Ecos del misterio. José Rivera Ramírez

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Ecos del misterio - José Rivera Ramírez Ensayo

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supone una técnica, por la cual el ritmo y la armonía de las palabras, la estructura de la fábula, la imitación de los personajes y los elementos conmovedores y aterradores están fundidos en unidad. Así describe lo esencial: el acto y la acción interna, su transcendencia moral y sus consecuencias emotivas.

      Para Platón, el arte peca contra la verdad; el artista se dispersa en la multiplicidad de la apariencia; pero un hombre entero se dedica a una sola actividad, “solamente se puede realizar bien una tarea”. Los artistas nos seducen, haciendo tomar por verdad lo falso, así al pueblo, que es incapaz de reconocer la existencia de una belleza objetiva en sí. Gozan falsamente, como en sueños. El artista debe buscar formar al hombre, y no complacer. Platón insiste mucho cómo en las artes se infunden sentimientos nocivos, que van penetrando en el hombre, y acaban por deformarlo. “Primero nos va penetrando sin darnos cuenta, el menosprecio por la ley moral... bajo la forma de un juego inocente y grato. Poco a poco, va infiltrándose en los usos y costumbres. Y, de súbito, todo esto brota desvergonzadamente, en las leyes y decretos”.

      Sin embargo, el arte puede jugar su papel en la formación del hombre. La música más que ningún otro. “La educación musical es de la mayor importancia, porque el ritmo y la armonía penetran profundamente en el interior del alma, y se fijan ahí fortísimamente”. Producen la belleza y el equilibrio en las formas. Notar que, para Platón, la música contiene siempre palabras, “letra”. Es decir, la mesura en la formación, mesura el alma, así como procede del alma mesurada, al menos de un estado mesurado de alma. Hay que obligar al artista a imitar tan sólo el ethos virtuoso. “Dondequiera que los jóvenes dirijan su mirada y su oído, emanaciones de obras bellas deben acudir a su alma desde todos los puntos, y producir en ellos, insensiblemente, un estado de ánimo que les anime a imitar, amar y armonizarse con todo lo que sea bello y razonable”.

      El Estado tiene obligación de intervenir, incluso por fuerza, en la cuestión del arte. Y las preguntas que rigen el criterio son las siguientes: “¿Cuál es el valor del original imitado? ¿En la imitación artística justa, concuerda con el modelo? ¿Cuál es, pues, el valor formativo de la obra producida?”.

      Lo primero es, consiguientemente, el conocimiento del ideal que ha de ser imitado.

      No cabe duda alguna, que los adelantos desde los tiempos de Platón han sido mínimos, los retrasos en cambio máximos. ¿Quién se atrevería hoy a proponer doctrinas tan hondas y sensatas? ¿Qué aplicaciones encontramos al arte, como elemento educativo? Todo parece que se reduce a enseñar a leer, con métodos y cosillas de ese porte. Pero una educación humana no cuenta para nada con el arte verdadero. Y aun suponiendo que contase con él, la corriente ininterrumpida de deformaciones llamadas arte, ofrece tal obstáculo a la formación de cualquier joven, que se trata de una empresa poco menos que desesperada. La formación artística de nuestros seminarios, de nuestros institutos, colegios, universidades, me parece un auténtico desastre. Y aun, por lo muy poco que conozco, parece que podría afirmarse parejamente del extranjero. El espectáculo de la juventud actual, casi totalmente idiotizada, en su mayor parte, es bastante concluyente. La consulta ininterrumpida al gusto del público, la estima del juicio de la masa, como tal masa, impedirá, durante mucho tiempo, la menor enmienda en el asunto.

      Y en cuanto a la intervención del Estado, reprobada por autores tan sólidos como Maritain, no acabo de comprender la validez, ni siquiera probable, de sus argumentos. Claro que el Estado, como tal, no tiene que entender de arte necesariamente, pero sí debe entender de los efectos del arte en la formación del hombre, al menos en ciertos aspectos. Y respecto de ellos debe actuar. La música, la literatura que circula hoy por todas partes en España, debería hallarse prohibida en su mayor parte. No veo cómo puede progresar una nación, que sufre de continuo la descarga de la necedad, el mal gusto, el erotismo antiartístico y las ideas disgregadoras que nos aportan, de continuo, las llamadas manifestaciones artísticas en la música, la novela, la televisión, el cine...

