La librería ambulante. Christopher Morley

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La librería ambulante - Christopher  Morley

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automóvil Ford pudiera esfumarse de golpe).

      «Venga y mírela bien otra vez», dijo.

      Debo admitir que el señor Roger Mifflin había convertido el interior de su caravana en un espacio maravillosamente confortable. El cuerpo del vagón estaba construido a cada lado sobre las ruedas, lo que le daba un aspecto pesado, pero así se ganaba espacio para las estanterías. Esto dejaba en el interior un rectángulo de unos cinco pies de ancho y nueve de largo. A un lado había una pequeña estufa de aceite, una mesa plegable y un catre de aspecto acogedor construido sobre una especie de cajonera, donde, supongo, guardaría la ropa y cosas así. Al otro lado había más estanterías, una mesita y una pequeña silla de mimbre. Cada centímetro de espacio parecía haber sido aprovechado de alguna manera, para una estantería, para un gancho, para un aparador colgante o cualquier otra cosa. Sobre la estufa había una prolija hilera de cazos, platos y utensilios de cocina. El elevado techo permitía estar de pie en el centro del vagón. Y una pequeña ventana corredera daba al asiento del cochero. En conjunto, era un carruaje bastante bonito. Las ventanas de las partes frontal y trasera tenían cortinas y un diminuto alfeizar con una maceta de geranios. Me hizo gracia ver a un terrier irlandés rojo recostado en un colorido sarape mexicano sobre el catre.

      «Señorita McGill», dijo, «no podría vender el Parnaso por menos de cuatrocientos. He invertido el doble en él, entre unas cosas y otras. La construcción es sólida y limpia de cabo a rabo y contiene todo lo que una persona puede necesitar, desde sábanas hasta caldo en cubitos. Será suyo por cuatrocientos dólares, incluyendo el perro, la estufa y todo: bridas, pescante, látigo. Hay una tienda de campaña colgada bajo el vagón y un refrigerador (abrió una escotilla bajo el catre) y un depósito de aceite y Dios sabe cuántas cosas más. Vale tanto como un yate, pero ya me he hartado. Ahora, si teme tanto que su hermano se encapriche con el Parnaso, ¿por qué no lo compra usted misma y se va de viaje? ¡Que se quede él ocupándose de la granja!… Le diré lo que haremos. Yo mismo la ayudaré a adaptarse a la carretera. Viaje conmigo el primer día y le mostraré cómo funciona todo. Podría tener la experiencia de su vida a bordo de esta cosa y darse de paso unas buenas vacaciones. Así le daría a su hermano una buena sorpresa. ¿Por qué no?»

      No sé si fue por la belleza de aquel absurdo carruaje o por la locura de la proposición, o quizás simplemente por el deseo de tener mis propias aventuras y jugarle a Andrew una mala pasada, el caso es que me vi presa de un impulso extraordinario y dejé escapar una carcajada.

      «De acuerdo», dije. «Lo haré.»

      ¡Yo, Helen McGill, a mis treinta y nueve años de edad!

      3

      Bueno, pensé, si me dispongo a vivir mi propia aventura más me vale hacerlo con entusiasmo. Andrew volverá a casa hacia las doce y media, así que mejor me pongo en marcha ya si no quiero toparme con él. ¡Supongo que creerá que me he vuelto loca! Me seguirá, imagino. ¡Aunque no permitiré que me alcance, de ningún modo!

      Sentí algo parecido a la furia al pensar que había estado viviendo en aquella granja durante más de quince años (sí, señor, desde que tenía veinticinco) y que en todo ese tiempo nunca había salido de allí, si exceptuamos el viaje anual a Boston para ir de compras con el primo Edie. Soy un alma hogareña, supongo, y amo mi cocina tanto como mi abuela. Sin embargo, había algo en el aire azul de aquel octubre y en el loco hombrecillo de barba roja que me invitaban a emprender el viaje.

      «Escúcheme, señor Parnaso», dije, «supongo que soy una vieja gorda y tonta, pero estoy resuelta a hacerlo. Prepare al caballo que yo iré a recoger algunas cosas y a firmarle un cheque. A Andrew le vendrá muy bien no contar conmigo. Tendré ocasión de leer algunos libros también. ¡Será tan provechoso como ir a la universidad!» Entonces me quité el delantal y corrí hacia la casa. El hombrecillo se quedó apoyado contra una de las esquinas del carruaje, me atrevo a decir que en estado de estupefacción.

