Los asquerosos. Santiago Lorenzo
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Llegamos hasta su automóvil. Su matrícula podía dar la pista de su paradero, y eso suponía un riesgo evidente. Pero no tenía más remedio que escapar en él, porque no había otro. Sólo quedaba confiar en la oscuridad de la noche y en la miopía policial.
A las tres de la mañana, Manuel y yo nos abrazamos ante su cochecito de ocasión. Mira que le apreté fuerte, pero siempre he pensado que le tenía que haber apretado mucho más fuerte todavía. Que quizá era la última vez que podía permitirme ese lujo.
5
La suerte estaba echada y no había otra que salir arreando: ARREA jacta est.
Tiró hacia el norte, inducido por lo que tenía oído sobre grandes bolsas de despoblación y aldeas abandonadas en la submeseta septentrional, la cabecera del Duero y la Serranía Celtibérica. Marchaba a velocidad muy moderada para evitar estridencias. Se apartó en cuanto pudo de las vías principales, tomando las de dos humildes carriles. Tras un par de horas o tres de conducir a oscuras comenzó a clarear. La luz mostraba páramos progresivamente más terrosos y más pelados. Manuel iba sudado, escudriñando con la nariz las pedanías donde menos ruido viera y menos luces oyera.
A las siete de la mañana, muy fatigado, indeciso entre el avante o las anclas, se metió con el coche por una vereda hacia cuyo final entrevió arboleda. Bajo la fronda se detuvo. Cedió al cansancio antes de que su cerebro empezara él solo a fabricar lisergias por falta de sueño. Lo último en lo que reparó antes de caer dormido fue en que el móvil le daba cobertura. Por lo pronto, la comunicación conmigo quedaba a salvo, y eso ya era mucho.
Despertó antes del mediodía con una tranquilidad que sólo duró un segundo. El que tardaron en aparecer el hambre, el destemple, la desorientación y el filme de todo lo que había pasado ayer. Salió del coche. A cien metros escasos vio los tejados de una aldea que intuyó vacía. Hasta allá fue a comprobarlo, a pie, sin ruido, agachadito de cabeza por si asomaba alguien. Si el sitio daba garantías de que nadie iba a comparecer, pasaría allí unas horas. Comería algo, y dormiría tumbado, no sentado, sin estar oliendo a ambientador de coche.
No se equivocaba. El pueblo era un vestigio desasistido y sin un alma, uno más de los cientos y cientos de ellos que hoy permanecen abandonados en España. Seis calles y seis callejones conformaban el villorrio. No daré su nombre verdadero, como siempre quiso Manuel. Lo llamaré por ejemplo Zarzahuriel, figuradamente, según denominación inventada y arbitraria. Aún faltaba mucho para que yo lo visitara.
Por el estado de las construcciones, Zarzahuriel debía de llevar definitivamente deshabitado veinte o veinticinco años, con sus cuarenta o cincuenta previos de paralizante languidez. En vida, la aldea no mereció iglesia, sino sólo ermita somera de navecita sin accidentes, campana sin espadaña y dintel sin alegrías. Siete u ocho manzanas albergaban unas veinte casas. Un décimo de ellas, hundidas de techumbre. Otro, hundidas de lienzo. Otro, hundidas del todo. Dos de cada tres edificaciones (planta baja, una o ninguna altura, sobrado) se mantenían en pie de milagro. Cuatro o cinco de ellas parecían haber asistido a la última vida interior, por su estado de conservación, y mostraban sus enfoscados no muy desconchados, sus carpinterías medio enteras y sus contraventanas y sus barrotes de metal sólo en parte despintados. Todas mantenían sus postigos atrancados, pero ninguna parecía del todo inaccesible.
Entre estas más o menos erectas había dos pegadas. Ambas se organizaban en torno a un nivel a calle y un primer piso, más desván bajo cubierta. La una presentaba un aspecto hasta actualizado (actualizado hacía lustros). Era una construcción de fachada azulada, balcón frontero y marcos de aluminio plateado. Conservaba las bajantes en su sitio, y lucía una cerradura con el brillo del bombín no demasiado apagado, como si fuera el último acero que otrora llegó al pueblo. A Manuel le pareció habitada, aunque cerrada por ahora. Deshabitada pero no del todo. Pensó que mejor no tentarla. La descartó, no fuera a aparecer alguien esa noche y tuviera que salir por una ventana.
