Maximina. Armando Palacio Valdes
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—Maximina—le dijo con voz de falsete para no turbar á los demás.—¿Hace mucho que estás despierta?
—No; un poco—respondió la niña incorporándose.
—¿Y por qué no te has levantado?
—Porque temía quitarte el sueño al moverme.
—¡Pues qué más hubiera querido yo! ¿No sabes que tenía ya muchos deseos de hablar contigo?
Y los jóvenes entablaron un diálogo en voz tan apagada, que más se adivinaban que se oían; mientras las señoritas de Cuervo, su hermano y Juana dormían en varia y original postura. ¿De qué hablaron en aquellos momentos? Ni ellos mismos lo sabían. Las palabras tenían un valor convencional, y todas ellas, sin exceptuar una, expresaban lo mismo. Miguel, huyendo de hablar de sí mismos porque advertía que á Maximina le causaba vergüenza, encauzaba la conversación hacia algún asunto alegre, y procuraba hacerla reir á fin de que desapareciese su natural embarazo. No obstante, se aventuró á decir una vez, mirándola fijamente:
—¿Estás contenta?
—Sí.
—¿No te pesa de ser mía?
—¡Oh, no! ¡Si supieras!
—¿Qué?
—Nada, nada.
—Sí, algo ibas á decir; habla.
—Era una tontería.
—Pues dímela; tengo derecho ya á saber hasta lo más insignificante que cruce por tu imaginación.
Necesitó instarla mucho y muy cariñosamente para lograr saberlo.
—Vamos, dímelo bajito.
Y la atrajo suavemente. Maximina depositó en su oído:
—Ayer he pasado muy mala noche.
—¿Por qué?
—Desde que me dijiste que tenías tiempo aún á dejarme, no pude pensar en otra cosa... Se me figuró que me lo habías dicho con cierto retintín... Toda me volvía dar vueltas en la cama... ¡Ay, madre mía, qué pena!... Me levanté antes que nadie en la casa y fuí descalza hasta tu cuarto; puse el oído á la cerradura á ver si escuchaba tu respiración; pero nada. ¡Me dió una congoja! Cuando la criada se levantó, le pregunté como quien no quiere la cosa si te había llamado. Me dijo que sí, y respiré. Pero aún no las tenía todas conmigo. Tenía miedo que al preguntarte el cura si me querías dijeses que no... Cuando te oí decir sí, ¡me entró una alegría! y dije para mí: ¡Ya estás cogido!
—¡Y bien que lo estoy!—exclamó el joven besándola en la frente.
El tren corría ya por los campos vecinos á Madrid. Las señoritas de Cuervo despertaron. La luz natural no favoreció gran cosa sus naturales gracias; pero se apresuraron á venir en su ayuda con una serie de minuciosos trabajos que dejaban bien probadas sus inclinaciones artísticas. De un magno estuche de piel de Rusia sacaron peines, cepillos, pomada, horquillas, polvos de arroz y un frasquito de colorete. Y unas á otras se fueron aliñando y retocando escrupulosamente en medio de mil frases cariñosas y carocas infantiles.
—Vamos, chica, estáte quieta... Mira que te voy á pinchar... ¡Jesús, qué niña tan mala!
—Estoy nerviosa, Lola, estoy nerviosa.
—Ya se conoce que vas á ver pronto á quien tú sabes y yo me callo.
—¡Qué tonta! Calla. Rivera se lo va á creer.
Maximina contemplaba sorprendida, con los ojos muy abiertos, aquel repentino tocado. Las de Cuervo la invitaron á hacer lo mismo, y entonces salió de su estupor dando confusamente las gracias.
En la estación aguardaban á nuestros viajeros la brigadiera Ángela y Julia. Ésta abrazó y besó repetidas veces á su cuñada. Aquélla le dió la mano y también la besó en la frente. Después de despedirse las gallegas con mil ofrecimientos amistosos, subieron á la carretela que la brigadiera había traído, colocándose ésta y Maximina en el sitio de preferencia por indicación de Julia, que no quitaba ojo á su nueva hermana y le tenía cogidas las manos apretándoselas á menudo con efusión. Ésta procuraba vencer su cortedad para mostrarse cariñosa; y con gran trabajo lo conseguía. La madrastra se mostraba afable y atenta, mas sin que pudiera abandonarla aquella apariencia altiva y desdeñosa que siempre había caracterizado su persona. La joven esposa le echaba de vez en cuando rápidas y tímidas miradas. Al llegar á casa, Julia fué corriendo á enseñarle la habitación que les tenían destinada y que ella había arreglado con minucioso esmero. No faltaba un solo pormenor, ni se había visto jamás diligencia más fina para prevenir todas las necesidades de la vida de una dama, desde los ramos de flores y el estuche de costura hasta el abrochador de guantes y las horquillas. Desgraciadamente, Maximina no podía apreciar estos refinamientos de la elegancia y del buen gusto. Todo era para ella igualmente nuevo y hermoso.
Miguel encontró á su hermana en un corredor.
—¿Dónde está Maximina?
—La he dejado en su cuarto quitándose el abrigo. Aguarda á su doncella, que dice que le trae las zapatillas.
—Yo también voy á quitarme el abrigo y á cepillarme un poco—dijo el joven algo vacilante.
Julia le soltó una carcajada en las narices y echó á correr.
Al entrar en el cuarto se despojó efectivamente del gabán, y dirigiéndose á su mujer, que ya estaba con su trajecito gris, la estrechó fuertemente contra su corazón y la dió repetidos besos. Después, llevándola por la mano hacia una silla, la sentó sobre sus rodillas y tornó á besarla apasionadamente. Maximina estaba roja como una cereza, y aunque entendía que todo aquello debía ser así, todavía procuraba con suavidad desasirse. Miguel, que también estaba turbado, la dejó levantarse y salir de la habitación, siguiéndola poco después.
Era domingo y precisaba oir misa. Como la brigadiera y Julia ya la habían oído, salieron solamente Maximina, Miguel y Juana, y entraron en San Ginés. La criada, que jamás había transigido con no ver al cura de pies á cabeza, rompió por entre la gente y fué á colocarse cerca del altar. Los esposos se quedaron hacia atrás. Nunca le pareció tan bien á nuestro joven el incruento sacrificio ni asistió tan á su placer á él, aunque su imaginación no volaba precisamente hacia el Gólgotha ni sus ojos iban siempre derechos al oficiante. Pero el cielo, que es muy clemente con los recién casados, le ha perdonado ya estos pecados.
Después de almorzar, Miguel propuso dar un paseo por el Retiro. La tarde, aunque fría, estaba serena y apacible. La brigadiera no quiso acompañarles. ¡Con qué gozo pasó Julita á ocuparse en el adorno y tocado de su cuñada! Ella eligió el traje que había de ponerse, y le ayudó á vestírselo, ella la peinó á la moda, ella le puso el aderezo y las flores en el pecho, y hasta ella misma le abrochó las botas. Estaba roja de placer ejecutando estos oficios. Luego que se vieron en la calle, marchaba ebria de orgullo llevando á su cuñada en el medio, como si fuese diciendo á la gente: «¿Ven ustedes esta jovencita, más niña que yo todavía?... ¡Pues es una señora casada! Respétenla ustedes». Antes de llegar