Los asquerosos. Santiago Lorenzo

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Los asquerosos - Santiago Lorenzo

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tres años buscando trabajo. Esta vez, en serio y como adulto. Sentía la urgente necesidad de abandonar la casa paterna y a sus habitantes naturales.

      Pero desde el mismo momento en el que empezó a mirar, con títulos oficiales o sin ellos, Manuel se encontró puesto de pie en una paramera de desempleo sobrecogedora. Operaba a su contra una situación económica de crisis dilatada y pringosa, con los niveles de paro disparados hasta el cielo. Una tesitura incuestionablemente adversa que parecía una broma de cámara oculta en la que todo el equipo de realización se hubiera muerto al tiempo, y en la que no hubiera quedado nadie para cortar y decir que todo era de coña, y que ya podía seguir cada quien con su vida normal. Y la guasa, marchando sola, embrollándose en malentendidos cada vez menos sostenibles.

      De hecho, el primer curro (vigilante de bultos en un vivero) no le salió hasta que hubo acabado de estudiar. Le duró lo que el verano. Luego se metió en otro (dependiente en una hiperpapelería) que le duró lo que la Navidad. Hubo más, donde el menos breve fue el de mozo de refuerzo suplente (el titular jamás compareció) en un almacén de áridos en Leganés.

      Así, a trompicones, pasó dos años. Haciendo lo que fuera con tal de no dejar espacios vacíos entre períodos de ocupación, desempeñando tareas siempre de tísico rendimiento en pasta y nunca relacionadas con sus expectativas vocacionales. Y con escatimado personal en nómina, con lo que la labor se acumulaba sola.

      En fin, la historia de Manuel no resultaba nada original en aquellos tiempos, con ejércitos de hombres y mujeres meando aprisa para que no les pillaran en esas si les llamaban por teléfono para un empleo.

      Echaba horas como si las llevara en una bolsa inagotable. Durante ese bienio apenas pudo pensar más que en los mandados que le encomendaban capataces, jefes de cuadrilla y encargados de área. Su flujo físico y mental se iba en esto, arrinconando a los intervalos de metro y autobús la lectura, el inglés de la radio, la actualización de lo suyo con las ingenieradas y las cien cosas en las que siempre estaba concentrado, que nada tenían que ver con sus trabajos eventuales.

      Tuvo que renunciar a ellas. Con gran perjuicio de ánimo, porque Manuel era activo por naturaleza. Impulso que no regía a la hora de trasladar fardos de Sótano 2 a Planta Primera-Ala B. Esto le costaba sobremanera. Lo que eran sus vocaciones, sus intereses, sus aficiones y sus amenos ensimismamientos, esos hubo de abandonarlos o relegarlos a franjas horarias pintorescas, mangando horas al sueño hasta que se le apareciera el genio de la lámpara con la dispensa.

      Los empleítos de circunstancias, para su mal, lo tenían abducido. Como consuelo, miraba lo cobrado. Apenas lo tocaba, por tenerlo destinado a reunir las mesnadas de monedas con las que pirarse de casa. No dejaba de buscar, por si un día podía vislumbrar mejores remuneraciones, horarios o correspondencias con su especialidad.

      Creo, de todas formas, que cuando Manuel escudriñaba entre posibles opciones laborales, iba menos atento a las condiciones de salario y libranzas que al hecho de que en la empresa contratante hubiera compañeros en nómina. Tíos y tías con los que alternar, con los que trazar planes, con los que salir por ahí después de la jornada. En lo que iba pillando, sin embargo, ni una cosa ni la otra.

      Así vagaba por el mundo cuando, en junio de 2015, recaló en un combo en el que operaba algo de personal en plantilla. Y que de algún modo muy remoto, y sólo metiéndose en el espíritu connaturalmente positivo de Manuel, guardaba alguna relación con su formación en lo ingenieril. Era una pequeña empresa auxiliar, adscrita a una compañía de telefonía gorda. Trabajaban allí un coordinador y veintidós teleoperadores (de ingenieril, nada). Atendían reclamaciones de clientes sobre móviles e Internet. En un principio pintaba bien.

      A las dos semanas, en cambio, Manuel empezó a sospechar con disgusto qué era lo que estaban haciendo en realidad. Los teleoperadores, él mismo, recibían las quejas de los abonados, que siempre eran de índole económica y por cobros a favor de la compañía matriz: doble facturación injustificada, cargos arbitrarios, tarificación subvertida, consumo no efectuado, impuestos sacados de la manga.

