Maximina. Armando Palacio Valdes
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—Eso no importa—manifestó Miguel.—También tienen los labradores corazón y pueden amar las cosas bellas. No dudo que usted tendrá mucho partido entre ellos.
—En cuanto á eso—respondió Lola con rubor—si he de decir la verdad, sí, señor, me quieren mucho. Todos los años, en cuanto saben que vamos á llegar, se preparan los mozos para darme una serenata y cortan un arbolito para ponérmelo delante de la ventana.
—La serenata no es á ti sola—interrumpió vivamente Carolina.—Es á todas.
—Pero el árbol sí—respondió malhumorada Lola.
—El árbol, bueno; pero la serenata no—replicó aquélla un poco picada.
Lola le dirigió una mirada penetrante y siguió:
—Figúrese usted, Rivera, si tendrán pasión por mí, que cuando vinieron los ingenieros á construir un puente, yo dije que no me gustaba que lo pusiesen donde lo tenían marcado, sino más arriba. Pues en cuanto los mozos se enteraron de lo que yo había dicho, se presentaron á los ingenieros y les dijeron que el puente se había de hacer donde la señorita Lola quería, y que no se pensara en otro sitio, porque ellos lo estorbarían. Y como los ingenieros no quisieron variar el plano, así se está el puente sin construir hace ya cuatro años.
—Todo eso—dijo Miguel,—no tanto le honra á usted como á esos inteligentes jóvenes.
—¡Son tan buenos los pobrecillos!
—Nada santifica tanto el alma como el amor y la admiración—volvió á decir sentenciosamente Rivera.
Lola dijo—¡Ah!—y se ruborizó.
Aquellas tres señoritas vestían de un modo inverosímil y, si podemos decirlo así, anacrónico. Sus trajes eran vistosos, pintorescos y hasta un si es no es fantásticos, como sólo se consiente á las niñas de quince años. Carolina llevaba el cabello partido en dos trenzas con lacitos de seda en las puntas, y apretaba su flaco y arrugado cuello una cinta de terciopelo azul, de donde pendía una crucecita de esmeraldas. Las otras, como un poco más formales, lo llevaban recogido, aunque no con menos perifollos.
La noche ya había llegado tiempo hacía. La familia Cuervo propuso que se cenase, convidando galantemente á sus nuevos amigos con las viandas que llevaban: Aceptaron éstos presentando también las suyas, y en buen amor y compaña se pusieron á engullirlas, extendiendo previamente las servilletas sobre las rodillas. El hermano, que había despertado muy apropósito, comió como un elefante. Durante la cena dijo pocas frases, pero buenas. Una de ellas fué:
—Yo, para el tomate, ¡soy un águila!
Miguel se le quedó mirando un buen rato, y al cabo comprendió la profundidad que guardaba este concepto estrambótico.
Había llegado á establecerse entre todos una confianza ilimitada. No siendo bastante llamar á Miguel por su nombre en vez del apellido, Dolores propuso á Maximina que se tratasen de tú.
—Yo no puedo tener confianza con una amiga si no la tuteo... Además, entre chicas es la costumbre.
La joven sonrió avergonzada de aquella extraña proposición. Las gallegas, sin más preámbulos, comenzaron á menudear el segundo pronombre de lo lindo. Pero Maximina, aunque la serrasen viva, no podía corresponder al tuteo, y á la primera ocasión se le escapó el usted. Entonces las de Cuervo se mostraron ofendidas. La pobre niña se vió precisada á dar mil rodeos á fin de no hablarles directamente. Miguel, por vengarse alegremente de la molestia que ocasionaban á su esposa, comenzó á su vez á hablarles con gran familiaridad, lo cual no dejó de sorprenderlas al principio; pero se acostumbraron pronto de buen grado. No contento con esto, al poco rato sacudió rudamente por el brazo al señor de los bigotes blancos:
—Oyes, chico, no duermas tanto... ¿Quieres un poco de ginebra?
D. Nazario, que así se llamaba, abrió los ojos muy espantado, se echó al coleto la copa que le ofrecían, y volvió á quedar inmediatamente dormido.
Ya era hora de hacer todos lo mismo. Miguel corrió la cortinilla del farol, y «para que les molestase menos la luz», metió todavía un periódico doblado entre ambos. El coche quedó casi en tinieblas. Sólo por las ventanas entraba el pálido resplandor de las estrellas. Era una noche de Enero serena y fría como sólo se ven en las llanuras de Castilla. Acomodóse cada cual lo mejor que pudo en un rincón rebujándose en los abrigos y mantas. Rivera dijo á su esposa:
—Reclina la cabeza sobre mí. Yo no puedo dormir en el tren.
La niña obedeció á su pesar: creía molestarle.
Todo quedó en silencio. Miguel tenía cogida una de sus manos y la acariciaba suavemente. Al cabo de un rato, inclinando la cabeza y rozando con los labios la frente de su mujer, le dijo muy quedo al oído:
—Maximina, te adoro—y con más emoción volvió á repetir:—¡Te adoro, te adoro!
La niña no contestó, fingiéndose dormida. Miguel le preguntó con voz insinuante:
—¿Me quieres tú? ¿me quieres?
La misma inmovilidad.
—¿Me quieres, dí? ¿me quieres?
Entonces Maximina, sin abrir los ojos, hizo un leve signo de afirmación, y dijo después:
—Tengo mucho sueño.
Miguel sonrió advirtiendo el temblor de su mano, y repuso:
—Pues duerme, hermosa.
Y ya no se oyeron en el coche más que los ronquidos de D. Nazario, el cual era especialista en el ramo. Comenzaba generalmente á roncar de un modo acompasado, solemne, en períodos firmes y llenos. Poco á poco se iba precipitando, haciéndolos más concisos y enérgicos, y al mismo tiempo acentuando la nota gutural, que en un principio apenas se advertía. Desde las fosas nasales bajaba la voz á la garganta, volvía á subir, tornaba á bajar, y así por largo tiempo. Pero á lo mejor, dentro de aquel ritmo al parecer invariable, se dejaba oir un silbido agudo y penetrante como anuncio de tempestad. Y en efecto, al silbido contestaba prontamente un gruñido profundo y amenazador, y después otro más alto, y después otro... Repetíase de nuevo el silbido aún más estridente, y al momento era ahogado por un confuso rumor de chiflidos discordantes que infundían pavura en el alma. Y este rumor iba creciendo, creciendo hasta que, sin saber por qué, se trasformaba súbito en tos asmática y perruna. Don Nazario daba un gran suspiro, descansaba breves momentos y cogía de nuevo el hilo de su oración en tono mesurado y digno.
Miguel soñaba con los ojos abiertos. Á su imaginación acudían en tropel ideas risueñas, mil presagios de ventura. La vida se le presentaba con un aspecto suave y amable que hasta entonces no había descubierto. Se había divertido, había gozado de los placeres mundanales; mas siempre detrás de ellos, y á veces enmedio, percibía un dejo amargo, la estela de tedio y de dolor que el demonio va trazando en la vida de sus adoradores. ¡Qué diferencia ahora! Su corazón le decía: «Has hecho bien, serás feliz». Y su entendimiento, pesando escrupulosamente y comparando el valor de lo que abandonaba con