      Para Platón, y cada vez más para mí, la gran obra de arte –de que deberían proceder todas las demás– es la formación del hombre. La vida es la gran tragedia que ha de componer cada persona humana. Y si poseemos un mínimo sentido de la integración, no podemos llamar artística sin más, a una obra cualquiera deformante. Por cierto que la sentencia no siempre es fácil, pues en una producción cualquiera, pueden hallarse facetas múltiples, plausibles unas, reprobables otras, desde el punto de vista en que me sitúo. Pero la prudencia determinará en cada caso; y a lo peor, muchos errores concretos no equivalen jamás, al daño de una postura total errónea.

      Yo pienso que, vistos desde la virtud, los mismos sentidos son capaces de gozar con ciertos movimientos, comportamientos, palabras, que, por ello mismo, se transforman en categorías estéticas, y por ende artísticas. De modo que la formación humana parece ser, en el sentido más estricto, no sólo un arte, ni siquiera una bella arte, sino la más importante de todas las bellas artes...

      Día 5 de agosto de 1969

      Me he levantado tarde, a las 4. Como tarea primordial, me he señalado el avance en la historia de la estética, concretamente el estudio de Aristóteles. Paso inmediatamente a mis notas sobre ello.

      Lo bello contiene dos notas esenciales: la simetría, en relación con el orden, la extensión, relacionada con el límite: una cosa es tanto más bella, cuanto es más grande, dentro de la limitación que la hace abarcable para el hombre. Es claro que aquí, hay ya una consideración relativa al hombre. Y que deberemos dejar fuera a Dios. Yo pienso que, cabalmente, se trata de observar lo que es bello en sí, y tratar después, de lograr capacitar al hombre para percibirlo.

      Aquí, como en tantas otras materias, la gracia levanta al ser humano sobre sí mismo, y le capacita para gozar de bellezas que le superan. Eternamente vamos a disfrutar de la belleza divina, justamente ilimitada. Recuerdo las consideraciones de Poe, sobre la composición del poema del cuervo. Es cierto que una pieza resulta más bella para un espectador concreto, según estos principios; pero hay aquí algo plenamente subjetivo; pues diversos espectadores son poderosos a abarcar extensiones diferentes, y aun muy diferentes. Entonces el artista ¿deberá atender al mayor número, o a los mejor dotados? Y entonces –para mí no cabe duda de la respuesta– uno de los objetivos de la educación será aumentar estas potencias. Sin embargo, hay aquí un tema cardinal: dado como es el hombre, ¿cuál es el camino para hacerle perceptible la hermosura divina? Pues, verosímilmente, es esta realidad, observada por Aristóteles, la que dificulta, al común humano, el goce de la belleza del Padre, que tan palmaria siento yo.

      Una observación psicológica sagaz, es que lo simétrico parece más extenso que lo asimétrico, porque es más fácilmente abarcable en su totalidad. El máximo placer lo provoca la sensación de grandiosidad, unida a la de comprensión. Objetivamente: lo grande abarcable.

      Y naturalmente la relación entre grandeza y límite se basa en la medida.

      La palabra belleza tiene diferentes significados, de los cuales los más importantes son el físico-estético, el ético y el ontológico. En todos ellos se encuentran, analógicamente, los elementos de extensión, orden, simetría y limitación. Aristóteles desarrolla la ética con sentido estético indudable. Y también en el obrar humano, como tal, hay grandeza (motivo-objeto) hay simetría (temperancia, medida, justo medio), orden y limitación, en las tendencias al fin buscado. Los actos virtuosos son bellos, cuando se realizan por la hermosura de la virtud, cuando se obra por el bien en sí, no por la utilidad o el deleite.

      Es muy curioso, cómo los formadores han repetido, en las clases de los seminarios, este concepto aristotélico, y luego no se han cuidado, en absoluto, de extraer sus consecuencias prácticas, que, no obstante, tendrían valores incalculables. ¡Qué hombres hubieran podido formar en posesión de tales elementos fundamentales: la belleza de la acción humana movida por la gracia divina, por el amor del Padre, que es la hermosura

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