Los asquerosos. Santiago Lorenzo
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Los asquerosos - Santiago Lorenzo страница 6
Puse los dos a cargar. Uno sería para Manuel. Inserté en este la tarjeta nueva y estrené el PIN. Él no llamaría jamás a nadie. Ni siquiera a mí. Se trataba de que su número no quedara grabado en ningún terminal. Siempre le llamaría yo, desde el segundo teléfono tonto, también de ubicación difícil. Para comunicarme con él, a cada nuevo contacto, sacaría de mi móvil habitual mi tarjeta y la introduciría en el viejo. En ninguna de las dos líneas aparecía su nombre. Hablaríamos todos los días a las cuatro de la tarde.
El problema principal era dónde y cómo recargar el teléfono que se llevaba Manuel, si él no debía cruzarse con nadie. Le estaban vetados el bar, la biblioteca, el centro social y la estación de autobuses. Le estaba prohibido cualquier lugar con presencia humana, que era como decir que tenía restringido el acceso a paredes con enchufes.
Yo nunca he aprendido a conducir, y de coches no sé nada. Pero Manuel me puso al día de novedades sobre electricidades y automociones. Había algún recurso del que podríamos valernos. Aunque de mala manera, porque no eran más que apaños temporales y remiendos perentorios que no ayudaban gran cosa.
Durante cierto tiempo, y según gastara más o menos gasolina en carretera, Manuel podía tirar del mechero del coche para cargar el móvil. Todavía conservaba yo el adaptador para encendedor, que no sabía ni para qué era. En tanto que dispusiera de combustible con el que arrancar el vehículo para que la batería no se descargara sola, Manuel tendría teléfono. Incluso podía aguantar algún tiempo más, mientras la pila del automóvil no se muriera por inactividad.
Pero la gasolina se acabaría agotando, y la batería se desvanecería sin más trámite. Rechazábamos de plano la ocurrencia de repostar, delante del mundo, dando pistas. Obligados a escatimar chicha, procuraríamos ser muy breves en las charlas. Manuel mantendría el teléfono apagado mientras no habláramos. El problema de cargarlo quedaba en el aire. Apuros similares había más, conformando una verdadera exhibición de escuadrilla acrobática.
Nos percatamos de otro peligro adyacente. Podía ocurrir que alguno de los conocidos de Manuel denunciara su desaparición. No serían muchos, dada su inhabilidad para trabar relaciones. Pero con que hubiera uno solo que diera la voz, bastaría para bordar un buen aprieto. La denuncia de la extraña ausencia sería un encomiable acto de buena voluntad por parte de quien la cursara. Pero a su vez, la peor faena que podría endilgarnos, cuando el miñón tirara de los denunciantes para ver si el tío al que buscaban era el que salía en la película de la cámara de seguridad del edificio de la calle Montera. Las pistas que podían dar los conocidos sobre el aspecto de Manuel, sus costumbres y relaciones con terceros, eran un peligro, por decisivas para encontrarlo y capturarlo. La policía acabaría tocando a mi puerta, que todos sabían de los lazos que nos unían. No quería ponerme en el riesgo de que por mi culpa lo acabaran ubicando. Porque sólo yo sabría dónde paraba a cada momento y no cuento con bases para confiar en mi opacidad en un interrogatorio. Y eso que se supone que soy psicólogo. Había que atajar estas sendas.
De los adláteres de Manuel se deseaba que su querencia, afición o cercanía fueran lo suficientemente flojas como para que no avisaran de su evaporación. Sin decírselo a lo burro, para que no se deprimiera más todavía, debíamos agarrarnos a la idea de que las relaciones humanas establecidas por Manuel eran de hilo fláccido, qué cosa sombría. Pero alguien habría que se alarmara y se fuera a comisaría a contarlo. Empezamos a hacer la lista de los posibles. Quedó breve.
Pedí a Manuel los teléfonos de sus allegados más proclives a preocuparse por el prójimo. Los llamaría para contarles que él había ingresado en un centro de rehabilitación para toxicómanos porque ya no podía más. Estas son las noticias que corren bien, y más si al interfecto no le pega nada andar a lo que se le achaca. Cómo le iba a pegar a este, si no lo había probado en su puta vida.
