Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

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Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio

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vos acaso el demonio, que así contestais cuando se le nombra?

      —No, pero tan impaciente os miro, que os ofrecia mis servicios.

      —¿Sabeis qué clase de negocio tiene entre manos el Ahuizote esta noche?

      —No lo sé, pero decidme si gustais, cuál es el que á vos os preocupa, que entonces mas fácil me será deciros lo que va á acontecer.

      —¿Sereis bruja por ventura?

      —¿Sereis vos familiar del Santo Oficio para requerirme?

      —Nada menos que eso.

      —Pues bien, decidme si quereis saber algo, que yo procuraré serviros, y no os mezcleis en asuntos ajenos.

      —Quisiera saber de un hombre á quien se pretende asesinar en esta noche.

      —Un vuestro enemigo.

      —Por el contrario, amigo mio.

      —¿Sois de los nuestros?—dijo la Sarmiento, lanzando el grito de una lechuza.

      —Sí—dijo Martin, contestándole con el mismo grito.

      —Seguidme.

      La Sarmiento encendió un candil de cobre, hizo una seña á los sordo-mudos, y se dirigió á la cocina, seguida de Martin.

      En uno de los rincones habia una cuba vacía, que apartó la muger con gran facilidad, y debajo una gran losa con un anillo de fierro oculto por un monton de basura.

      La Sarmiento tiró del anillo, se levantó la losa, y á la luz del candil, se descubrió la entrada de un subterráneo y los primeros escalones de un caracol de piedra.

      —Bajad—dijo la Sarmiento, mostrando la entrada á Martin.

      Martin vacilaba.

      —Bajad y no tengais miedo—insistió la vieja.

      Para que un hombre resista á la palabra «miedo» salida de la boca de una muger, aun cuando esta muger sea una harpía, se necesita que este hombre, esté como se decia en aquellos tiempos: «dejado de la mano de Dios.»

      Martin entró sin vacilar al subterráneo, y la Sarmiento le siguió cerrando tras sí la entrada.

      Descendieron como veinte escalones, y el Bachiller se encontró en una gran bóveda, que á lo que pudo ver con la escasa luz del candil, daba paso á otras varias de la misma especie.

      Entonces la bruja se puso delante de él, y le dijo:

      —Aquí sí yo os guiaré, porque no conoceis el terreno, seguidme.

       Cómo el negro Teodoro probó que no necesitaba de armas.

       Índice

      EL Oidor era hombre de un valor á toda prueba, no de los que se animan ante el peligro, sino de los que lo buscan y lo desafian. Un peligro le amenazaba aquella noche en la calle, y sentia una necesidad, una especie de vértigo para buscarlo y encontrarlo cuanto antes.

      Don Fernando estaba enamorado, y todos los enamorados han sido, y serán siempre, lo mismo. Doña Beatriz sabia que se tramaba su muerte, y Don Fernando se hubiera creido deshonrado si hubiera dejado de salir á la calle esa noche; creeria Doña Beatriz que habia tenido miedo.

      Además, tenia urgente necesidad de ver al Arzobispo, de saber la resolucion del virey.

      El negocio de la fundacion del convento de Santa Teresa, estaba de tal manera identificado con sus amores, que creía servir á Doña Beatriz ayudando al Arzobispo.

      Cerró la noche y D. Fernando se dispuso para salir.

      Sin embargo de su valor, creyó necesarias algunas precauciones.

      Vistióse bajo su ropilla, una ligera cota de maya de acero, perfectamente templado, y que podia resistir el golpe de un puñal sin perder uno solo de sus anillos; y ademas de su espada y de su daga prendió en su talabarte dos pequeños pistoletes, se caló un ancho sombrero adornado de una pluma negra, se cubrió con un ferreruelo de vellorí y salió á la calle.

      Registró con la vista por todos lados, pero nada pudo descubrir á pesar de que el cielo no estaba entoldado como la víspera, y la luna alumbraba bastante.

      Don Fernando echó á andar, y detrás de él se destacó un bulto que comenzó á seguirle á cierta distancia; pero sin alejarse mucho ni perderle de vista.

      El Oidor caminaba de prisa, pero podia notarse que cuidaba siempre que le era posible de ir por la mitad de la calle, y no torcer en las esquinas cerca de los muros de las casas.

      El hombre que le seguia debia ir descalzo, porque sus pisadas no producian el menor ruido marchando como los gatos, sin que pudieran sentirse sus pasos.

      En esos dias estaba en construccion el templo de la Catedral, y casi todo el terreno que esta ocupa, estaba lleno de andamios, de montones de piedra, de madera, de inmensos bloques de granito, en fin, de todo eso que formando para los profanos un caos inesplicable, es el pensamiento del arquitecto que va con la luz de la inteligencia á moverse, á ordenarse, á colocarse, á formar una maravilla del arte, y á materializar en una mole gigantesca una idea encendida en la pequeña cabeza de un hombre.

      Desde allí se descubria la puerta del Arzobispado, y entre aquellos materiales acumulados se perdió, como que se desvaneció, el hombre que seguia al Oidor. Era indudablemente el lugar mas propio para ocultarse, y para vigilar á todos los que entrasen ó saliesen del palacio del Arzobispo.

      Don Fernando preguntó por su Ilustrísima, y un familiar le hizo entrar inmediatamente.

      —¡Albricias!—dijo alegremente el Arzobispo al ver á Don Fernando.

      —De las mismas—contestó el Oidor, siguiendo el humor del prelado.

      —El virey da su beneplácito para continuar la obra inmediatamente; aquí está la órden.

      —Mil parabienes.—¿Pero cómo logró tan pronto su Ilustrísima.........

      —¡Ah! no ha sido poco el trabajo: su Excelencia estaba realmente prevenido, ese Don Alonso de Rivera, y su amigo Don Pedro de Mejía (Dios se los perdone), han trabajado con un teson digno de santa causa.

      —Pero al fin.

      —Ahora vereis, al llegar al palacio pareciome mas prudente consejo tener vista con mi señora la vireina, que como sabeis, muestra particular empeño en nuestra fundacion porque allá en su mocedad estuvo algunos meses en un convento de Carmelitas descalzas, y su santo celo nos ha dado tambien en sus dos hijas piadosos auxiliares para nuestra empresa. Su Excelencia debia entrar á la cámara de la vireina pocos momentos despues que yo, pero tiempo tuve suficiente para prepararla, así como á las dos niñas; de manera que ellas y yo, tanto instamos y rogamos, y suplicamos, que su Excelencia no pudo menos

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