Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

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Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio

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mi agradecimiento.

      —«Y si vos no llegais tan á tiempo, hasta yo sucumbo.

      —«Esperaba á Andrea, oí gritos pidiendo socorro, creí que fuera un pleito, tomé mi chuzo y eché á correr; pero no te habia yo conocido, hija mia.

      —«Ni yo á tí—dijo la muger.

      —«Pues vámonos para casa, te cambiarás ropa, y le daremos un trago á este amigo, que bien lo necesita, y lo merece.

      «Nos dirigimos á su casa que estaba cerca y entramos á ella; la muger se fué á mudar ropa, y yo, tomando un trago de vino, me despedí prometiendo volver á visitarlos.

      «Frecuenté la casa de Santiago y de Andrea, y Dios premió el beneficio que yo les habia hecho. Santiago era uno de los familiares de mas confianza en el Santo Oficio, y habia llegado á quererme como á un hermano: yo por mi parte, comprendiendo de cuánto podia valerme su amistad, comuniqué todo lo ocurrido á mi ama Doña Beatriz, que me daba de cuando en cuando algunos regalitos para Andrea, y le ofreció por mi conducto llevar á la pila bautismal al primer hijo que tuvieran. Con todo esto era yo tan apreciable en la casa de Santiago, como si no fuera yo un esclavo.

      «Un dia me atreví á preguntarle por mi amo.

      —«Si no fuese prohibido el decírmelo—le pregunté—podríais darme razon de un mi amo que fué, español, y llamádose Don José de Abalabide, ¿vive, ó es muerto?

      —«Aunque no debia yo dar noticias—me contestó—á tí nada te niego: ese Abalabide vive y está en una de las cárceles secretas, hereje relapso, ha sufrido el tormento ordinario y hasta el estraordinario, y nunca ha querido confesar.

      —«¡Pobrecito! quizá será inocente.

      —¿Inocente? y nosotros hemos encontrado un Cristo enterrado en la puerta de su casa, y otro azotado y escupido en su aposento; y además denuncia formal de un comerciante honrado, y cristiano viejo, vecino suyo.

      —«Quién sabe: el Tribunal sabrá lo que dispone: por mí, lo queria bien, y algo diera por verlo aunque fuera un rato.

      —¿Tendrias mucho gusto?

      —«Sería mi mayor felicidad.

      «Santiago pareció reflexionar, y tuve un rayo de esperanza; comprendia yo que á D. José lo queria como á mi padre.

      —«Si me ofrecieras un eterno silencio, quizá yo te proporcionaria el verle.

      —«¡Ojála!—le dije conmovido.

      —«Bien......... hoy nó......... mañana sí; mañana ven aquí á las ocho en punto.

      —«Y podré.........

      —«Es algo espuesto; pero probaremos... sobre todo—y puso su mano sobre la boca para indicarme una reserva profunda.

      —«Os lo juro.

      —«Bueno: mañana á las ocho.

      «Puntual estuve á la cita al dia siguiente. Santiago estaba solo en su casa: ni Andrea, ni nadie habia allí. Apenas me vió entrar, me dijo:

      —«¿Estás resuelto?

      —«Sí.

      —«He despachado fuera de casa á mi muger para que nadie se entere de nada: vístete esto.

      «Y me entregó un gran saco de sayal con su capuchon.

      —«Un compañero que debia ir conmigo esta noche—me dijo Santiago—está enfermo; tú vas en su lugar: encomiéndate á Dios para que nos saque con bien.

      «Vestí el saco de sayal y me calé el capuchon que me cubria la cara y la cabeza; las mangas del saco eran tan largas, que ocultaban mis manos.

      —«No saques las manos—me dijo—y te desconoscan por ellas.

      —«No señor.

      —«Ahora, no mas me sigues y callas.

      «Santiago cerró su casa, y siguiéndole yo llegamos á la puerta de las cárceles del Santo Oficio.

      «Al penetrar debajo de aquellas bóvedas macizas; de aquellos inmensos corredores, tan opacamente iluminados, sentí frio, terror. Muy pocos rostros encontraba descubiertos, á no ser los de algunos presos cuando atravesábamos por los calabozos; pero estos presos eran los distinguidos, los que tenian derecho á ciertas consideraciones.

      «Despues de haber caminado bastante, Santiago me dijo al oido:

      —«Vamos á ver si penetramos á las cárceles secretas,—y me guió á un aposento en donde estaba un viejo sentado en un sillon de vaqueta y leyendo el Oficio Divino.

      —«¿Me toca el registro?—dijo Santiago presentándosele.

      —«¿Quién eres?

      —«Santiago y su acompañante.

      Y Santiago se descubrió el rostro.

      —«Toma, le dijo el viejo, dándole un gran manojo de llaves.

      «Las tomó, encendió los faroles que estaban en el cuarto, me dió uno y una lanza corta pero aguda y fuerte.

      «Descendimos por una escalera á unos espaciosos subterráneos, y Santiago abria y cerraba luego grandes puertas de madera, cubiertas de planchas y barras de hierro, inmensas rejas, cadenas que impedian el paso, y con gran admiracion mia, encontramos carceleros encerrados en los corredores, que no podian salir de allí para tenerlos mas seguros cerca de los presos.

      «Comenzamos á registrar los calabozos: casi todos eran unas especies de cuevas labradas en la tierra y revestidas de piedra; todos los reos estaban atados de una gruesa cadena que pendia de la pared ó de un poste; casi todos tenian grillos y esposas, sin cama, sin una silla, desnudos casi, pálidos, con los cabellos y la barba largos y enmarañados; aquellos calabozos tenian un hedor insoportable; allí ví jóvenes, ancianos, hombres y mugeres.

      «En uno de aquellos sótanos habia un reo á quien yo no conocí. Santiago me tocó el brazo y me dijo:

      —«Este es.

      —«Imposible—le contesté.

      —«Háblale.

      «El hombre no nos habia mirado siquiera: ya habia yo observado que ninguno de los que habiamos visitado se quejaba, casi todos habian caido en un estado de idiotismo y parecian mentecatos.

      —«Háblale—me dijo Santiago—yo te esperaré en la puerta, pero no tardes mucho—y salió dejándome solo con el preso.

      —«Don José—dije—Don José.

      «El hombre levantó la cabeza, y sus ojos brillaron.

      —«¿Quién es?—dijo—esa voz la conozco.

      —«Yo

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