      Los empleados debían derivar las llamadas a una instancia superior para su solución. Manuel notó que muchos clientes volvían a llamar al día siguiente, y al siguiente, porque su problema seguía sin resolverse. Presintió que las reclamaciones se desoían aposta, y así hasta que el demandante se cansara. Que era bien pronto, en un alto porcentaje de protestas. Muchas personas ni se daban cuenta del sablazo, porque no tenían costumbre de mirar sus extractos (con lo cual, ni apelaban). Otras lo dejaban estar, por timidez, porque les sobrepasaba exigir, porque preferían perder el dinero antes que seguir dedicando las mañanas a su queja, porque será que es que esto va así. Ahí estaba el beneficio. Sólo se restituía el cobro indebido al que insistiera equis veces. Los empleados manejaban teléfonos defectuosos, cuyos frecuentes fallos de conexión incineraban la paciencia del más pintado.

      El coordinador, disimulando. La tropa de base, redirigiendo llamadas una vez tras otra, y dando explicaciones que ni ellos entendían. Con estas premisas, el ambiente humano era penoso. Un día se corrió la noticia de que iban a largar a uno de los empleados. Llegó un momento en el que lo sabían todos menos él. Fue su cumpleaños. Los teleoperadores y el jefe, todos ellos unos asquerosos, le cantaron en pleno «Es un muchacho exceDente», y se reían tapándose la boca. Lo echaron. (También a otros dos más, muy cantarines. La cara que debían de llevar). Este era el clima. Como para pergeñar duraderas amistades.

      Se pagaba con un billete rosa al mes, uno sólo. Quien viniera pretendiendo más céntimos iba a la calle, como el del cumpleaños. La paga era de verdad menuda.

      Pero Manuel hizo cuentas. Tenía 4.000 euros tras dos años de ahorrar prácticamente todo lo ingresado. Y un empleo en el que se propuso aguantar a pesar de la atmósfera reinante. Se compró un ordenador y un cochecito de quinta mano, que le sajaron una cuarta parte del caudal, y en julio de 2015 se lanzó por fin a vivir por su cuenta.

      Se fue al área decrépita de Centro, el distrito populoso, al olor del tremolar de la capital y de su núcleo nervioso. La zona era la adecuada para entremezclarse con personas de día y de noche.

      Alquiló un piso, así lo llamaba él en su optimismo militante. Era un camarote interior en un antiguo bloque de oficinas, reconvertidas en vivienditas de las dimensiones de un despacho, sin mucha reforma y a buen seguro con los permisos en el aire. Él se pudo pagar una con retrete y lavabo. El edificio, por dentro y por fuera, no resultaba muy disímil del que acogía su puesto de trabajo. Hoy sigue en pie a mitad de la calle Montera, vía cuya cierta conflictividad repercutió siempre en la asequibilidad de los alquileres.

      El casero era propietario de todo el inmueble. Aunque no llegué a tratarle, y por lo que me contaba Manuel, debía de ser uno de estos tíos raros a los que parece que les huele mal un pie y el otro no. Pero era ante todo un vivales y un gorrón. Un rácano clínico. Se decía que pasó un fin de semana de marzo en un hotel y pidió rebaja en la factura porque en la madrugada del domingo se adelantó la hora. Era lo que se llama un cacas, un tacaño y un gañotero. Un asqueroso. No tenía mucho sentido solicitarle la reparación de un radiador o la reposición de un grifo.

      Daba como para sospechar que el casero estaba haciendo cosas raras con su industria. No se le veía interés por firmar papeles, y se negó a domiciliaciones. Todo se pagaba en mano, a billete limpio y por adelantado. Manuel quedó en mandarle una fotocopia de su carné de identidad, por guardar las apariencias de formalidad y por esa pintoresca intención, tan suya, de querer hacer las cosas bien. Al final poco menos que tuvo que insistir en que se lo aceptara. Pero se lo acabó entregando.

      En materia de regularización, en la España de 2015, lo habitacional no era muy pulcro. En era de arrasamiento, y a efectos psicoeconómicos, el patio parecía un Monopoly al que hubiera que jugar con dados planos, unidades monetarias diferentes y calles todas del mismo color.

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