La librería ambulante. Christopher Morley

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La librería ambulante - Christopher  Morley

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donde vive el señor Andrew McGill?», preguntó.

      Asentí con la cabeza.

      «Pero no volverá hasta el mediodía», añadí. «Comeremos cerdo asado.»

      «¿Con salsa de manzana?», preguntó el hombrecillo.

      «Salsa de manzana y salsa parda», dije. «Por eso estoy segura de que volverá a tiempo. A veces se retrasa cuando el almuerzo es algún guiso, pero nunca los días que hago esta receta. Andrew no valdría para rabino.»

      Una sospecha repentina me asaltó.

      «¿No será usted otro de esos editores, no?», grité. «¿Qué es lo que quiere de Andrew?»

      «Me preguntaba si querría comprar este carruaje», dijo el hombrecillo haciendo ondular su mano desde el vagón hasta el caballo. Mientras hablaba soltó un gancho de alguna parte y uno de los costados se levantó como una tapa. Una especie de mecanismo hizo clic, la tapa se convirtió en un tejadillo y entonces ya no hubo sino libros y más libros en filas. Aquel costado del vagón no era otra cosa que una gran librería. Estanterías sobre estanterías, y todas repletas de libros, viejos y nuevos. Mientras yo miraba todo aquello, el hombrecillo sacó una tarjeta de visita y me la dio:

      PARNASO AMBULANTE DE ROGER MIFFLIN

       Sabed, amigos, que tiene mi percherón

       Más de mil libros, antiguos y de ocasión.

       Del hombre los mejores amigos son.

       Los libros que atiborran este gran vagón

       Libros para todos los gustos son,

       De líricos versos a las Musas,

       De buena cocina y agricultura,

       Novelas apasionadas de prosa pura.

       Cada necesidad tiene su libro justo

       Y los nuestros te dejarán a gusto.

       Jamás habrá librero que dé alcance

       A los finos libros de este Paraíso ambulante.

      PARNASO AMBULANTE DEL SEÑOR MIFFLIN

       Propiedad de R. Mifflin.

       Imprenta Estrella de Job, Celeryville, Va.

      Y en tanto yo me reía de lo que decía la tarjeta, el hombrecillo había levantado una tapa similar en el costado opuesto del Parnaso, donde aparecieron otras tantas estanterías repletas de libros.

      Me temo que soy terriblemente práctica por naturaleza.

      «¡Vaya!», dije. «Supongo que se necesita un corcel la mar de recio para tirar de esa carga. Debe de pesar más que un vagón de carbón.»

      «Oh, la buena de Peg puede con todo sin problema», dijo. «No viajamos muy deprisa. Pero, como le decía, mi plan es venderlo. ¿Usted cree que su marido estaría interesado en comprarlo, incluyendo el Parnaso, a Pegaso y todo lo demás? Porque, si no me equivoco, él siente gran aprecio por los libros, ¿no es así?»

      «¡Espere un segundo!», dije. «Andrew es mi hermano, no mi marido, y definitivamente siente un enorme aprecio por los libros. Los libros serán la ruina de esta granja dentro de poco. Se pasa la mitad del tiempo soñando despierto con sus libros como una gallina ponedora, cuando debería estar arreglando arneses. Por Dios, si viera este carruaje se quedaría en vilo durante una semana entera. Tengo que recibir al cartero antes de que llegue a casa para sacar del correo los catálogos de las editoriales, de modo que Andrew no los vea. No sabe cuánto me alegro de que no esté aquí ahora mismo. ¡No sabe cuánto!»

      No soy ninguna literata, como ya dije, pero sí soy lo suficientemente humana como para disfrutar de un buen libro, así que mientras el hombrecillo hablaba a mí se me iban los ojos hacia las estanterías. Sin duda tenía una colección miscelánea. Vi poesía, ensayos, novelas, libros de cocina, juveniles, libros escolares, biblias y mil cosas más, todas revueltas.

      «Mire esto», dijo el hombrecillo, y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía los ojos brillantes de un fanático, «he viajado a bordo de mi Parnaso durante más de siete años. He cubierto la distancia que va de Florida a Maine y supongo que he inyectado tanta buena literatura en el campo como el doctor Eliot con su estantería de cinco pies. Ahora quiero dejar el negocio. Planeo escribir un libro sobre la literatura entre los granjeros e irme a vivir con mi hermano a Brooklyn. Tengo un montón de notas para escribir el libro. Supongo que esperaré a que el señor McGill regrese a casa y veremos si quiere comprar mi negocio. Se lo venderé todo, caballo, vagón y libros por sólo cuatrocientos dólares. He leído lo que escribe Andrew McGill y me imagino que mi propuesta le interesará. Me he divertido como un mono en este Parnaso. Antes era maestro de escuela, hasta que mi salud se resintió. Entonces me metí en esto y debo decir que recuperé la inversión con creces, pues me lo he pasado en grande.»

      «Muy bien, señor Mifflin», dije, «me temo que no puedo impedirle esperar. Pero debo decirle que lamento mucho que usted y su viejo Parnaso hayan venido hasta aquí.»

      Me di la vuelta y regresé a la cocina. Sabía perfectamente que Andrew saltaría de entusiasmo en cuanto viera aquel cargamento de libros y leyera el poema del señor Mifflin en una de sus locas tarjetas. Debo confesar que estaba considerablemente molesta. Andrew es tan poco pragmático y tan frívolo como una jovencita, siempre soñando con nuevas aventuras y excursiones por el campo. En cuanto viera aquel Parnaso ambulante se enamoraría de él en menos de lo que canta un gallo.

      De todos modos yo sabía que el señor Decameron lo estaba presionando para que publicara un segundo libro: unas semanas atrás había interceptado una de sus cartas, en las que le sugería a Andrew otro viaje para Semillas de felicidad. Tenía sospechas sobre lo que diría la carta, así que la abrí, la leí y… bueno, la quemé. ¡Rayos! Como si Andrew no tuviera nada que hacer aparte de ir por los caminos como un mendigo, sólo para escribir un libro al respecto.

      Mientras hacía mi trabajo en la cocina vi cómo el señor Mifflin se ponía cómodo. Le quitó los arneses al caballo, lo ató a la cerca, se sentó en la pila de leña y encendió una pipa. El asunto me molestaba. Al final no pude soportarlo más y salí a hablar con el viajante calvo.

      «Mire, señor», dije, «no tiene derecho a instalar su parchís ambulante en mi patio con semejante descaro. Le pido que se vaya de aquí antes de que mi hermano regrese. No se le ocurra romper la armonía de mi hogar.»

      «Señora McGill», dijo él (tenía unos modales agradables, el muy desgraciado, con sus ojos titilantes y su estúpida barba), «créame: no quiero ser descortés. Si usted se empeña en que me vaya, lo haré sin dudarlo. Pero le advierto que me quedaré en el camino esperando al señor McGill. He venido a vender mi caravana de cultura y, por los huesos de Swinburne, creo que su hermano es el hombre adecuado para comprarla.»

      A esas alturas yo tenía la sangre caliente y admito que no calculé con propiedad lo que dije a continuación: «Antes que Andrew se decida a comprar ese viejo parchís, prefiero comprárselo yo misma. Le ofrezco trescientos dólares».

      El

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