      Entré por la puerta principal y me pareció cómico ver sobre la mesa del salón una de las revistas de Andrew; en letras rojas, se leía en la portada: «La Revolución de la Feminidad». Y pensé: «Aquí va Helen McGill a la revuelta». Me senté en el escritorio de Andrew, aparté su libreta llena de apuntes sobre «la magia del otoño» y escribí unas líneas:

      Querido Andrew:

      No creas que me he vuelto loca. Me voy a vivir mi aventura. Me he dado cuenta de que tú has tenido toda clase de aventuras mientras yo me he quedado en casa horneando el pan. La señora McNally se ocupará de tus comidas y una de sus hijas vendrá a hacer las tareas domésticas. Así que no te preocupes. Estaré de viaje durante un tiempo –un mes, quizás– para ver algo de las semillas de la felicidad de las que tanto hablas. Es lo que las revistas llaman la revolución de la feminidad. Hay ropa interior abrigada en el armario de cedro del cuarto vacío, en caso de que la necesites.

      Con cariño,

      HELEN

      Dejé la nota en el escritorio.

      La señora McNally estaba agachada sobre el lavadero, haciendo la colada. Apenas podía ver el inmenso arco de su espalda y oír el siseo vigoroso que producía al frotar la ropa. En cuanto oyó que la llamaba se incorporó.

      «Señora McNally», dije, «me voy de viaje por un tiempo. Será mejor que deje de lavar y se ocupe de la comida de Andrew, que volverá hacia las doce y media. Son las diez y diez. Dígale que me he ido a la granja Locust a visitar a la Collins.»

      La señora McNally es una sueca fornida y no muy avispada. «De acuerdo, señorita McGill», dijo. «¿Volverá a la hora de la cena?»

      «No, no volveré hasta dentro de un mes», dije.

      «Me voy de viaje. Quiero que envíe a Rosie cada día para que se encargue de las tareas domésticas mientras estoy fuera. Puede hablarlo con el señor McGill. Ahora he de irme.»

      Los honestos ojos de la señora McNally, azules como la porcelana de Copenhague, oteando perplejos a través de la ventana, se posaron en el Parnaso ambulante y en el señor Mifflin, que volvía a tomar las bridas de Pegaso. Vi cómo hacía un gran esfuerzo por comprender lo que decía el letrero pintado en un costado del vagón… y cómo, también, se rendía.

      «¿Va a llevar usted las riendas?», preguntó escuetamente.

      «Sí», dije y subí corriendo a la planta de arriba. Siempre guardo mi libreta de ahorros dentro de una vieja caja de Huyler, en el cajón de arriba de mi buró. No me apresuro a guardar el dinero en el banco. Me da miedo. Tengo algunas rentas del dinero que me dejó mi padre, pero es Andrew quien se ocupa de eso. Es él quien paga todos los gastos de la granja. Yo me ocupo de las cuentas del mantenimiento de la casa. Gano una cantidad nada despreciable gracias a mis gallinas y a la venta de algunas de mis conservas en Boston, así como a las recetas que envío de vez en cuando a una revista para mujeres. Aun así, mis ahorros del banco no llegan a más de diez dólares al mes.

      En los últimos cinco años había acumulado más de seiscientos dólares con la idea de comprarme un Ford. Pero en aquel momento me pareció que comprar el Parnaso sería mucho más divertido. Cuatrocientos dólares era mucho dinero, no obstante pensé en lo que implicaría dejar que Andrew lo comprara. ¡Cielos, se iría de viaje hasta el Día de Acción de Gracias! En cambio, si yo lo compraba podría irme un tiempo, vivir mi aventura y luego venderlo en algún lugar de modo que Andrew no llegara ni a verlo. Endurecí mi corazón y resolví darle al Sabio de Redfield una cucharada de su propia medicina.

      Mi saldo en el Banco Nacional de Redfield era de seiscientos quince dólares con veinte centavos. Me

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