La librería ambulante. Christopher Morley

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La librería ambulante - Christopher  Morley

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Luego saqué mi vieja maleta de ratán y puse en ella algo de ropa. Aquello no me llevó más de diez minutos. Bajé las escaleras y hallé a la señora McNally mirando con acritud el Parnaso desde la puerta de la cocina.

      «¿Se va de viaje en ese… en ese autobús, señorita McGill?», preguntó.

      «Sí, señora McNally», dije alegremente. Su uso de la palabra autobús me sirvió de inspiración. «Es uno de esos nuevos autobuses de los que tanto hablan. Me llevará a la estación, no se preocupe por mí. Me voy de vacaciones. Usted prepare el almuerzo del señor McGill. Luego dígale que he dejado una nota en el escritorio del salón.»

      «Me parece un vehículo bastante raro», dijo la señora McNally, intrigada. Creo que la candorosa mujer sospechaba que se trataba de una fuga.

      Subí mi maleta al Parnaso. Pegaso aguardaba plácidamente. En el interior del vagón se escuchaba el ruido de cosas que se mueven con ímpetu. De pronto el hombrecillo salió de allí con un abultado saco entre los brazos. Llevaba puesta una gorra de tweed, echada hacia atrás.

      «¡Perfecto!», gritó triunfalmente. «He empaquetado todos mis efectos personales, la ropa y esas cosas. Todo lo demás está incluido en el trato. Cuando me suba al tren con este saco seré un hombre libre y, ¡hurra!, ¡rumbo a Brooklyn! ¡Dios, cuánto echo de menos la ciudad!» Y luego añadió, pensativo: «Antes vivía en Brooklyn. No he vuelto en diez años».

      «Aquí tiene su cheque», dije, extendiendo el brazo. Él se sonrojó un poco y me miró ligeramente avergonzado. «Verá, señora», dijo, «espero que el negocio le convenga. No quiero aprovecharme de una dama. Si cree que su hermano…»

      «De todos modos pensaba comprarme un Ford», dije. «Y me parece a mí que el mantenimiento de este parchís ambulante será más barato que el de cualquier cochecito ensamblado en Detroit. Lo importante es que Andrew no lo vea. En cuanto me dé un recibo nos pondremos en marcha, antes de que él regrese.»

      Recibió el cheque sin decir una palabra, arrojó su voluminoso saco sobre el pescante y luego desapareció en el interior del vagón. Al instante volvió a salir. En el dorso de una de sus poéticas tarjetas había escrito:

      Recibí de la Señorita McGill la suma de cuatrocientos dólares a cambio de un Parnaso Ambulante en excelentes condiciones, entregado a ella el mismo día, 3 de octubre de 19…

      Firmado,

      ROGER MIFFLIN

      «Dígame», pregunté, «¿contiene este Parnaso, o más bien, mi Parnaso, todo lo que voy a necesitar?

      ¿Está bien provisto de comida y todo lo demás?»

      «A eso iba», dijo él. «Encontrará una buena cantidad de provisiones en la alacena sobre la estufa, aunque la verdad es que yo solía alimentarme en las granjas que iba encontrando por el camino. Por lo general le leía algún pasaje en voz alta a la gente y a cambio me daban de comer gratis. Es asombroso lo poco que sabe la gente del campo sobre libros y cuánto agradecen escuchar algo bueno. En el condado de Lancaster, Pensilvania…»

      «¿Y qué me dice de la yegua?», continué al ver que se disponía a demorarse en una anécdota. No eran todavía ni las once de la mañana y yo ya estaba ansiosa por empezar el viaje.

      «Será mejor que coja algunos cereales. A mí se me han terminado.»

      En el establo agarré un saco de copos de avena y el señor Mifflin me enseñó dónde podía colgarlo dentro de la caravana. Luego fui a la cocina y llené una gran cesta con provisiones para alguna emergencia: una docena de huevos, un bote con tiras de beicon, mantequilla, queso, leche condensada, té, galletas, mermelada y dos hogazas de pan. El señor Mifflin metió el cesto dentro de la caravana ante la atónita mirada de la señora McNally.

