Los asquerosos. Santiago Lorenzo

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de mi casa y comenzó por dirigirse a una de las manchas de bosque que rodeaban Zarzahuriel, siempre evitando pistas de la red viaria y caminos marcados. Iba riéndose, porque lo de coger leña por la foresta le sonaba a cuentos infantiles de mucha moraleja.

      Leí en Internet que por la zona crecían fresnos, sobre todo, robles y algo de pino, que se debió de explotar mientras hubo quién. Encontró bastante madera por el suelo, la que nadie recogió tras años de desgajarse por el peso de la nieve, el viento soplando y la muerte natural. Esta leña delgada fue el calostro de su calor. Reseca, pesaba poco, y se podía cortar con el pie pisándola y haciendo palanca. Más adelante empezó a llevarse tronchos de más entidad, más sustanciosos pero no tan abundantes a ras de suelo.

      Estos había que trocearlos. El que la chimenea de la cocina fuera abierta no obligaba a seccionar las ramas gruesas en pedazos demasiado chicos, lo que ahorraba cortes. Pero había que tajarlos, de todas formas. Manuel contaba con una sierra careada y con un hachita de dos palmos de asta que encontró en el patio, sepultados en una artesa llena de clavería roñosa. El pobre armamento era una promesa de sufrimiento para brazo y riñones. Manuel se puso como un cafre, no obstante. No tenía otra cosa que hacer. Cuando paraba, cada quince o veinte minutos, echaba el bofe. Pero a su vez, sentía que le cogía una satisfacción que debía de ser prima de la del deportista que se desgasta aposta la fibra por afición tonificante. Pasar horas sudando los mangos le ponía contento. «Me están saliendo tetas», dijo.

      Tuvo también que hacer de fumista. Al principio, de cuclillas ante la chimenea, luchaba con las llamas. No por extinguirlas, como se dice siempre que salen en los telediarios, sino por provocarlas. Las hojas secas, los palos delgados, los cachos de corteza, le ardían bien. Pero la lumbre se le apagaba cuando pretendía hacerla con madera de más calibre. Amontonaba ramas gruesas, les pegaba la cerilla al lomo, parecían obedecer a sus ruegos por arder con fuego denso y luego se arrepentían.

      Manuel ensayó, cómo no. Como hizo siempre en su vida urbana. Probó a la luz de sus anotaciones y sus diagramas. Así hasta que, con mucha tos por medio, entendió que debía ir de menos a más, del papel al leño, pasando por el yerbajo, la varita, la estaquilla y el palitroque de diámetro creciente, hasta el grosor que quisiera. Aventaba el mejunje a soplidos y con un calendario de 1981 que encontró en el cajón que fue de los cubiertos, y se iba haciendo con la hoguera. Fuegología y Chimenéutica estudiaba con provecho.

      Era capital cerrar el postigo de la ventana de la cocina si Manuel prendía la lumbre por la noche. Si pasaba alguien, que no viera luz. Al humo de la chimenea, en cambio, no le supimos colgar máscara. Pero desde lejos, en cuanto rebasaba la altura de los árboles que lo tapaban, ya se había diluido. La perspectiva se pondría de nuestro lado. Al menos, mientras nadie entrara en Zarzahuriel.

      Para manejarse en casa, sin toma de corriente, a Manuel no le quedó más remedio que encomendarse a la luz del sol y a la del entendimiento. A partir del crepúsculo iba por la casa a oscuras, desarrollando sensores en los dedos de las manos y de los pies, a tientas, prudente la tibia y exploradora la uña. Las escaleras que llevaban al piso superior eran quince (seis + tres + seis). Manuel las subía contándolas, entre el negro de la tiniebla, y nunca tropezó.

      Se iba defendiendo en el Zarzahuriel cicatero de recursos. Eso tocaba. Qué otra opción tenía.

      Pero persistían dos problemas que me hacían dormir muy mal. La alimentación de Manuel y la de su móvil.

      La comida que se llevó se iba agotando, y había que reponerla. Manuel conservaba intactos los euros con los que salió de Madrid. Pero no se iba a acercar a comercio, bar ni gasolinera donde pudieran identificarle. Con lo que los billetes le valdrían como marcapáginas, como mucho.

