Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

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Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio

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llamaba primero el tianguis de Juan Velazquez, y luego de San Hipólito, y estaba ya fuera de la traza.

      Como quizá alguno de nuestros lectores, no sepan lo que era la traza, procuraremos darles de ella una idea.

      Despues de la rendicion de México, la ciudad quedó casi reducida á escombros. Hernan Cortés trató de su reedificacion autorizado por el Emperador Cárlos V, y comenzó por señalar el terreno que en ella debian ocupar las casas de los conquistadores, y el que debia ser para los conquistados.

      Los españoles ocuparon el centro de la ciudad, y la línea que marcaba esta parte privilegiada, que era un gran cuadro separado de los demás, por una inmensa acequia, fué lo que se llamó la traza.

      Dentro de la traza no podian vivir sino los españoles, ó algunos de los vencidos que fueran de una muy elevada categoría, como el desgraciado Guatimoctzin, último Emperador azteca.

      Una parte del terreno que fuera de la traza ocupaba el mercado de San Hipólito, fué convertida en paseo, veinticuatro años antes de la época de nuestra historia; es decir, en 1592 por el virey D. Luis de Velasco, segundo, en la segunda vez que ocupó el vireinato. Se sembró de álamos y se cercó.

      Esto no era sino una parte de lo que se llama hoy la Alameda.

      Martin atravesó la acequia de la traza, por el Puente de San Francisco, y siguió hasta pasar el tianguis en el lado opuesto al que ocupaba el paseo de Don Luis de Velasco.

      Vivia por allí en una miserable casita de adoves, compuesta de tres piezas con un corralon á la espalda, una vieja que tenia fama de hechicera, y que le decian la Sarmiento.

      Las tres piezas de la casa eran una sala, una recámara y una cocina, casi desprovistas de muebles.

      A pesar de la mala nota de la Sarmiento, nada habia allí que pudiera despertar la vigilante susceptibilidad del Santo Oficio.

      La Sarmiento no tenia en su compañía, mas que dos hermanos, un varon de treinta años y una muger de veinte, ambos sordo-mudos; el hombre se llamaba Anselmo, y la muchacha María.

      La Sarmiento habia traido consigo estas dos personas en un viaje que hizo á Valladolid, como se llamaba entonces Morelia, y contaba que por caridad las habia recogido.

      Anselmo era sombrío, María alegre, bonita y graciosa. La Sarmiento se entendia con ellos perfectamente, y en el mayor silencio sostenian entre los tres una de las mas animadas conversaciones.

      Anselmo y María en las noches, que estaban generalmente reunidos, solian enojarse y las señas degeneraban en horribles insultos. La Sarmiento, tranquilamente para cortar la cuestion sin tener que reñirles, apagaba la luz y todo terminaba; á oscuras ni se hacen, ni se reciben insultos por señas.

      La vida de la Sarmiento era muy misteriosa, pocas veces salia de su casa, ni ella ni los sordo-mudos trabajaban en nada, y sin embargo, jamas les faltaba dinero; la casa que habitaban era de su propiedad.

      Algunas noches se habian visto embozados y damas, llegar á la casa y entrar en ella, los vecinos le tenian una especie de respeto ó de miedo á aquella muger, pero algunas veces se atrevian á ir á espiar por las rendijas de las mal ajustadas ventanas, y nunca lograron descubrir nada.

      Alguno llegó á pegar sus ojos á esas rendijas despues de haber visto entrar una dama, y solo vió á Anselmo y á María sentados delante de una vela, haciéndose señas imposibles de interpretarse.

      Sin embargo, en aquella casa habia una cosa que no se ocultaba al público, que era quizá lo que mas horrorizaba á los vecinos, y en la cual no cuidaban de intervenir los familiares de la Inquisicion.

      Anselmo y María domesticaban y criaban toda clase de animales, pero con mas predileccion víboras de cascabel, de las que tenian una respetable coleccion en jaulitas de madera que ellos mismos hacian.

      Algunas veces por las tapias del corral, los curiosos veian que mientras la Sarmiento se dedicaba á sus oficios domésticos, los dos hermanos sentados al sol, y dando gruñidos semejantes á los de los perros, cuando están contentos, se ocupaban en dar de comer á seis ú ocho enormes víboras de cascabel.

      Aquellos horrorosos reptiles salian de sus jaulas, subian por los brazos de Anselmo, se acomodaban en el torneado seno de la muchacha, arrimaban sus caras chatas al rostro de María, como un gato que hace fiestas, lanzando un silbidillo agudo, y moviendo su lengua ahorquillada con una rapidez asombrosa.

      —Ah descreidos, en esas habeis de morir—decian los vecinos.

      Pero no llegaba á sucederles nada, y los mas cristianos les imputaban que tenian «compacto con el diablo.»

      Habia entrado ya la noche, cuando Martin llegó á la casa de la Sarmiento y llamó.

      —La paz de Dios sea en esta casa—dijo.

      —Amen—contestó la Sarmiento—¿qué se os ofrece, caballero?

      —Venia en busca del Ahuizote—dijo Martin con un tono brusco.

      —No ha venido hoy, pero siéntese usarcé señor Bachiller Don Martin de Villavicencio Salazar.

      —Calle, ¿y de dónde conoceis vos mi nombre?

      —Si buscais al Ahuizote y sabeis que ellos vienen por acá, ¿qué milagro será que os conozca?

      —Teneis razon, y supuesto que entre nosotros no hay misterio, ¿podeis decirme adónde hallaré al hombre que busco?

      —Costumbre tiene de venir aquí todas las noches á las oraciones, porque gusta mucho de esa muchacha—dijo la Sarmiento señalando á María, en quien no habia reparado bien el Bachiller.

      —Oh, y por mi fé que es una preciosa mulata, buenas noches, hermosa.

      —Es sorda y muda—dijo la Sarmiento.

      —¡Qué lástima!—esclamó Martin—con que esta es la propiedad del Ahuizote.

      —Poco á poco, le gusta y es todo, pero nada mas, que María es niña, y á ella no le hace gracia el indio, vereis.

      La Sarmiento hizo una seña á María, que seguia los movimientos de los interlocutores, con sus ojos hermosos y llenos de inteligencia y de vida.

      La muchacha contestó con un gesto de profundo desdén. Anselmo alzó los ojos, vió la seña, y una débil sonrisa se dibujó en su boca.

      María era una muchacha tan perfectamente formada que parecia una Vénus de bronce, y como solo traia una camisa bastante descotada, su cuello, su pecho y sus hombros ostentaban toda su belleza y su morvidez; el brillo de sus ojos, y el carmin fresco de sus labios tenian una hermosura infernalmente provocativa. Los galanes del rumbo envidiaban á las víboras, y el Bachiller, hubiera sido de la misma opinion, si hubiera sabido las escenas que nosotros conocemos.

      —¿Y creeis que vendrá esta noche el Ahuizote?—dijo Martin.

      —Si he de decir la verdad, creo que no.

      —¡Demonio!—dijo con impaciencia Martin.

      —¿Qué quereis?—esclamó

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