Los asquerosos. Santiago Lorenzo
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Listé la compra, la tramité y aboné lo que me cobraron. Ese sábado, Manuel se encerró en casa por la tarde. A las cinco llegó una furgoneta con los suministros. Lo dejó todo a la puerta y se fue. Sin más incidencia. Así sería cada mes.
Me lo imagino esa noche de sábado cenando en condiciones, en vez de metiéndose comistrajos, y se me pone una sonrisa en la cara que parece una curva longaniza en todo el medio de un plato. Me sentaba de maravilla verme a mí, nada menos que a mí, arreglando problemas. Toma Recursos Humanos. Todo gracias a Manuel.
El hipermercado estaba surtidito. Pero había objetos y productos imprescindibles que la compañía no trabajaba. Había que pensar la forma de remitirle paracetamol, hilo y aguja, una piedra de afilar para el hacha. Era un problema, porque se trataba de mercancías muy necesarias. Pero yo no quería más proveedores. Concertar mensualmente con el Lidl ya me parecía mucho exponernos. No debíamos arriesgarnos más. Cuanta menos gente se acercara a Zarzahuriel, mejor.
7
Al lunes siguiente se acabó del todo la gasolina del coche, la que nos proveía de teléfono. A partir de entonces dependíamos de lo que la vieja batería del anciano automóvil quisiera durar antes de exhalar su último suspiro por falta de uso. Sin sopa, no iría más allá de una semana.
El sustento del móvil era ahora lo más urgente. El teléfono era la única conexión de Manuel con el exterior, la línea en la que me exponía sus contingencias y a través de la que tramábamos soluciones. Y el hilo gracias al cual no nos echábamos tanto de menos, qué coño. Antes de cada llamada diaria teníamos hechas sendas listas de temas a tratar, para dispararlos sin pausas y no desperdiciar segundos de energía.
A finales de julio, durante el período de gracia que nos concedía la batería del coche antes de morir, Manuel me contó algo que me sonó a cachondeo.
La noche de su fuga, más muerto que vivo, apagó los faros del vehículo en cuanto empezó a clarear. La luz de la mañana le ayudó a espabilarse, rendido de sueño. Por lo mismo, agradeció los destellos que emitían las bombillas de las señales viarias de precaución. Iban cebadas por paneles solares, colocados en lo alto y de tamaños variados según la dimensión de los carteles. Las últimas que recordaba haber visto antes de parar no estaban de Zarzahuriel a una distancia inasumible a pie. Creía poder encontrarlas, rehaciendo el camino. La noche anterior se había ido en su busca. Con su destornillador.
No tenía nada claro que la tecnología se le fuera a poner de cara. Albergaba dudas sobre la idoneidad de la fuente para la recarga de móviles, pero para allá se fue a examinar los cables.
La oscuridad era necesaria para proceder al desensamblado de los componentes y a su sospechoso transporte a pata sin ser visto (también ayudaba la ausencia de tráfico). Pero en julio aún tardaba en anochecer, y amanecía pronto. El verano sólo entregaba seis horas de noche cerrada. Por las distancias que recordaba, a la operación no le quitaba nadie sus diez kilómetros de ida y sus diez de vuelta, campo a través para evitar la carretera y tropezando por la negrura. Cinco horas de travesías bidireccionales le dejaban sólo una para trabajar. Emprendió ruta. «¡Voy por las sombras hacia la luz!», iba diciendo el bobo.
A los ocho o nueve kilómetros ya se topó con un panel. Pero iba adscrito a cámaras de tráfico. No era cosa de que le grabaran desatornillando el equipamiento ministerial. Que ya había protagonizado una película en su portal de la calle Montera y por lo pronto no quería más cine.
