El libro de las mil noches y una noche. Anonimo

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El libro de las mil noches y una noche - Anonimo

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por servirle. Y cuando el visir le dirigió el saludo de costumbre después del baño, el jeique contestó: "¡Qué bendición ha entrado con vosotros en nuestra ciudad! ¡Qué dicha tan grande nos ha producido vuestra llegada!" Y recitó esta estrofa: ¡Al venir ellos, han reverdecido nuestras colinas! ¡Nuestro suelo se ha estremecido y ha dado nuevas flores! Y la tierra y los habitantes de la tierra, han exclamado: "¡Dulce bienestar y dulce amistad para nuestros encantadores huéspedes!"

      Y los tres le dieron gracias por sus bondades. Y el jeique replicó: "¡Que Alah os asegure a todos la vida más agradable! ¡Y que preserve del mal de ojo, ¡oh mercader ilustre! a tus hermosos hijos!" El visir dijo:

      "¡Y que el baño sea para ti, por gracia de Alah, un aumento de fuerza y de salud!

      Porque ¡oh venerable jeique! ¿no es cierto que el agua es el bien verdadero de la vida en este mundo, y el hammam una morada de delicias?" El jeique contestó: "¡Sí, por Alah! ¡Y cuántos poemas admirables ha inspirado el hammam a los grandes poetas! ¿No recordáis alguno de ellos?"

      Y Diadema se apresuró a contestar: "Sí los recuerdo; oíd éstos: ¡Vida del hammam, es maravillosa tu dulzura! ¡Oh hammam, cuán breve es tu duración! ¿Por qué no podrá pasar toda mi vida en tu seno? ¡Hammam admirable, hammam de mis sentidos! ¡Cuando se te tiene, haces odioso hasta al mismo Paraíso! ¡Si fueras el infierno, con qué dicha me precipitaría en él!"

      Cuando el príncipe hubo recitado este poema, exclamó Aziz: "¡Yo también sé versos acerca del hammam!" Y el jeique dijo:

      "Déjanos saborearlos". Y Aziz recitó los siguientes: ¡Es una morada que robó sus bordados a las rocas floridas! ¡Su calor te haría creerte en una boca del infierno, si no experimentases enseguida sus delicias, y no vieras en su centro tantas lunas y soles!

      Cuando Aziz hubo acabado esta estrofa, se sentó al lado de Diadema. Entonces el j eique, maravillado completamente, exclamó:

      "¡Por Alah! ¡Habéis sabido unir la elocuencia con la belleza! Dejadme ahora deciros a mi vez algunos versos exquisitos. 0 más bien, os lo voy a cantar, pues sólo el canto puede expresar las bellezas de estos ritmos".

      Y el jeique apoyó la mejilla en la mano, entornó los ojos, movió la cabeza, y cantó acompasadamente: ¡Oh fuego del hammam, tu calor es nuestra vida! ¡Oh fuego del hammam, devuelves la vida a nuestros cuerpos, y aligeras nuestras almas, que se confortan gracias a ti! ¡Oh hammam! ¡oh amigo! ¡Tibieza del aire, frescura de la pila, rumor del agua, luz de lo alto, mármoles puros, salas umbrosas, olores de incienso y de cuerpos perfumados, os adoro! ¡Ardes con una llama que nunca se extingue, y permaneces frío en la superficie, y lleno de suaves tinieblas! ¡Eres umbrío, hammam, a pesar del fuego, como mis deseos y como mi alma! ¡Oh Hammam!

      Después miró a los jóvenes, dejó que su alma vagara un instante por el jardín de su belleza, e inspirándose en ella les dedicó estas dos estrofas: ¡Fuí a su morada, y desde la puerta me recibieron con afable semblante y ojos llenos de sonrisas! ¡Gusté todas las delicias de su hospitalidad, y sentí la dulzura! ¿Cómo no he de ser esclavo de sus encantos?

      Al oír estos versos y la anterior canción, quedaron maravillados del arte del jeique. Le dieron las gracias, y como ya anochecía, le acompañaron hasta la puerta del hammam, y aunque insistió mucho para que fuesen a cenar a su casa, se excusaron, y se alejaron después de despedirse, mientras el jeique permanecía inmóvil mirándolos todavía.

