Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

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Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio

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Ilustrísima, que mañana en la tarde no conocerá el lugar en que las casas existieron.

      Y el Arzobispo y el Oidor continuaron, lo menos por dos horas, hablando de sus planes..............................

      Teodoro, que seguia á D. Fernando, se ocultó en las obras de la nueva Catedral: buscó un lugar desde donde observar la puerta del Arzobispado, y colocándose á su sabor se quedó inmóbil.

      Una hora habia permanecido allí confundido por su color negro con la sombra del naciente edificio, cuando sintió un leve rumor de pasos que se acercaban por el mismo camino que él habia traido.

      Con mucha precaucion levantó la cabeza y vió tres hombres que procuraban ocultarse tambien, muy cerca de el lugar que él ocupaba.

      —Está seguro—dijo uno de ellos al otro: está en el Arzobispado.

      —Tan seguro, que yo le ví entrar desde la pared de enfrente adonde me dijiste que me quedara de vigía.

      —Sí debe ser, porque quien nos manda me dijo que debia venir esta noche á ver al Arzobispo, y que por aquí debia pasar al retirarse.

      —Seguro es el golpe.

      —Ahora esperad, y silencio.

      Y todos callaron: Teodoro no habia perdido una palabra.

      Mucho tiempo trascurrió así, y Teodoro observaba de cuando en cuando una cabeza que se alzaba muy cerca de él para mirar la calle que venia del Arzobispado: la luna estaba ya en la mitad del cielo.

      Por fin sonó una puerta y se percibió un bulto negro que, saliendo del palacio del Arzobispo, se dirigia al lugar de la emboscada.

      —¿Es él?—dijo uno de los hombres.

      —Debe ser—contestó otro;—pero es necesario estar muy seguros, y sobre todo no precipitarnos, porque anda siempre bien armado, y es diestro.

      —Pero solo.

      —No le hace.

      El bulto se acercaba mas y mas.

      —Él es, dijo uno.

      —Listos!—contestó el otro.—Y los tres sacaron de la vaina sus puñales sin levantarse.

      El bulto se percibia ya claramente; era el Oidor y pasaba por delante de los hombres ocultos.

      Entonces sin hacer ruido, y como si hubieran sido unas sombras todos, se alzaron; pero no advirtieron que no eran ya tres sino cuatro.

      —¡A él!—gritó uno precipitándose; sobre el Oidor; pero antes que hubiera podido acercársele recibió en la cabeza un golpe terrible, que le hizo caer á tierra sin sentido. Don Fernando tiró de la espada y se puso en guardia; pero la precaucion era inútil: al mirar su actitud, el auxilio inesperado que le llegaba y la caida de uno de ellos, los asesinos echaron á huir.

      Ni Don Fernando ni el negro pensaron en seguirles, el Oidor quedó con su espada en la mano, y el negro con su habitual indiferencia, cruzados los brazos, contemplándole y teniendo en medio de ellos el cuerpo de aquel hombre, que no se sabia si estaba muerto, ó privado.

      —¿Quién sois, y qué quereis?—preguntó Don Fernando al mirar que el negro no se movia.

      —Soy el negro Teodoro, y solo quiero servir á su señoría en lo que me mande.

      —¡Teodoro! ¿qué haces aquí?

      —Seguir á usía.

      —¿Seguirme? ¿y para qué?

      —La señora mi ama sabia que esta noche querian la muerte de usía.

      Don Fernando se puso pensativo.

      —¿Ella te ha mandado?

      —No, yo le pedí licencia para acompañar á usía en esta noche.

      El Oidor volvió á callar por un rato.

      —¿Este hombre está muerto?

      Teodoro se inclinó y puso su mano en la boca, y luego en el corazon del hombre.

      —Está vivo—contestó.

      —¿Con que le heriste?

      —Con mi mano.

      —Seria bueno llevárnosle.

      El negro sin esperar mas, levantó al herido, que gimió débilmente; como hubiera podido alzar á un niño, y se volvió como para esperar una nueva órden.

      —Vamos, dijo el Oidor, mirando si en el suelo habia algo.

      —Aquí está el arma de éste—dijo Teodoro levantando un puñal del suelo.

      Don Fernando guardó su espada y se puso en marcha seguido del negro que llevaba á cuestas al herido, avanzaron un poco y se oyó un rumor de pasos: eran dos hombres que traian la direccion opuesta y con los que debian encontrarse.

      —¡Ah de los que van!—dijo uno de los dos.

      —¡Alto los que vienen!—contestó Don Fernando sacando la espada.

      A la luz de la luna se vieron brillar los estoques de los que venian. Teodoro puso en el suelo con mucho cuidado al herido, y se colocó al lado de Don Fernando.

      —¿Quién va?—dijo una voz.

      —Oidor de la Real Audiencia—contestó Quesada adelantándose.

      —Mi señor Don Fernando de Quesada.

      —Señor Bachiller—contestó el Oidor.

      —Loado sea Dios, que encuentro á su señoría, porque en alas del temor, hemos venido en su busca. ¿Ha tenido su señoría.........?

      —Un mal encuentro; pero á Dios gracias que con el refuerzo de Teodoro, ni yo tuve por qué sentir, ni ellos por qué alegrarse: mirad.

      —Teneis un cautivo.

      —Es la proeza de Teodoro, pero retirémonos que no seria prudente que así nos viesen.

      —Si no le disgusta á usía, me tomaré la licencia de acompañarle.

      —No cabe disgusto en lo que causa satisfaccion: acompañadme.

      Teodoro alzó su carga y los cinco llegaron á la casa del Oidor.

      —Ahora, señor Bachiller, dijo el Oidor, tócame mi turno de ofreceros en esta noche la hospitalidad que á tales horas, témome que no encontreis abierta vuestra habitacion.

      —De grado acepto—contestó Martin—y no temo incomodar á su señoría, porque algunas cosas tengo que poder comunicarle.

      —Pues pasad.

      —Permítame

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