Ecos del misterio. José Rivera Ramírez

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Ecos del misterio - José Rivera Ramírez Ensayo

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fábula debe ser completa, grande, una. Completa: con principio, medio y fin. Debe ofrecer un conjunto ordenado; un organismo al que nada falte. Lo más grande posible, dentro de lo abarcable. Debe estar construída de tal modo, que cualquier elemento que se substrajese hiciese resentirse la fábula entera.

      La necesidad: la historia presenta lo individual como de hecho ha sucedido; la poesía llama la atención hacia la conexión necesaria entre caracteres y acciones, entre acciones especiales y sus consecuencias. Nada debe haber de inmotivado, ilógico. Por ello está más cerca de la filosofía que la historia; aunque no es estrictamente ciencia, ya que se refiere a lo particular. Nos presenta la fábula, de modo que sacamos la impresión de que tenía que suceder así. La ciencia se impone universalmente –la historia ofrece lo que ocurre una sola vez– la poesía lo que sucede en la mayoría de los casos. Nos hace sentir lo que debemos considerar inevitable en todas partes y siempre, para todos los hombres de cierto género, situados en ciertas situaciones: es imitación típica.

      La acción trágica se determina por el carácter y los pensamientos de los personajes que toman parte en ella. El carácter es la expresión de una actitud de la voluntad; el pensamiento de la conciencia racional. El personaje se juzga más por el carácter que por el pensamiento, pues es por la voluntad, por donde entramos en la intimidad última, en las elecciones decisivas. Pero el sufrimiento trágico se relaciona con la acción libre de modo necesario (o probable); es decir, que está en conexión con una expresión de la ambición racional y consciente.

      “Los movimientos puramente pasionales son, pues, excluídos de los verdaderamente trágicos; sólo llegan a ser ético-característicos, cuando obtienen una aprobación racional y consciente”.

      Los caracteres trágicos son imitaciones, pero idealizadas. Personalmente, encuentro exacta la tendencia a la idealización, pues en su realidad auténtica, un hombre es siempre mucho más de lo perceptible. Los actos deben parecer derivarse, necesariamente o probablemente, del carácter. Debe ser fiel a sí mismo.

      Hay que evitar un estilo demasiado brillante, porque distrae la atención de los personajes.

      En cuanto a las emociones, parece considerar las más importantes el miedo y la compasión –pero no las únicas–. Supone, como parece suponer Platón, que la representación suscita en nosotros las mismas pasiones, al menos como suceso ordinario. Pero, mientras Platón se apoya en esto para impugnar el valor de la tragedia, Aristóteles encuentra ahí una purgación, por la que el hombre se libera de algo que tiene de todas formas, y luego queda sereno. Refiriéndose a temperamentos normales –no excesivamente sensibles, que se entregarían al desenfreno, ni excesivamente fríos– piensa que la excitación de emociones, en la tragedia, basta para liberarles de la carga normal que han de tener, y poder reaccionar después equilibradamente. La catharsis restablece el equilibrio psicológico, y hace gozar un placer excepcional de descarga y vuelta a la medida, distinto del superficial placer de los sentidos.

      Ahora debo dejar a Aristóteles, para preparar algunas misas y actos de ejercicios; pero he de pensar en este asunto de la catharsis, de superlativa importancia, en cuanto al arte, y la misma liturgia, y las predicaciones.

      Estas consideraciones aristotélicas coinciden, en parte, con la función que yo suelo asignar a ciertas maneras litúrgicas, o incluso de predicación, que ofrecen a la sensibilidad pasto conveniente, mesurado, en tanto llega a una altura bastante, para gozar de objetos no inmediatamente sensibles. Sin embargo, hablando en general, y refiriéndome a lo que hoy puede contemplarse en los espectáculos públicos, más bien me acuesto a las opiniones platónicas. Pienso que, de sólito, el espectador sale de allí perturbado, con la sensibilidad mal inclinada, fomentada en sus propensiones a constituirse en fundamento de la vida humana.

      La comedia: en ella lo central es lo burlesco; es descompuesto, pero no doloroso. Lo ridículo es inesperado, nos sentimos sorprendidos y engañados, pero enriquecidos. La risa es necesidad vital, medio de descanso y recreo, pero debe estar sometida a medida. Debe consistir en sátira fina, no en bufonadas.