      «¡Vaya picnic más extraño!», dijo ella. «¿Hacia dónde va? ¿Irá el señor McGill con usted?»

      «No», insistí, «él se queda. Me voy de vacaciones. Usted prepárele el almuerzo, así no tendrá de qué preocuparse hasta que yo vuelva. Dígale que he ido a visitar a la señora Collins.»

      Subí las pequeñas escaleras y entré en mi Parnaso con la placentera emoción del sentimiento de propiedad. El perro saltó al suelo moviendo la cola amistosamente. Puse sábanas y colchas limpias en el catre, abrí los cajones que cubrían la pared y metí en ellos las pocas pertenencias que llevaba conmigo. Ahora podíamos partir.

      El señor Barbarroja estaba sentado en el pescante con las riendas en la mano. Me senté junto a él. El asiento era amplio pero no tenía cojines, estaba bien cubierto bajo la cornisa de la caravana. Eché un vistazo alrededor y vi la confortable casa entre los olmos y los arces, el granero rojo brillando bajo el sol y la bomba del agua junto al emparrado. Me despedí de la señora McNally, que nos miraba estupefacta, en silencio. Pegaso empujó todo el peso de su cuerpo sobre las marcas de las ruedas y el Parnaso se bamboleó antes de echar a rodar hacia el portal. Entramos en el camino de Redfield.

      «Tome», dijo el señor Mifflin entregándome las riendas, «usted es la dueña, conduzca. ¿Hacia dónde quiere ir?»

      ¡Mi respiración se agitó cuando me di cuenta de que la aventura había comenzado!

      4

      Apenas se pierde de vista la granja, el camino se bifurca. Por un lado se llega hasta Walton, donde se cruza el río por un puente cubierto; por el otro se baja hacia Greenbriar y Port Vigor. La señora Collins vive a una milla o dos del camino de Walton, y como yo solía visitarla muy a menudo pensé que habría más posibilidades de que Andrew fuera a buscarme allí. Una vez que hubimos cruzado la arboleda, giré a la derecha, hacia Greenbriar. Iniciamos el prolongado ascenso a la colina Huckleberry. Me regocijó el aroma del otoño fresco que despedían las hojas.

      El señor Mifflin parecía haber llegado al éxtasis perfecto de su buen humor. «Esto es ciertamente grandioso», dijo. «Dios, aplaudo su arrojo. ¿Cree que el señor McGill saldrá a buscarla?»

      «No tengo ni idea», dije. «En todo caso no lo hará de inmediato. Está tan acostumbrado a mis hábitos sedentarios que dudo mucho de que sospeche nada hasta que vea la nota. ¡Aun así, me pregunto qué clase de historia le irá a contar la señora McNally!»

      «¿Qué tal si le ponemos un rastro olfativo?», dijo él. «Deme su pañuelo.»

      Saltó ágilmente del carro, corrió colina abajo (era un hombrecillo vivaz, a pesar de su calvicie) y arrojó el pañuelo sobre el camino de Walton, a unos cien pies de la bifurcación. Luego volvió a subir la pendiente.

      «Listo», dijo sonriendo como un niño, «eso lo distraerá. El Sabio de Redfield irá tras una falsa presa mientras los malhechores arrancan con buen pie. Aunque me temo que es bastante fácil seguir el rastro de un carro tan poco usual como el Parnaso.»

      «Dígame cómo maneja usted el negocio», dije. «¿De verdad es rentable?»

      Nos detuvimos en la cima de la colina para darle un descanso a Pegaso. El perro se echó en el camino polvoriento con gesto grave. El señor Mifflin sacó su pipa y me rogó que lo dejara fumar.

      «Los inicios fueron más bien cómicos», dijo. «Yo era maestro en Maryland. Había estado partiéndome el lomo en una escuela rural durante años, con un salario miserable. Tenía a mi cargo a una madre inválida y trataba de ahorrar cuanto

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