Inteligencia social. Daniel Goleman

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Inteligencia social - Daniel Goleman Ensayo

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LOS RELOJES INTERNOS

      –Pregúnteme por qué no puedo contar un buen chiste.

      –Muy bien. ¿Por qué no puede…

      –Porque carezco de sentido de la oportunidad.

      Los buenos cómicos poseen un gran sentido del ritmo y de la oportunidad para contar chistes y, lo mismo sucede en el caso de los concertistas que estudian una partitura musical, suelen analizar minuciosamente cuántas pulsaciones deben esperar antes de rematar un chiste… o, como bien ilustra el chiste que acabamos de mencionar, cuándo deben interrumpirlo. Conseguir el pulso justo garantiza la expresión artística del chiste.

      La Naturaleza ama el ritmo. La ciencia ha descubierto que el mundo natural está lleno de sincronías cada vez que un proceso natural se acopla y oscila al ritmo de otro. Así, cuando las olas están desacompasadas, se anulan mutuamente y cuando, por el contrario, se sincronizan, se ven amplificadas.

      Ese acompasamiento se halla muy presente en el mundo natural (desde las olas del océano hasta los latidos del corazón) y también afecta al dominio de las relaciones interpersonales cuando nuestros ritmos emocionales se sincronizan. Cuando un “metrónomo humano” nos propone un determinado ritmo nos hace un favor, y viceversa.

      El mejor modo de advertir esta sincronía quizás consista en escuchar el despliegue virtuoso de un concierto, en cuyo caso los músicos parecen extasiados y oscilar al ritmo de la música. Pero lo más interesante es que, por debajo de esa evidente sincronía, la conexión se asienta en los mismos cerebros de los músicos.

      La investigación realizada sobre la actividad neuronal de cualquier par de esos músicos pone de manifiesto una gran sincronicidad. Cuando dos violoncelistas, por ejemplo, tocan el mismo fragmento musical, el ritmo de activación neuronal de sus hemisferios derechos parece acoplarse, una sincronía que es mucho mayor que la que existe entre los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro de cada uno de los ejecutantes.14

      A fin de establecer ese grado de sintonía es necesario contar con el concurso de lo que los neurocientíficos denominan “osciladores”, es decir, sistemas neuronales que actúan como relojes que nos permiten llevar a cabo los ajustes y reajustes necesarios para coordinar su tasa de activación en función de la periodicidad de un determinado input,15 que va desde algo tan sencillo como el ritmo al que una amiga le da los platos que está lavando para que usted los seque hasta algo tan complicado como los movimientos de un pas de deux bien coreografiado.

      Aunque habitualmente demos por sentada esa coordinación, se han desarrollado elegantes modelos matemáticos con el objetivo de tratar de describir esta microrrelación.16 Esas matemáticas neuronales se aplican cada vez que sincronizamos nuestros movimientos con el mundo exterior, no sólo con el mundo humano, sino también con el mundo físico, como ilustra perfectamente el portero que intercepta un balón lanzado a toda velocidad, o el tenista que devuelve un saque a 150 kilómetros por hora.

      Los matices del ritmo y la sincronía de la más sencilla de las interacciones son tan complejos como una improvisación de jazz. Si simplemente se tratara de algo tan sencillo como asentir con la cabeza no habría motivos para sorprendernos, pero lo cierto es que las cosas son mucho más complejas.

      Consideremos las muchas formas en que nuestros movimientos se entremezclan.17 Cuando dos personas se hallan inmersas en una conversación, el movimiento de sus cuerpos parece replicar el ritmo y la estructura del discurso. El análisis fotograma a fotograma de una conversación revela que los movimientos de los implicados puntúan el ritmo de su conversación y que los movimientos de su cabeza y manos coinciden con las vacilaciones y los puntos de mayor tensión del discurso.18

      Lo más sorprendente es que esta sincronización corporal y verbal se produce en fracciones de segundo en una danza cuya complejidad queda muy lejos del alcance de nuestro pensamiento. En este sentido, el cuerpo es una especie de marioneta del cerebro y el reloj cerebral funciona en el orden de las milésimas de segundo, mientras que nuestro procesamiento de información consciente (y, en consecuencia, nuestros pensamientos al respecto) lo hace en el orden de los segundos.

      Pero, aunque se halle fuera del alcance de la conciencia y baste, para ello, con la información proporcionada por la simple visión periférica, nuestro cuerpo se sincroniza con las pautas sutiles de la persona con la que estamos relacionándonos.19 Esto resulta fácil de advertir cuando damos un paseo con alguien porque, al cabo de pocos minutos, nuestros brazos y piernas se mueven en perfecta armonía, como sucede también cuando entran en sincronía dos péndulos que oscilan libremente.

      Los osciladores son el equivalente neuronal de la cancioncilla de Alicia en el país de las maravillas que dice: «¡Venga, baila, venga, baila, venga, baila y déjate llevar!». Cuando estamos con otra persona, esos marcapasos nos sincronizan inconscientemente, como sucede con los amantes que se acercan para darse un abrazo o se toman las manos en el mismo instante mientras caminan por la calle. (En cierta ocasión, una amiga me contó que el hecho de que el chico con el que estaba paseando mostrase dificultades en seguir el mismo ritmo era, para ella, un indicador de que más adelante podían presentarse problemas.)

      Cualquier conversación exige cálculos cerebrales muy complejos en los que los osciladores neuronales se ven obligados a realizar continuos ajustes para mantener la sincronía. En esa microsincronía, precisamente, se basa la afinidad que nos permite experimentar lo mismo que la persona con la que estemos hablando.

      Y esta rumba intercerebral silenciosa nos resulta tan sencilla porque aprendimos sus movimientos básicos durante nuestra más temprana infancia y, desde entonces, la hemos estado ejercitando a lo largo de toda nuestra vida.

       LA PROTOCONVERSACIÓN

      Imaginen a una madre sosteniendo a su bebé en brazos. La madre frunce los labios dándole un beso a distancia y el bebé, a su vez, le devuelve el beso apretando sus labios. Cuando la madre sonríe, el bebé relaja los labios y esboza una sonrisa para acabar estallando en risas, al tiempo que mueve insinuantemente la cabeza hacia un lado y hacia arriba.

      Esta interacción –a la que se conoce como “protoconversación”– duró menos de tres segundos y, aunque no ocurrieron grandes cosas, hubo entre ellos una clara comunicación. Éste es el prototipo básico de toda interacción humana, el rudimento básico de la comunicación.

      Los osciladores también operan en la protoconversación. El microanálisis revela que los bebés y las madres establecen muy precisamente el comienzo, las pausas y el final de esta comunicación infantil, estableciendo un acoplamiento en el que cada uno de ellos registra la respuesta del otro y ajusta la suya en consecuencia.20

      Estas “conversaciones” no son verbales y la presencia de las palabras cumple en ellas con la función de un mero efecto de sonido.21 La protoconversación con un bebé discurre a través de la mirada, el tacto y el tono de voz, y los mensajes se transmiten a través de las sonrisas y los arrullos y, más especialmente, del “maternés” [motherese], el correlato adulto del habla infantil.

      Más semejante a una canción que a una frase, el “maternés” subraya la prosodia y sus matices melódicos trascienden toda cultura, independientemente de que la madre hable chino mandarín, urdu o inglés. El “maternés” siempre suena amable y juguetón, con un tono muy elevado (en torno a 300 herzios), declamaciones cortas y un ritmo regular.

      Es frecuente que la madre sincronice su “maternés” palmeando o acariciando a su bebé

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