No muy lejos encontró una señal que le gustó. A la luz enmascarada de su linterna nueva, y atento a cualquier ruido de motor, se colocó ante ella. Incorporaba un panel de 25 x 15 portables centímetros. Iba fijado a 2,5 metros de altura, sobre un poste con tres planchas: la del ciervo brincando de perfil, esa azul con el rótulo «80» en blanco, y una más pequeña con la inscripción 2 kms. Tanto material le ayudó a trepar, colocando los pies en la vuelta de la chapa. Cuando lo imaginé ascendiendo por una señal de carretera para montarse algo parecido a una instalación eléctrica en la casa allanada, empecé a entender que Manuel veía indicios de cierta seguridad en Zarzahuriel. Que tenía intención de seguir allí. Por mí, cualquier opción que lo apartara de exponerse era válida.
Una vez arriba, aflojó las sujeciones con su herramienta amuleto y los alicates del Lidl. Extrajo luego sus cinco tesoritos: el panel solar, la caja de registro con su regulador de corriente y las tres baterías adjuntas. Yo de esto no tenía ni puta idea, aunque ahora parezca que controlo. Pero tuve que aprender porque sólo con aquello no teníamos el problema zanjado.
Hacía falta un cacharro. Se llamaba inversor de corriente («o convertidor fotovoltaico», me dijo Manuel). Y eso había que comprarlo, en un comercio del que él me dio el nombre y la dirección. Y, sin más remedio, mandárselo después a Zarzahuriel. No cabía otra.
No me gustaba nada la idea. Pero era la ocasión de hacerle llegar los productos que no podía adquirir en el Lidl. Sobre todo, es que no había más tutía si no nos queríamos quedar sin comunicación. Sin más alternativa, accedí.
Habría de ser el único envío, el definitivo. Rescaté la lista de los artículos que no encontraría nunca en nuestro híper de referencia. A sabiendas de que sólo teníamos un disparo, aprovechamos para añadir en el paquete una cafetera italiana, para dejarnos de tanto Nescafé. Un candado con su llave, para poder asegurar la cadena de la entrada. Otro, para la cancela trasera del patio, no fuera a entrar un extraño y dedujera presencia de hombre. Dos tubos de pegamento para atrapar ratones, el que no se evapora, que alguno le había aparecido rondando la caja de cartón donde guardaba la charcutería.
Si el sistema del panel había comido luz durante el día, seguía suministrando corriente durante las horas sin sol (no iban a dejarlo sin funcionar por las noches, cuando más falta hacía). Eso abría muchas posibilidades a su tenencia. Adjunté en el paquete un ladrón, cinta aislante, unos metros de cable y dos lámparas LED de pinza. Que el tal inversor de corriente era para recargar el móvil. Pero a ver por qué renunciar a un poco de luz eléctrica para leer los Austral por las noches.
Me di cuenta a tiempo de que la expedición no podía ser mediante Correos, con un cartero local que rula cotidiano por la zona y que pregunta por este vecino o por aquel. La jugada debía ser como con el Lidl, que estaban ubicados en ciudad grande y que tenían que buscar el pueblo de destino con un GPS.
En fin, que acudí a una oficina de SEUR de Madrid, donde no tuve que identificarme. Que se arreglaran ellos con la delegación territorial. Mandarían a un repartidor de la capital provincial, a la que se volvería contra entrega, y que jamás regresaría por Zarzahuriel ni por la comarca (poca mensajería se demanda en las áreas deprimidas).
Solicité que lo dejaran a la puerta en destino, a un nombre que me inventé pero con mi apellido (para que no me tomaran por un flipado que se enviaba cosas a sí mismo). Saqué a relucir a otro de mis supuestos hijos, esos con los que me iba en familia a Zarzahuriel. Este era senderista. Podía ser, por tanto, que no le hallaran en el domicilio a la hora de la entrega, porque andaría por el robledal abstraído en el panteísmo. Pero que el empleado echara un garabato de recibido y listo, bajo mi responsabilidad directa. Pagué todo al contado y allí mismo. Advertí a Manuel de que desapareciera al día siguiente, que sería el de la recepción.
En el transcurso de esta conversación, su móvil dejó de respirar. Pasé dos jornadas