      Llegados a la casa, comieron y se acostaron con perfecta felicidad hasta el día siguiente. Entonces se levantaron, hicieron sus abluciones, cumplieron los deberes de la oración, y en cuanto se abrió el zoco, marcharon a su tienda y la abrieron por primera vez.

      Ahora bien: los servidores la habían arreglado perfectamente, demostrando su buen gusto. La habían tapizado con telas de seda, colocando en el mejor lugar dos regios tapices que bien valdrían cada uno cien dinares. Y en las anaquelerías de marfil, ébano y cristal, aparecían muy bien puestas las mercaderías de valor y los tesoros inestimables. Entonces Diadema se sentó en una de las alfombras, Aziz en otra y el visir entre ambos, en el mismo centro de la tienda. Y los servidores los rodearon, dispuestos a cumplir sus órdenes.

      Así es que pronto se hizo famosa aquella tienda, y los parroquianos afluyeron desde todas partes. Y todos porfiaban por recibir sus compras de manos de aquel joven llamado Diadema, cuya hermosura hacía enloquecer todas las cabezas y perder todas las razones. Y el visir, habiendo comprobado que los negocios marchaban maravillosamente, encargó de nuevo a Diadema y a Aziz una gran discreción, y volvió a su casa a descansar tranquilamente.

      Y esta situación se prolongó cierto tiempo, terminado el cual, Diadema, al no ver aparecer a nadie que conociese a la princesa Donia, empezó a impacientarse y hasta a perder el sueño. Pero un día, mientras hablaba de sus penas con su amigo Aziz a la puerta de su tienda…

      En este momento de su narración,

      Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

       PERO CUANDO LLEGO LA 133ª NOCHE

      Ella dijo:

      Un día, mientras hablaba de sus penas con su amigo Aziz a la puerta de su tienda, acertó a pasar por el zoco una anciana, que iba envuelta muy dignamente en un gran manto de raso negro. Y no tardó en llamarle la atención la tienda maravillosa, así como la belleza del joven mercader sentado en la alfombra. Y tanta fué su emoción, que se le mojaron los calzones. Después dirigió sus miradas al joven, y pensó: "¡Ese no es un hombre, sino un ángel o algún rey de un país de ensueño!" Entonces se acercó a la tienda y saludó al joven, que le devolvió el saludo, y Aziz la saludó también desde el fondo de la tienda. Por su parte, el príncipe se levantó, le sonrió con su más agradable sonrisa, la invitó a sentarse en la alfombra a su lado, y se puso a abanicarla hasta que hubo descansado.

      Entonces la vieja dijo a Diadema: "¡Oh, hijo mío, que reúnes todas las perfecciones y todas las gracias! ¿eres de este país?" Y Diadema, con su palabra gentil y atrayente, contestó: "¡Por Alah! ¡oh mi señora! Hasta el presente no había puesto los pies en estas comarcas, a las cuales he venido sin más objeto que distraerme visitándolas. Y para ocupar parte del tiempo, vendo y compro".

      La vieja dijo: "¡Bien venido sea el gracioso huésped de nuestra ciudad! ¿Y qué mercaderías de los países lejanos traes contigo? ¡Enséñame lo más hermoso, porque lo bello trae belleza!"

      Diadema sonrió para darle las gracias, y dijo: "Sólo tengo cosas que pueden servirte y agradarte, pues son dignas de princesas y de personas como tú". Y la vieja dijo:

      "Precisamente desearía comprar una buena tela para la princesa Donia, hija de nuestro rey Schahramán".

      Al oír el nombre de aquella a quien tanto amaba, ya no pudo vencer su emoción Diadema, y gritó: "¡Aziz, tráeme lo más bello y lo más rico que haya entre nuestras mercaderías!" Y Aziz abrió un armario en el cual sólo había un paquete, ¡pero qué paquete! La envoltura exterior era de terciopelo de Damasco, con flecos de borlas de oro y bordados de colores representando flores y pájaros, con un elefante borracho que bailaba en medio.

      Y de aquel paquete salía un perfume que exhalaba el alma. Aziz se lo entregó a Diadema, que lo desató y sacó de él la única tela que encerraba, hecha para un vestido de alguna hurí o de alguna princesa maravillosa.

      Enumerar las pedrerías con que la habían enriquecido, y los bordados bajo los cuales desaparecía la trama, sólo podrían hacerlo los poetas inspirados por Alah.

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