Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa
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La infancia del sano y robusto Daniel trascurrió dentro de la normalidad habitual de los niños de su edad. Fue a la escuela local que estaba ubicada prácticamente al lado del templo. El establecimiento educacional, mixto, había sido levantado en 1891. Pertenecía al “County” respectivo, el que establecía estrictas órdenes de funcionamiento y mantención, según las cuales la colaboración de los padres resultaba fundamental. Estaba regido por el acta de 1870 que indicaba claramente: “El colegio debe ser manejado de acuerdo con las condiciones establecidas para cualquier colegio primario y en caso que ello no sea así no podrá obtener una subvención parlamentaria anual”. Además, debían cumplir estrictamente las instrucciones generales impartidas por el Comité de Educación del County dictadas en 1905. Por otra parte, las reglas de disciplina para los alumnos eran estrictas y de acuerdo al decálogo que regía debían ser estudiantes esforzados y ordenados, como una manera de preparase para servir adecuadamente al país y al rey. Esa meta hipotéticamente alta se contradecía con la realidad, especialmente en los niños, pues los hechos de la vida harían que “la alta calificación” los llevara inexorablemente a un mismo destino: la boca de una mina. El establecimiento daba educación hasta que los alumnos cumplían catorce años, pero en la realidad la mayoría de ellos abandonaba la escuela a los once para ingresar a trabajar a la mina, aunque todo el mundo estaba consciente que se vulneraba la ley en cuanto a los límites de edad establecidos. Las niñitas normalmente continuaban hasta los catorce años, para después dedicarse a ayudar a sus madres en las labores propias del hogar y a esperar tener los años suficientes para ser pretendida por algún minero joven, al que habitualmente habían conocido en la escuela.
Desde el momento mismo en que ingresó a estudiar, Daniel se destacó por su inquietud, inteligencia, capacidad de observación y tranquilidad. Todo le interesaba y trataba de asimilar la mayor cantidad de información. Su madre seguía muy de cerca esta conducta intelectual inquieta del muchacho y le causaban gran alegría los adelantos que demostraba y los triunfos que obtenía con sus calificaciones. Además, lucía condiciones para jugar al fútbol, otra cosa que en la comunidad minera era muy apreciada. La totalidad del poblado, como también la totalidad de los habitantes de la región, eran hinchas del equipo Newcastle United que jugaba en la primera división de la Liga Inglesa. Había sido fundado en 1892 y ese mismo año se había iniciado la construcción de un moderno estadio. Para todos los hombres del área, en especial los jóvenes, escuchar las transmisiones radiales domingueras cuando jugaba el Newcastle United era un programa obligado. Se juntaban en la casa de aquel que tuviera el mejor receptor y gozaban o sufrían de acuerdo al movimiento del marcador. Daniel sería un hincha incondicional de ese club durante toda su vida y su sueño consistía en asistir alguna vez a presenciar uno de sus encuentros.
Lawrence no le daba mayor transcendencia al quehacer escolar de su hijo y a sus inquietudes. Solo le interesaba que tuviera buena salud y que supiera defenderse a sí mismo, por lo cual siempre le predicaba que era fundamental para un hombre saber enfrentarse con otro cuando llegaba el turno de las bofetadas. Mary, en consideración a los proyectos no escondidos del padre respecto del futuro del hijo, sentía honda preocupación por el porvenir de Daniel. Como primera medida consiguió el acuerdo del padre para que el niño terminara la escuela a los catorce años y que por motivo alguno lo retirara antes de esa edad. Con ello, pensó, a lo menos podía postergar por un lapso los deseos paternos de que el hijo debería ser un buen minero del carbón. Cuando comenzó a acercarse el cumpleaños décimo catorce de Daniel, Mary inició la estrategia que por años había pensado destinada a conseguir un futuro diferente para su hijo. Un día, en una conversación de absoluta confidencia y sabedora que el religioso guardaría reserva, le confesó a Charlie que no quería que su hijo fuera un minero como el padre. Poco le importaba “la tradición familiar” de que tanto se hablaba. Ella entendía la atracción que la mina producía en todos los hombres locales, incluyendo a quienes habían sido su padre y su suegro, pero no deseaba que su hijo estuviera condenado a tener una vida pobre en lo económico y absolutamente chata en lo espiritual e intelectual. Le agregó que incluso pensaba que sería una traición hacia la bondad divina por haberle dado un hijo con tantos talentos como los que tenía Daniel y temía a Dios por no haber hecho lo necesario para intentar que él buscara caminos que le pudieran dar alternativas más promisorias en todos los aspectos de la vida. El jefe de la iglesia local comprendió perfectamente lo que Mary pensaba y decía, y se mostró dispuesto desde un comienzo a tener una especie de sociedad secreta con ella para logar sus objetivos.
A su vez Daniel, en la medida en que fue creciendo, se percató de que nacía desde el fondo de él una inquietud por saber y conocer más de todo. Le gustaba estudiar y lo que sucedía a su alrededor lo motivaba. Es cierto que las conversaciones en el seno de su casa se limitaban a la vida de lo que acaecía dentro de la mina y en la superficie a su alrededor. Esa era, por lo demás, la realidad que se vivía en la casa de todos sus amigos. Él no odiaba la mina. Todo lo contrario. Las historias paternas referidas al presente y al pasado de lo que sucedía en ella lo cautivaban y también soñaba con la posibilidad de que algún día él podría formar parte de ese grupo de hombres que con orgullo se declaraban mineros del carbón. Ahí residía la contradicción, pues tener que iniciarse como minero a los catorce años era una limitante para el cumplimiento de los sueños que la lectura de los libros que calladamente conseguía de la biblioteca local hacían florecer en su cabeza. Por su mente pasaban una y otra vez los relatos que Emilio Salgari hacía de Malasia, de la selva africana y de Estados Unidos. En las noches, antes de quedarse dormido, su imaginación volaba a una velocidad increíble y él se sentía de alguna manera parte de los escritos del autor italiano. A su vez, siendo todavía un niño, los relatos de los hechos que habían sucedido en Europa Continental con motivo de la Primera Guerra Mundial lo llenaban de curiosidad y ansiedad. En este último aspecto influyeron de una manera determinante las historias, ciertas o creadas, narradas por el tío de un compañero de colegio, quien tempranamente volvió del frente de batalla sin un brazo. Le angustiaba pensar en las trincheras donde hombres menores que su padre pasaban semanas esperando que el bando contrario los atacara o intentando preparar ellos mismo un ataque para avanzar sus posiciones en lo que en definitiva no eran más que unos pocos metros. En las noches de lluvia invernal, cuando además del agua que caía el frío arreciaba, no podía borrar de su cabeza a esos individuos que habían vivido y dormido con el barro hasta las rodillas y donde habían debido permanecer porque la táctica de la guerra lo necesitaba. Tenía pesadillas viendo en sus sueños las nubes de gas mostaza que se acercaban a la trinchera donde él hipotéticamente estaba y como muchas veces no encontraba a mano la máscara protectora o se la ponía defectuosamente. Todo ello hacía que despertara con tremendas angustias y mojado en transpiración.