Los asquerosos. Santiago Lorenzo
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A pesar de mis socavones, quise ayudar. Manuel no aceptó mi modesta propuesta de limosna para mejorar sus condiciones de retribución o morada (y menos mal, qué coño, que no sé para qué ofrezco lo que no tengo). No la rechazó por gallardía ni mandangas, sino porque consideraba ineludible solventar sus aprietos propios. Pechaba con su empleo y con su madriguera porque sabía que aún no tenía cogida la medida de su valía propia. Y porque acataba que tendría que padecer mientras el sofá social siguiera con los resortes tirando a descuajados. El momento de degradación generalizada no daba pie a grande optimismo. Ese lo ponía él, que vigilaba las rejas a ver cuál de ellas se abría.
Manuel se instaló en el cuchitril de la calle Montera con las cuatro pertenencias de las que era propietario. El vecindario, huraño era. Sería que la estrechez de los cubículos encogía las almas. A las dos semanas de estadía no había cruzado palabra con nadie. Los pasillos calados de puertas, carriles crudos, tampoco daban para más intimaciones. Y mucho menos tratándose de un parco como este, por mucho que las estuviera deseando.
3
Fue en la tarde de su segundo viernes como ciudadano emancipado. Manuel se disponía a salir de su contenedor-vivienda. Llevaba tiempo buscando una tienda en la que comprar una churrera clásica, con su boquilla de estrella, su émbolo y sus dos asas a los lados. Al fin había dado con una ferretería del Paseo de Delicias en la que las vendían. Para allá que se iba.
Hacía de llover, fenómeno que en el verano madrileño nunca es suave. Agarró su paraguas de tres euros para no tener que desembolsar otros tres si al final rompía. Salió de su chiscón. Bajó la escalera a pie, como en él era costumbre. Llegó al portal.
Sintió más ruido en la calle de lo que era habitual, y más tenso. Entreabrió la puerta de madera de salida para mirar qué se cocía. Vio carreras cuesta abajo, en dirección a Sol. Eran los restos de una manifestación, que se alargaba y se contraía en su fase de disolución a manos de los cuerpos de policía. La protesta se prolongaba a base de desórdenes, como siempre desde que la autoridad se propuso mantener el orden en este tipo de actos.
De pronto, la puerta se le vino encima. Le impactó en una ceja. Un tío grandón de unos treinta años la había golpeado desde fuera. Luego la empujó fuertemente con el hombro. Accedió al portal arrastrando en el embate al arrendatario. Vestía de paisano, y traía una porra extensible en la mano derecha y un portaplacas colgante de los antidisturbios al cuello. Si había salido de su casa de secreta, ya se había dejado de disimulos.
La reivindicación no era en el portal, no suele serlo. Allí no había nada que dispersar. Pero el agente cerró tras de sí. Dio por hecho que Manuel, que nunca llegó a saber qué se demandaba en la protesta, era un manifestante que buscaba cobijo. Le susurró el pareado «chavalito, callandito» con rabia indisimulada, y aludió ofensiva y amenazadoramente a su corta estatura.
La intimidad del portal acendró los ánimos del policía. Lanzó a Manuel contra el mural de buzones y cargó de impulso el brazo armado para trazar trayectoria coincidente con el hombro del atrapado. Le iba a pegar porque sí. O porque le recordaba a alguien, o por convicción moral, o por celo profesional. Por lo que fuera. El individuo llevaba la expresión de peligrosote de quien luego no sabe rellenar un formulario en una ventanilla.
Manuel, que en momentos de sobresalto solía verse invadido por complicado léxico, se figuró en su cabeza las retorcidas oraciones «¿A santo de qué me irrumpe este?» y «¿A fuer de qué me prorrumpe?». Un camuflado le iba a partir por la mitad por el delito flagrante de estar saliendo de su portal para comprar una churrera.
Entrevió cómo iba a acabar el episodio si no tomaba medidas. No con un garrotazo encima, sino con una alquitranosa conciencia de que el estado de derecho iba a posar su afán de desderecho sobre él. Dudaba de que si admitía el porrazo y luego se iba a la ferretería de Delicias como si nada, pudiera sobrellevar la carga de haber entrado en la rueda sin radios del despropósito. Quería comerle el espacio un servidor público retribuido mensualmente para defendérselo.
Por la diferencia de volúmenes, el policía lo podía fulminar. Pero acometiendo contra el más sucinto, el funcionario mílite se había equivocado de medio a medio. Manuel se iba a defender de una agresión injustificada perpetrada a manos de un oponente que jugaba con demasiada ventaja.
Empuñaba dentro del bolsillo su destornillador amuleto. Lo llevaba siempre encima desde el día de la lámpara recompuesta. Lo sacó a resorte y embistió a punta de herramienta sobre el cuello desnudo de su inminente atacante. Le acertó. El policía soltó la porra y se llevó las manos al pescuezo.
De un respingo acelerado, Manuel retomó la vertical y cruzó el portal sin conocer el alcance de su punción. No sabía si la herida infligida era grave o leve, superficial o mortal de necesidad. En el destornillador había sangre, eso sí. Había atinado, pero sin que pudiera confirmar nada sobre el efecto del acero sobre la salud del antidisturbios.
En julio de 2015 había entrado en vigor un nuevo corpus jurídico que redefinía las relaciones de los ciudadanos con las fuerzas de seguridad. Sobre el papel sonaba a música, pero la nueva ley dictaba sanciones esquilmadoras y penas de prisión engordecidas sólo por mor de un simple vocablo, una sencilla fotografía, una diferencia de pareceres o un leve contacto físico entre dedos.
En la práctica, el texto convertía a los policías en jueces armados cuyo mero testimonio gozaba de rango de prueba. Lo que les hacía poco menos que intocables, como si el gobierno promulgador lisonjeara a la fuerza pública para ver de transformarla en su guardia pretoriana. Había más motivo para evitar a la policía en 2015 que a los quinquis en los setenta, a los que por edad tuve ocasión de tratar. Los chirleros de robar 100 pesetas sólo iban a dejarle a uno un bolsillo aligerado, pero ningún requerimiento penitenciario ni sanciones onerosamente agigantadas.
El suceso del portal quedaría adscrito al ámbito del atentado contra agente de la autoridad. Si por una palabra, un gesto o un toque en un brazo ya le embargaban a uno las cuentas y lo arrojaban a mazmorras sin mucho más atestado, qué decir de una agresión a sangre, por muy fundamentada que esta fuera. Según el desgarro causado, y en virtud de la nueva letra, el delito tardaría entre 15 y 20 años en prescribir. En concepto de multa, le iban a quitar a Manuel los chines que había recabado en dos años, el coche de saldo y todo duro que fabricara hasta que se muriera. Por haberse defendido.
Podía alegar eso, legítima defensa, concepto jurídico que salía en las películas. En las cinematografías deben de imperar cosmos judiciales específicos para ellas. No hay certeza de que rijan aquí y ahora.
Ahí quedó el antidisturbios, doliéndose contra los buzones como si le atribulara no recibir una carta largamente esperada pero que nunca llegaba.
Manuel ganó la salida de dos brincos. Antes de agarrar el pomo de la puerta, vio un objeto en el que nunca había reparado antes. Lo miró con un trozo de ojo, un casquete del globo ocular que enfocó al trasto según empezaba a irse. Era una cámara de seguridad que se reía de él desde una esquina superior del portal. Allí estaba, fijada a muro, con sus cuarenta y cinco grados de inclinación a diedro para abarcar todo el espacio sin perder detalle.