al separar las aguas del mar Rojo. Después comenzó la misa. Hincáronse de rodillas los novios y los padrinos. Al llegar cierto momento, que D.ª Rosalía presumía muy bien de conocer, se levantó y prendió una cadena á la cabeza de Maximina, invitando á su marido á que hiciese lo mismo con el extremo opuesto en el hombro de Miguel. Cuando quedaron de este modo uncidos, el hijo del brigadier comenzó á moverse dando leves tirones á la cadena. Maximina no le había dirigido siquiera una mirada. Aguantó el primer tirón juzgándolo casual; mas al segundo, sin levantar la vista, aunque sonriendo, le dijo en voz baja:
—Estése quieto.
Miguel tiró más fuerte.
—¡Por Dios, que se va á desprender!
Cuando hubo terminado el oficio, los que asistían á él, que ya formaban una muchedumbre, los rodearon para darles en voz de falsete la enhorabuena. Apretones de manos furtivos, empujones discretos, risas disimuladas. Todo el mundo temía descomponerse en el templo. Al salir rayaba el alba. Algunos curiosos madrugadores se asomaban á las ventanas para ver pasar la comitiva. Miguel se había quedado rezagado entre un grupo de hombres, y perdió de vista nuevamente á Maximina, que había marchado delante con sus amigas. En la sala de la casa de D. Valentín les aguardaba una mesa más abundantemente provista de confites y licores que artísticamente aderezada. Miguel tomó chocolate con los testigos. La novia había ido á cambiar de traje, según le dijeron. Al poco rato fué él á hacer lo mismo. En un descanso de la escalera encontró á su mujer, á quien la criada estaba abrochando los botones de las botas. Ambos quedaron confusos. Maximina siguió con la vista fija en las manos de la doméstica. Miguel se detuvo un momento vacilante, y exclamó, por decir algo:
—¡Ah! ¿ya estás vestida?... Voy á hacer lo mismo.
Y como si algún enemigo le persiguiese de cerca, subió á brincos la escalera.
Tornaron á reunirse poco después en la sala. Maximina estaba muy bien con su vestido gris de viaje y un sombrerito de última moda. Como se acercarse ya la hora de la partida, comenzaron las despedidas, y con ellas el torrente de las lágrimas, que en esta ocasión fué caudaloso como pocas veces. En el sexo femenino hubo un verdadero desbordamiento: hasta una joven quiso desmayarse. Tan sólo la novia aparecía serena y sonriente, lo cual indignó á D.ª Rosalía de un modo indecible, y le obligó á formar idea muy pobre de su sobrina, según confesaba después á sus comadres.
—¡Qué falta de sentido! Siquiera por el buen parecer...
Una amiguita se acercó á ella hecha un mar de lágrimas y la abrazó.
—¿No lloras, Maximina?
—No puedo—contestó la niña.
Sin embargo, cuando sus primas, las niñas de doña Rosalía, se abrazaron á sus rodillas, gritando:—¡No queremos que marches, Maximina!—se puso fuertemente encarnada, y la sonrisa particular que contrajo sus labios indicaba, á quien la conociese, que no estaba lejos de soltar la llave.
Hasta embarcar en el bote los acompañaron todos ó casi todos; pero á la estación sólo fueron D. Valentín y otros dos amigos, que eran los que cabían en el esquife. Hay que advertir que con los novios iba á Madrid en calidad de doncella una chica del pueblo. Se llamaba Juana, y era una muchachona fresca, robusta y no enteramente desgraciada de rostro. Miguel, conociendo el carácter de Maximina, no había querido que su servidumbre fuese toda madrileña.
Una vez en la estación y llamados al tren los viajeros por la voz estridente del mozo, D. Valentín se autorizó el lujo desusado de conmoverse. Abrazó á su sobrina estrechamente y la besó con efusión en los cabellos. Maximina también se mostró más agitada que hasta entonces lo había estado, aunque hacía esfuerzos por sonreir. Silbó la máquina. Partió el tren. Dentro del coche no había más viajeros que ellos. Los novios se colocaron uno frente á otro á un lado. Juana, por respeto, fué á sentarse en el extremo opuesto.
Los ojos de los esposos se encontraron, y Miguel sintió un suave estremecimiento de gozo, algo inefable y celestial que hizo palpitar fuertemente su corazón. Y después de cerciorarse de que Juana estaba distraída mirando por la ventanilla, se apoderó de una mano de su mujer y la dió un beso furtivo, inclinando para ello todo el cuerpo. Pero la mano ¡qué fastidio! estaba enguantada. Al cabo de un instante la hizo seña de que se quitase