      Por las mismas razones, no tenía sentido que le hiciera llegar el dinero que yo ya había empezado a extraer de su tímida cuenta corriente, a base de visitas al cajero. Y a ver cómo, además.

      Había que convertir el fondito en raciones consumibles. Sólo así era útil. Muy útil sobre todo para mí, que si hubiera que haber echado mano de mi fortuna para dar de comer al sobrino, eclipse total de pan.

      Fue durante una madrugada de desvelos cuando se me ocurrió cómo proveerle de víveres. Había un Lidl en da lo mismo qué ciudad, a da lo mismo cuántos kilómetros de Zarzahuriel. Yo haría pedidos regulares por Internet, desde mi ordenador. Encargaría mensualmente un listado de productos convenidos con el oculto. Pagaría las remesas telemáticamente, con cargo a mi cuenta. Los envíos serían a Zarzahuriel, en el reparto ordinario, a la calle tal y a mi nombre.

      Me levanté de la cama e investigué en la página del híper. Toda la gestión del encargo se hacía mediante la máquina. Pero esperé a la mañana y llamé al Lidl en cuestión de viva voz porque había un par de indicaciones que debía apuntarles. Y sin las cuales, el riesgo se multiplicaba sin necesidad.

      Les informé de mi intención de hacer pedidos periódicos. Avisé de que habitualmente no estaría en la casa de destino, porque sólo iba los domingos, cuando no había reparto. Pero les propuse con fingida empatía que dejaran las bolsas en la puerta el sábado por la tarde, que en el pueblo no había quién que fuera a mangarme la lata de anchoas. Los bultos, por otro lado, ya estaban pagados mediante tarjeta de crédito, así que todos contentos. De esta forma, y si el sábado por la tarde Manuel se metía en casa bien metido, el repartidor no tendría por qué verle. Porque no podía verle nadie.

      Todo rastro que dejé remitía a mí, ciudadano del montón que no tuvo ningún encuentro agrio con ningún policía en ningún portal. Manejé un poco la conversación para que no sonara raro el hecho de que empezara a contarles que en mi familia éramos cinco. No quería levantar extrañeza en nadie que se pusiera a considerar para qué quería tanta comida un hombre solo que únicamente acudía a Zarzahuriel los festivos. De paso, haciéndome el amistoso y el cercano, dejé dicho que uno de mis hijos se quedaba a veces en el pueblo durante la semana, porque estaba preparando oposiciones y se retiraba allí a estudiar. Que no les extrañara si un miércoles veían humo en la chimenea. El del Lidl estaba hasta los huevos de que le contara mi vida. Jamás pasaron por allí más que a dejar el pedido, el día convenido. Pero yo estaba determinado a abortar toda sombra de suspicacia y a dar todas las explicaciones posibles, las que me pidieran y las que no. Todo remilgo con la gestión del tapamiento me parecía poco.

      El palo que te pegaban por el porte, Cristo.

      Fui ingresando en mi cuenta el líquido que iba retirando de la de Manuel en mis visitas al cajero. Sin ese dinero, ahorrado por él durante dos años, poco Lidl le podía haber mandado.

      Listamos una primera compra. Era la segunda que realizaba su destinatario en cuanto que individuo emancipado, porque en la casa libre de la calle Montera sólo le alcanzó la estadía para hacer una. Nos quedó una cesta estándar, con lo habitual entre la gente de su edad, de productos variados para comer bien y de todo y con algún capricho deslizado entre un bote y un paquete.

      Sin nevera, y a compra mensual, el consumo de carne y pescado frescos se vería restringido a la semana posterior a la recepción. Vencidos los tiempos de vigencia, a comer otra cosa. Quizá el frío del campo, llegando el otoño, prolongara un poco los plazos de caducidad.

      Con el pan tendría que joderse. El alimento cotidiano de la Biblia sólo podría tomarlo reciente durante los primeros días tras el pedido, y duro o durísimo al final. El de molde aguantaría algo más. Pero en general, al bendito trigo cocido habría de renunciar.

      No nos olvidamos de los géneros de aseo: jabón, gel, champú, alcohol. Una esponja. Ni de los de limpieza: lavavajillas, estropajos, detergente, bayetas. Una escoba.

      El Lidl contaba con su sección de inventariables, bienes

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