Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

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Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio

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de esto sabia yo, y debieron conocer mi inocencia en mi rostro, y mis respuestas, porque me dieron libre mandando que fuese yo vendido para ayudar con mi precio los gastos del proceso de mi amo; además, como todos sus bienes estaban confiscados, era la suerte que debia caberme.

      «Caminaba yo conducido por dos empleados encargados de llevarme al lugar en que debia vendérseme, cuando al atrave sar la Plaza principal vimos venir hácia nosotros dos mulas desvocadas que arrastraban una carroza: el cochero debia de haber caido, porque los animales iban solos.

      «A medida que se acercaban oiamos grandes gritos, y por fin percibimos un caballero anciano y una niña que dentro de la carroza venian, y que sacando por ambos lados la cabeza imploraban auxilio, que nadie se atrevia á darles.

      »No sé lo que sentí en aquel momento. Si moria por darles auxilio, me libertaba de una vida que, sin esperanzas de volver á ver á Luisa, me era insoportable: si salvaba aquellas dos vidas, Dios me lo tomaria en descargo del pensamiento de quitar la suya á mi amo, que era el punzante remordimiento de mi corazon.

      «El carruaje venia muy cerca: me desprendí de los que me llevaban y me lanzé á su encuentro.

      «El choque fué tan violento que perdí casi el sentido; pero me aferré instintivamente á las orejas de una de las mulas: desde muy niño he alcanzado una poderosa fuerza fisica, y en aquel momento apelé á toda la que Dios me habia concedido.

      «La mula quiso desprenderse de mí, sacudió la cabeza y se detuvo conteniendo á su compañera, y luego comprendiendo tal vez que no podia luchar, se humilló y la carroza quedó parada.

      El anciano bajó inmediatamente y sacó en sus brazos á la niña casi desmayada. Aquel señor y aquella niña eran Don Juan Luis de Rivera y su sobrina Doña Beatriz, mi ama y señora.

      «Los curiosos se rodearon y se encargaron de las mulas.

      Los empleados del Santo Oficio llegaron golpeándome con unas varas.

      —¡Ladron!—me dijo uno—tú quieres robar al Santo Oficio; tú no te perteneces ni te mandas: si te han matado las mulas ó te han lastimado, ¿con qué pagas el perjuicio de lo que pueden dar por tí? ladron, pillo: toma, toma, y me golpeaban con las varas.

      —«Mi sangre hirvió al verme tratado así, y quizá hubiera causado mi perdicion, atacando á aquellos hombres, pero en estos momentos llegó el dueño del carruaje.

      —«Haber—dijo—¿quién es el que ha detenido á las mulas?

      —«Este esclavo que pertenece al Santo Oficio, y que le llevamos para vender.

      —«¿Esclavo es y va de venta? Yo le compro: ¿cuánto vale?

      —«Señor, tenemos órden de darlo por mil quinientos pesos; tal vez parecerá muy caro á su señoría, pero es fuerte, sano...

      —«Le tomo, le tomo, y decidme si preferís venir conmigo á mi casa, ó dejármele llevar y enviar por el dinero luego.

      —«Puede su señoría llevarle, que bien conocemos á Don Juan Luis de Rivera, abonado en todo el comercio de esta Nueva España.

      —«Entonces le llevo, y ocurrid por el precio, y para que se tire la escritura de venta.

      «Don Juan Luis de Rivera dejó la carroza que las mulas habian roto, y tomando del brazo á la niña echó á andar, diciéndome:

      —«Síguenos.

      «Y caminamos hasta la casa de la calle de la Celada.

      «Allí me hicieron entrar, y Don Luis me preguntó mi vida: contéle lo que habia ocurrido en la Inquisicion, sin mencionar en lo absoluto nada de Luisa, y quedé como esclavo de la casa, pero como propiedad esclusiva de mi ama Doña Beatriz.

      «Desde aquel momento mi esclavitud fué solo de nombre, y la dulzura del carácter de mi ama hizo para mí tan amable el yugo, como la libertad.

      «Confesé á mi ama el interes que tenia por la suerte de D. José de Abalabide, y me permitió salir á la hora que quisiese de dia ó de noche, con el objeto de averiguar el fin que tendria; y además me permitió hacer cuanto fuera de su parte para inquirirlo.

      «Usando de esta libertad iba yo algunos dias, y algunas noches, á dar una vuelta por el edificio en que estaban las cárceles, creyendo en mi ignorancia que podria yo así saber alguna cosa de Don José; pero las semanas y los meses trascurrieron y yo no lograba tener ni la menor noticia.

      «Una noche que habia yo ido á rondar por la Inquisicion, andaba por la orilla de la acequia de la traza que queda á la espalda del convento de Santo Domingo. Habia una escasa claridad de luna, y alcancé á ver delante de mí á pocos pasos de distancia, á una muger que caminaba con un niño en los brazos.

      «Mas adelante habia un caballo muerto que devoraban muchos perros hambrientos: la muger pasó cerca de ellos, y apenas la sintieron todos ellos como rabiosos se arrojaron sobre ella. La muger espantada quiso huir, sin acordarse sin duda de la acequia, y cayó al agua desapareciendo casi en el momento.

      «Yo habia precipitado mi marcha con objeto de protejerla contra los perros, y pude oir su grito de espanto al caer y ver bien el lugar en que se habia hundido. Sin vacilar me tiré á la acequia y al momento encontré á la muger, que no habia soltado al niño. ¡Era su hijo!

      «La levanté en mis brazos fuera del agua, y ambos respiraron; pero nuestra situación era crítica: yo no podia salir primero que ella, y ella no se atrevia á salir porque la multitud de perros furiosos ladraban y gruñian en la orilla, é indudablemente hubieran despedazado á la madre y al hijo antes de poderles yo valer.

      «Y lo mas terrible era que yo me sentia hundir en el fango que formaba la cama de la acequia, y que las fuerzas me iban faltando, mis brazos iban bajando y la muger y el niño se iban sumergiendo: yo no podia gritar porque el agua me llegaba casi hasta la boca, pero la muger comenzó á implorar socorro á grandes voces; nadie acudió, y yo me hundia; ya no podia respirar sino por la nariz, y eso haciendo un esfuerzo, y la muger estaba casi sumergida: cerré los ojos y me encomende á Dios: me zumbaron los oidos: iba á caer cuando senti que alguien se acercaba corriendo, que algunos perros ahullaban como heridos, y que los demás ladraban mas lejos: hice un esfuerzo supremo y me enderecé lo mas que pude y abrí los ojos: un hombre tendia á la muger el cabo de un chuzo. La muger lo tomó con una mano, y ayudada por mí, salió á tierra con su hijo: luego el hombre me tendió el chuzo á mí, me tomé de él y salí casi desmayado.

      «La muger se habia sentado, y el recien venido le dijo.

      —«¿Qué ha sido esto?

      —«¡Santiago!—dijo la muger reconociéndole.

      —«¡Andrea!—contestó el hombre arrodillándose á su lado:—¿qué te ha sucedido; qué es de nuestro hijo?

      —«Aquí está bueno el pobrecito.

      —«Pero, ¿cómo ha sido esto?

      —«Buscándote venia cuando esos perros me espantaron y caí en la acequia con mi hijo; y nos hubiéramos ahogado, si este señor no nos salva.

      —«Señor, con qué os pagaré tanto—me dijo aquel hombre tendiéndome la mano.

      —«No

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