Inteligencia social. Daniel Goleman

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Inteligencia social - Daniel Goleman Ensayo

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al movimiento de las manos de su madre sincronizando sus sonrisas, arrullos y movimientos de mandíbula, labios y lengua. Esas piruetas son cortas, cuestión de segundos o milisegundos y finalizan cuando se acompasan, de un modo habitualmente feliz. Madre e hijo entran con frecuencia en lo que se asemeja a un dueto sincronizado o alternante, marcado por un ritmo lento que oscila de manera estable en torno a las 90 pulsaciones por minuto.

      Esas observaciones son el fruto de un minucioso e interminable análisis de interacciones entre madre y bebé grabadas en vídeo por un equipo de psicólogos evolutivos dirigidos por Colwyn Trevarthen en la Universidad de Edimburgo. Las investigaciones realizadas al respecto por Trevarthen le han convertido en un experto mundial en la protoconversación, un dueto en el que los actores «buscan –según dice– la armonía y el contrapunto para crear una melodía».22

      Pero, más que establecer una especie de melodía, su interacción gira en torno a un tema central, las emociones. La frecuencia del contacto y del sonido de la voz de la madre transmite al bebé el reconfortante mensaje de su amor que, como dice Trevarthen, establece «un rapport no verbal y no conceptual inmediato».

      Este intercambio de señales establece un vínculo que permite a la madre alegrar, excitar, tranquilizar o sosegar a su bebé o, por el contrario, alterarle y provocar su llanto. Durante una protoconversación feliz, la madre y el bebé se sienten contentos y sintonizados, pero cuando la madre o el niño no cumplen con su parte de la conversación, los resultados son muy diferentes. Si la madre, por ejemplo, presta una escasa atención a su hijo o responde sin ganas, el bebé reacciona replegándose y, si la respuesta de la madre es inoportuna, se queda perplejo y angustiado. Si, por el contrario, es el bebé el que deja de participar en el juego, será la madre la que, a su vez, se sienta mal.

      Estas sesiones de protoconversación son, para el niño, seminarios intensivos en los que aprende a relacionarse. Y es que aprendemos a sintonizar emotivamente con los demás mucho antes de disponer de palabras para referirnos a esos sentimientos. La protoconversación es la plantilla básica de toda relación humana, una conciencia tácita que nos sintoniza quedamente con los demás. Por esta razón, la capacidad de entrar en sincronía como hicimos cuando éramos bebés guía todas las interacciones sociales que mantenemos a lo largo de toda nuestra vida. Y del mismo modo que, siendo niños, los sentimientos fueron el tema fundamental de la protoconversación, siguen siendo el vehículo a través del cual discurre la comunicación adulta. Este diálogo silencioso de sentimientos constituye el sustrato sobre el que se asientan los demás encuentros, la agenda oculta, en suma, de toda interacción.

      3. EL WIFI NEURONAL

      Apenas me hube acomodado en mi asiento del metro de Nueva York se desencadenó una de esas inquietantes y confusas situaciones que con tanta frecuencia sacuden la vida ciudadana, un grito a mis espaldas que procedía del fondo del vagón, y, cuando levanté la vista, advertí que el semblante del hombre que se hallaba frente a mí asumía un aspecto ligeramente ansioso.

      Mi mente se puso entonces rápidamente en marcha para tratar de entender lo que había ocurrido y, sobre todo, cuál debía ser mi respuesta. ¿Se trataba acaso de una pelea? ¿Alguien había sufrido un ataque de pánico? ¿Había algún peligro o no era más que una broma de un grupo de adolescentes?

      La respuesta me la dio inmediatamente el rostro de mi compañero de asiento que, abandonando su aspecto preocupado, volvió a sumirse tranquilamente en la lectura del periódico. Entonces supe que, independientemente de lo que hubiese ocurrido, todo estaba bien.

      Mi ansiedad inicial se había visto azuzada por la suya hasta que su semblante sereno me devolvió la calma. En tales momentos prestamos instintivamente atención al rostro de la gente que nos rodea en busca de sonrisas o ceños fruncidos que nos proporcionen indicios con los que detectar las señales de peligro y las intenciones de los demás.1

      Los numerosos ojos y orejas de que disponía la horda prehistórica le permitían detectar el peligro con mayor celeridad de lo que hubiera podido hacer el individuo aislado. No cabe la menor duda de que, en el mundo poblado de dientes y garras en que se movían nuestros ancestros, esa capacidad de diversificar la vigilancia –asociada a un mecanismo cerebral que se ocupa de la detección automática de los signos de peligro y de la correspondiente activación del miedo– ha desempeñado un papel muy importante en la lucha por la supervivencia.

      Aunque, en los casos de ansiedad extrema, el miedo puede desbordarnos hasta el punto de impedirnos conectar con los demás, la ansiedad moderada intensifica las relaciones emocionales, de modo que quienes se sienten amenazados y ansiosos, son especialmente propensos a captar las emociones ajenas. Qué duda cabe de que, en el caso de la horda primordial, bastaba con la expresión aterrada de quien acababa de ver un tigre para provocar el pánico y estimular la respuesta de huida de nuestros congéneres hacia un lugar más seguro.

      Eche un vistazo al siguiente rostro:

      La amígdala reacciona de inmediato a esta imagen con una intensidad directamente proporcional a la emoción exhibida.2 Cuando alguien que se halla conectado a una RMNf contempla esta imagen, su propio cerebro expresa el miedo aunque en un rango, ciertamente, bastante más silencioso.3

      Los circuitos neuronales que operan paralelo en el cerebro de los implicados durante las relaciones interpersonales propagan un contagio emocional que abarca el amplio rango de los sentimientos, desde la tristeza y la ansiedad hasta la alegría.

      Los momentos de contagio constituyen un auténtico acontecimiento neuronal y ponen de relieve el vínculo funcional que, trascendiendo las barreras de la piel y del cráneo, une nuestros cerebros. En términos sistémicos podríamos decir que, mientras perdura ese vínculo, los cerebros implicados se “acoplan” de modo que el output de uno se convierte en el input del otro, un feedback intercerebral en el que un cambio en uno de ellos desencadena en el otro el mismo tipo de respuesta.

      El cerebro de quienes se hallan así conectados emite y recibe un flujo de señales que, en el caso de discurrir de la manera adecuada, amplifica la resonancia. Este vínculo es precisamente el que facilita la sincronización de nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Tengamos en cuenta que, independientemente de que se trate de la alegría y la ternura o, por el contrario, de la ansiedad y el resentimiento, siempre estamos emitiendo y recibiendo estados internos.

      La física describe la resonancia como una vibración simpática, es decir, como la tendencia de una parte a acoplarse al ritmo de la otra y provocar así una especie de efecto secundario que amplifica y prolonga la respuesta.

      Esta conexión intercerebral se produce de manera automática sin necesidad de prestar ninguna atención especial. Bien podríamos decir que el intento deliberado de imitar a alguien para acercarnos más a él resulta bastante torpe. La mejor coordinación es espontánea y no responde a motivos ocultos ni a la intención consciente de congraciarnos con nadie.4

      Esa espontaneidad sólo es posible gracias al concurso de la vía inferior. La amígdala, por ejemplo, sólo necesita treinta y tres milisegundos –y, en ocasiones, diecisiete (menos de dos centésimas de segundo)– para registrar las señales de miedo en el rostro de otra persona.5 Esto pone claramente de manifiesto la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior sin mediación consciente alguna de nuestra parte (aunque podamos sentir la emergencia difusa del desasosiego).

      Pero,

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