Pudiera ser que me pusieran peros, con que si no le habían notado nada raro. Alegaría entonces que quizá por eso se había entregado a las sustancias. Porque sus amigos no se habían fijado suficientemente en él.
Les informaría de que era muy importante que lo cuidaran cuando saliera, pero que por ahora el equipo de psiquiatría había prohibido a Manuel que contestara al teléfono. No haría falta rogarles que pasaran la exclusiva.
Sería muy raro que mi excuñada y el consorte, sus padres, se interesaran por él. Pero si un día les daba por ahí, les contaría que Manuel había pillado una beca de ampliación de estudios, o algo así. Que estaría ahora por Austria o por un sitio de esos, y que era difícil contactarle. Nunca anduvieron muy al tanto de lo que hacía el hijo, así que lo más seguro era que no le llamaran. Si lo hicieran, yaciendo la tarjeta telefónica del chaval en el vientre de un atún atlántico, alcantarilla mediante, no obtendrían respuesta. No los veía insistiendo, la verdad. Y si a pesar de todo la policía iba a escrutarlos, que la mandaran para Innsbruck.
La madre me llamó un día. Pero eso fue muchísimo tiempo después.
Manuel se daba de cabezazos al recordar que había aportado sus datos en la empresa guarra de los teléfonos al firmar el contrato. Ahora acechaba el peligro de que el coordinador de la oficina de los telemareos le echara en falta y denunciara su absentismo. Que acudiera a la autoridad y que, una cosa tras otra, levantara la liebre de la desaparición en la policía.
Lo mismo ocurría con el casero. Cabía la eventualidad, demasiado bonita como para ser verdad, de que la policía no quisiera darse cuenta de que el menda de la película quizá viviera en el bloque de la calle Montera. En ese caso, no irían al casero a indagar. Pero también podía pasar que el propietario se chivara en comisaría de que un deudor escapado le debía pasta. Necesitábamos convencernos de que no iba a ser así. De que a la primera sospecha de impago el casero descerrajaría el chiscón, encontraría dentro el ordenador recién estrenado y los 200 euros que Manuel se había dejado, se quedaría con la máquina y el dinero, se daría por retribuido por los pocos días que el inquilino había ejercido de tal y alquilaría enseguida el chamizo a alguien necesitado de techo. Y a otra cosa.
Esperanzas muy improbables, en ambos casos. Pero no nos quedaba más remedio que confiar en la rugiente demanda de empleo y vivienda, con legión de candidatos de recambio, para que ni empleador ni arrendador se molestaran en denunciar al desaparecido y en poner a la policía tras la pista. Nada nos aseguraba que fuéramos a tener esa suerte.
Le corté el pelo al uno para cambiarle de aspecto. Manuel había llegado a mi casa con lo puesto. Tuve que prestarle ropa de la mía. Es extraño y violento donarle a un sobrino unos calzoncillos tuyos. Había alguno no demasiado usado. Le saqué también un pantalón, unas camisas, un chaquetón y unas botas de media caña. Prendas de soso formalote que no le cuadraban por estilo, aunque sí por talla. Manuel iría a la carrera vestido de serio. Si le paraba la policía daría impresión, por la vía de la confección, de hombre asentado y de orden.
Pasadas las doce, preparamos un petate con objetos y complementos que supusimos útiles para la fuga: un saco de dormir, una navaja, las cerillas, el cepillo de dientes. Parecíamos scouts planeando una noche al raso. Pero había que salir por patas y sería penoso que al día siguiente, o al siguiente, llegara la hora de dormir y hubiera que hacerlo con las manos metidas en las ingles por no haber planificado un poco.
Vaciamos mi nevera y mi despensa. Con la comida y el resto de los efectos llenamos un bolsón de rafia azul de Ikea. Le entregué los cincuenta y dos euros que tenía en casa. Gastarlos implicaba tratar con ser humano. Así que sólo podría dar cuenta de ellos en el caso de que una emergencia de gran magnitud hiciera compensable entregarse antes que sufrir sus efectos.
Bajamos a la