La paredaña presentaba peor conservación (actualizada hacía décadas, en vez de hacía lustros). Era un edificio de revoco crudo y vanos enmarcados en cemento. Se dejaba penetrar mucho mejor. Conservaba una puerta de madera moldurada pintada de verde, con una cadena sin candar por todo cierre, anudada entre un agujero de la jamba de apertura y otro abierto en el tablero de la propia puerta. Se notaba que no albergaba objetos de valor a proteger. Se notaba que nadie vendría a defenderlos. Se notaba que nadie vendría a nada.
Retiró la cadena y entró. Por lo que me contó entonces, por lo que pude yo ver tiempo después, el aspecto de la casa era lo que un piernas cogido de la calle habría calificado de «nada rústico». En efecto, de la supuesta compostura tradicional no quedaba apenas nada. En su vestidura y en su aditamento, la vivienda era del tiempo en el que los moradores de los pueblos, a mediados del xx, quisieron hacer que sus interiores se parecieran a los de las ciudades (bastante menos agrios de usar). Quien fuera, había esquinado lo folk en pos de un poco de comodidad tras siglos de aspereza habitacional, y había dado entrada a su poco de plástico, a su cachillo de baquelita y a sus metritos de formica, de melamina y de acero inoxidable, con su sintasol y su terrazo en el piso y su zócalo de pared jaspeado para que los respaldos de las sillas no dañaran el enlucido. La anticuada modernización hubo de proporcionar a sus últimos residentes la fascinante sensación, tuvo que serlo, de que asistían al primer cambio profundo de ambiente visual doméstico en cuatro o cinco siglos de ruralidad.
Apenas quedaba nada dentro. Sólo los avíos despreciados que nadie había querido salvar. Así las cosas, la vivienda exhibía una precariedad sobrecogedora. El colmo, en el salón de la planta baja, era una estantería apañada con dos tablones, dos nada más, no es exageración, uno corto y otro largo. El largo iba de pie. El corto, clavado en perpendicular al largo, a media altura. Formaban una hache incompleta, apoyada en las dos paredes contiguas de una esquina. Y así se sujetaba el mueble.
Había algunos enseres menos indignos. Eran los comprados en ciudad, los de la actualización última, los del remedo de la comodidad anticuada. Un armario colgadero de cocina pendía del tabique del salón. Perforaban la formica azul de sus puertas sus tiradores de aluminio, de línea aerodinámica, exhalando contrastes con la adinámica aldea. Dentro había, como siempre, una horquilla y un mechero sin gas.
Nadie había querido acarrear uno de esos armatostes con un minibar en el centro, cajones debajo, y estanterías para libros arriba y a los lados, fabricados en aglomerado y forrados de lámina sintética imitando madera. Un mueblorro que tenía todo el mundo hacia 1965 y que cuando se dejó de fabricar seguía sin hacerse con una denominación concreta para la historia de la ebanistería. «Mueble mural», lo llamaban difusamente algunos.
Junto al salón se situaba la cocina, baldosín blanco y loseta amarilla, encimera de obra y fregadero de piedra artificial de una sola pieza. Allí seguía la mesa, también de formica, demasiado grasienta como para llevársela a la casa nueva. En una esquina renegrida, bajo una pirámide de chapa, se debió de hacer fuego durante años. Era una chimenea abierta, asistida por un par de trébedes, unas pinzas de tijera y un recogedor para cenizas acopiando costra por ahí.
El cuarto de baño olía a estancamiento tras décadas de malearse solo, con sus azulejos verdes hasta media altura y sus sanitarios de cuando la Transición. Sin nada más.
Manuel subió al piso superior por la escalera de cemento. Dio a un dormitorio en el que yacía una cama alta y estrecha como un cenotafio.