      La épica imita la acción humana, de modo narrativo. Puede ser más extensa que la tragedia. Debe imitar una acción que se desarrolla de manera activa, ordenada a manera de un organismo. Su objeto es también lo necesario, con transcendencia universal; debe evitarse la intervención del deus ex machina. Prefiere la tragedia, y afirma que se puede disfrutar de ella con la lectura privada, lo mismo que de la épica.

      La poética tiene sus leyes, que no son las de las ciencias naturales. La poesía tiene, entre otras, la finalidad de encantar, por eso hay que juzgarla desde puntos de vista peculiares. Lo más valioso de un poeta es ofrecer algo que sea, a la vez, asombroso y lógico, algo, cuyos momentos se enlazan, necesariamente, contra todas nuestras expectaciones. Lo ilógico, absurdo, sólo puede aceptarse, si no centra la atención en la misma extravagancia, y si realmente asombra. Admitimos en la poesía ciertos imposibles –como por convención– y por supuesto la idealización. La poesía es autónoma, con sus propias leyes, y se ha de leer en su contexto y ambiente poético, diverso de cualquier otro. Aristóteles, frente a Platón, toma por medida el gusto, no de la plebe, pero sí de la mayoría. “Porque en toda multitud, dice, cada uno pone su atención en una parte o aspecto distinto de la obra, y, por consiguiente, la convergencia de muchas opiniones da lugar a un juicio multilateral y fundado en todo el conjunto”.

      Esto hay que tenerlo en cuenta –y para todo– pero cuando se trata de personas educadas, que realmente pueden ofrecer un juicio, o al menos una impresión válida. La realidad suele ser, que la mayoría inmensa de los espectadores son absolutamente incapaces de suministrar otra cosa que impresiones confusas y, caso de tomarlas en cuenta, perturbadoras.

      Con esto acabo el capítulo de Aristóteles. Parece que, por primera vez en mi vida, estoy desarrollando durante este viaje los planes propuestos, o por lo menos voy a quedar muy cerca de los objetivos señalados...

      Día 7 de agosto de 1969

      Las cinco. Anoche prolongada charla con X., que me impidió acostarme hasta las 12 pasadas. Consiguiente retraso en el madrugón. De todas maneras, aún tengo por delante cinco horas, casi enteras, para mis trabajos. Las conversaciones me van pareciendo cada vez más inútiles; nos asemejan extraordinariamente a los pobres animales de noria; vueltas y vueltas sobre el mismo tema. Acaso, las personas que hablan conmigo salgan relativamente confirmadas en algunos criterios substanciales; pero en todo caso, cuanto más provechoso sería abandonar estos terrenos de lamentaciones, para contemplar las realidades maravillosas que nos penetran, en lugar de mirar en torno lo que no puede entrar en nosotros, a no ser con nuestro propio consentimiento...

      Prosigo con la historia de la estética. La época helenística: la ciencia peripatética del arte.

      Teofrasto otorga preeminencia al oído sobre el ojo; el primero permite que los sonidos y las palabras penetren en nuestro interior: los unos comunican los movimientos del espíritu conocedor, las otras los movimientos del alma como vida. El ojo nos hace conocer solamente las exterioridades del hombre; el oído nos pone en relación con su alma. Conforme con toda la Antigüedad, concede, consiguientemente mayor valor a las artes de las musas, que a las plásticas.

      Preciso pronto de un estudio serio y atinado acerca del valor de los sentidos. Pues íntimamente, por espontáneo movimiento, estoy persuadido de la exactitud de la valoración expuesta. Pero no poseo motivos ponderados que puedan apoyarla. Creo que Guardini debe de decir algo en su libro sobre los sentidos. Y como creo haber señalado, en este cuaderno mismo, sería de desear un estudio caracterizador de las civilizaciones de la vista, del oído, del tacto... Pienso, por ejemplo, en la tendencia ordinaria a tocar, a constatar con el tacto, lo percibido con los ojos: el cartelito usual de “no tocar los objetos” supone ciertamente esta tendencia como algo arraigado, innato, en

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