Inteligencia social. Daniel Goleman
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Las agendas conflictivas acaban generando tensión y, al finalizar la reunión, todo el mundo se siente mal, cosa que no sucede en un grupo con idéntico objetivo pero que moviliza otro tipo de emociones.
Las dos reuniones mencionadas eran simulaciones empresariales de una investigación realizada en la Universidad de Yale, y hoy en día clásica, en la que los voluntarios se dividieron en grupos para repartir los beneficios.36 Lo que nadie sabía era que uno de los integrantes de cada grupo era, en realidad, un consumado actor al que se le había asignado la tarea de mantenerse cordial y entusiasta con uno de los grupos y deprimido y enojado con el otro.
La investigación demostró una clara modificación del estado de ánimo de los miembros de ambos grupos y que, cuando el actor manifestaba su opinión de manera amable y cordial, los miembros del grupo se sentían mejor que cuando, por el contrario, se mostraba irritable, en cuyo caso la gente iba malhumorándose con el paso del tiempo. Pero nadie parecía saber, no obstante, lo que había transformando inconscientemente su estado de ánimo.
Los sentimientos que se mueven entre los miembros de un grupo pueden sesgar el modo en que procesan la información y llegar a influir, en consecuencia, en las decisiones que acaben tomando.37 Y esto implica que cualquier grupo que pretenda llegar a una decisión conjunta haría bien en no centrar exclusivamente su atención en el contenido de lo que se dice y en tener asimismo en cuenta las emociones compartidas.
Esta convergencia sugiere la existencia de un magnetismo sutil e inexorable, un impulso que se asemeja a la gravedad y lleva a las personas que se hallan estrechamente relacionadas –ya sea familiares, amigos o compañeros de trabajo– a pensar y sentir de manera parecida sobre ciertas cosas.
4. EL INSTINTO DEL ALTRUISMO
Una tarde en el Princeton Theological Seminary, cuarenta estudiantes en prácticas aguardaban para pronunciar un breve sermón del que posteriormente serían evaluados. A la mitad de ellos se les había asignado temas de la Biblia entresacados al azar, mientras que la otra mitad debía hablar de la parábola del Buen Samaritano, que se detuvo a socorrer a un menesteroso con el que tropezó en su camino y al que ignoraban personas supuestamente más “piadosas”.
Cada quince minutos, uno de los seminaristas debía dirigirse al edificio en el que tenía que pronunciar su sermón, sin saber que estaba participando involuntariamente en un experimento sobre el altruismo.
Su camino pasaba necesariamente por una puerta en la que un pordiosero pedía limosna. Veinticuatro de los cuarenta estudiantes pasaron junto a él ignorándole sin que tuviera en ello la menor incidencia el hecho de estar pensando en la parábola del Buen Samaritano.1
La investigación demostró la importancia que posee la variable tiempo, porque sólo uno de cada diez de quienes creían llegar tarde se detuvo, una proporción que fue seis veces superior entre quienes creían disponer de suficiente tiempo.
De las muchas variables que intervienen en el altruismo, el hecho de tener tiempo suficiente para prestar atención ha demostrado ser especialmente crítica porque, en tal caso, nuestra empatía aumenta y, con ella, también lo hace la probabilidad de establecer un vínculo emocional. Obviamente, las personas difieren en su capacidad, disposición e interés en prestar atención. No debe extrañarnos, por tanto, que el adolescente malhumorado que no presta ninguna atención a su madre regañona, esté charlando amable y atentamente por teléfono, al instante siguiente, con su novia. Por este motivo, los seminaristas que menos tiempo tenían fueron los más incapaces y menos dispuestos a prestar atención al mendigo porque, al hallarse sumidos en sus propios pensamientos, no sintonizaron con él y, en consecuencia, tampoco le brindaron su apoyo.2
Es poco probable que, quienes viven en ciudades muy ajetreadas, adviertan, saluden y ayuden a las personas con las que se cruzan a causa de lo que se ha denominado el “trance urbano”, un estado de ensimismamiento en el que, según los sociólogos, tendemos a sumirnos para sustraernos del incesante bombardeo de los estímulos que nos rodean. Pero esa estrategia, obviamente, no sólo nos desconecta de las distracciones, sino también de las necesidades apremiantes de quienes nos rodean con lo que, como dijo cierto poeta, acabamos enfrentándonos «al bullicio urbano aturdidos y ensordecidos».
Tampoco debemos olvidar los muchos modos con los que la sociedad cierra nuestras ventanas sensoriales. Precisamente por eso, el mendigo que pide limosna en la calle de una ciudad no merece siquiera la atención de los peatones que, pocos metros más adelante, se detienen a escuchar y responder con solicitud a la mujer bien arreglada que pide firmas para una determinada causa política (aunque es obvio que las cosas pueden discurrir, dependiendo de nuestras simpatías, exactamente al revés). Resumiendo, pues, nuestras prioridades, nuestra socialización y numerosos factores psicológicos y sociales pueden llevarnos a prestar o no atención y determinar así, en consecuencia, nuestra empatía y las emociones que experimentamos.
El simple hecho de prestar atención establece una conexión emocional, pues en su ausencia la empatía es imposible.
CUANDO HAY QUE PRESTAR ATENCIÓN
Comparen ahora los acontecimientos que sucedieron en el seminario de Princeton con lo que me ocurrió a mí un buen día en el que, después de la jornada laboral, me metí en una boca de metro de Times Square de la ciudad de Nueva York sumido en el torrente de seres humanos que, como siempre a esas horas, baja apresuradamente las escaleras de cemento dispuesto a coger el próximo tren.
Entonces vi una imagen inquietante, en mitad de la escalera, yacía, inmóvil y con los ojos cerrados, un hombre desaliñado y sin camisa. Nadie parecía advertir su presencia y todo el mundo, ansioso por regresar a casa, le sorteaba saltando literalmente por encima de su cuerpo. Horrorizado, me detuve con el fin de ver lo que ocurría, y, en ese mismo instante, sucedió algo muy curioso ya que, de manera casi instantánea, un pequeño círculo de interesados se congregó a su alrededor. Entonces se desplegaron espontáneamente los emisarios de la misericordia, uno en dirección a un quiosco de perritos calientes para conseguir un poco de comida, otro en busca de una botella de agua y un tercero para buscar a un policía que, a su vez, solicitó por radio asistencia sanitaria.
A los pocos minutos, el hombre se había reanimado y aguardaba feliz la llegada de una ambulancia mientras comía un bocadillo. Entonces nos enteramos de que sólo hablaba español, no tenía dinero y había estado deambulando hambriento por las calles de Manhattan hasta acabar desmayándose en las escaleras del metro.
¿Qué fue lo que marcó la diferencia? Obviamente, el simple hecho de detenerme y prestar atención, lo que pareció despertar a los transeúntes de su trance urbano, captar su atención y movilizarles a la acción.
Qué duda cabe de que, en nuestro camino de regreso a casa, todos nos hallábamos, de un modo u otro, sometidos a los estereotipos silenciosos derivados de los centenares de vagabundos que, lamentablemente, pueblan las calles de Nueva York y de tantos otros centros urbanos modernos. Y es que los urbanitas acabamos enfrentándonos a la ansiedad que genera ver a alguien en una situación tan terrible desarrollando el reflejo de desviar nuestra atención hacia otra parte.
Creo que, en este sentido, mi propio reflejo se había visto afectado por un artículo que acababa de escribir para el New York Times sobre el efecto que el cierre de los hospitales psiquiátricos había provocado, convirtiendo las calles de la ciudad en una extensión del pabellón