La librería ambulante. Christopher Morley
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Se ajustó su vieja y descolorida gorra y volvió a encender la pipa. Espoleé a Pegaso y descendimos suavemente por la colina, divisando los extensos pastizales. Las lejanas campanas de las vacas tintineaban entre los arbustos. Al fondo de la cuesta discurría un camino que se perdía en dirección a Redfield. Por algún punto de aquel camino Andrew estaría regresando a casa, deseoso de comer su cerdo al horno con salsa de manzana. Y allí estaba yo, a punto de cometer la primera locura de mi vida y sin un ápice de remordimiento.
«Señorita McGill», dijo el hombrecito, «este pabellón rodante ha sido para mí esposa, doctor y religión durante siete años. Hace un mes me hubiera parecido ridícula la idea de dejarlo, pero de pronto he sentido la necesidad de un cambio. Hace mucho tiempo que tengo ganas de escribir un libro y necesito una mesa firme bajo los codos y un techo sobre mi cabeza. Por tonto que suene, estoy loco por llegar a Brooklyn. Mi hermano y yo vivíamos allí cuando éramos niños. ¡Cómo añoro caminar por el viejo puente al atardecer y ver las torres de Manhattan recortadas contra el cielo rojo! ¡Y esos cruceros grises en el Patio de la Armada! No sabe cuántas ganas tengo de dejar la caravana. He vendido muchos ejemplares del libro de su hermano y siempre había pensado que él sería la persona indicada para traspasarle el Parnaso cuando me cansara.»
«Y no le falta razón», dije. «El hombre indicado. Demasiado indicado, diría yo: se iría a vagabundear por ahí en este carro itinerante y descuidaría la granja. Pero mejor hábleme de la venta de libros. ¿Cuánto dinero gana con ello? Pronto pasaremos por la granja de la señora Mason, así que podríamos venderle algo, ya sabe, para comenzar.»
«Es muy simple», dijo. «Cada vez que llego a una ciudad grande me abastezco de libros. Siempre hay alguna librería de segunda mano donde se pueden encontrar saldos y oportunidades. Y de vez en cuando le hago pedidos a un mayorista de Nueva York. Cuando compro un libro escribo en el dorso lo que he pagado por él, así sé por cuánto me puedo permitir venderlo. Mire.»
Sacó un libro de detrás del asiento, un ejemplar de Lorna Doone, y me enseñó las letras a m garabateadas con lápiz en el dorso.
«Eso quiere decir que he pagado diez centavos por éste. Si usted lo vende ahora por veinticinco obtendrá una buena ganancia. El mantenimiento del Parnaso suele costarme unos cuatro dólares a la semana, casi siempre menos. Si consigue esa cantidad en seis días puede incluso descansar el domingo.»
«¿Y cómo sabe que a m quiere decir diez centavos?», pregunté.
«Es un código basado en la palabra manuscrito. Cada letra representa un número de cero a nueve, ¿lo ve?» Y escribió en un pedazo de papel:
Manuscrito
0123456789
«Como le he dicho, a m quiere decir 10, a n sería 12, n s sería 24, a c sería 15, a m m sería 1 dólar, y así sucesivamente. Por regla general no suelo pagar más de cincuenta centavos por un libro. La gente del campo es más bien cautelosa a la hora de gastarse el dinero. Pueden pagar un dineral por un filtro de agua o por una capota, ¡pero nadie les ha enseñado a preocuparse por la literatura! Y, sin embargo, es sorprendente cuánto se emocionan con un libro; si aciertas con el tipo de libro, claro. Un poco más allá de Port Vigor hay un granjero que espera mi regreso. He estado allí tres o cuatro veces. Calculo que me comprará unos cinco dólares en libros. La primera vez que fui a su granja le vendí La isla del tesoro, y todavía sigue hablando de ese libro. Le vendí Robinson Crusoe y Mujercitas para su hija y le vendí también Huckleberry Finn y el libro de Grubb sobre la patata. La última vez que estuve allí me pidió algo de Shakespeare, pero no se lo quise vender. Creo que todavía no estaba preparado.»
Empecé a percibir algo del idealismo con que aquel hombrecillo asumía su trabajo. Era una especie de misionero itinerante, además de un conversador incansable. De pronto se había puesto a parpadear y pude ver cómo empezaba a entusiasmarse.
«¡Dios!», dijo, «cuando le vendes un libro a alguien no solamente le estás vendiendo doce onzas de papel, tinta y pegamento. Le estás vendiendo una vida totalmente nueva. Amor, amistad y humor y barcos que navegan en la noche. En un libro cabe todo, el cielo y la tierra, en un libro de verdad, quiero decir. ¡Repámpanos! Si en lugar de librero fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas la gente correría a su puerta a recibirme, ansiosa por recibir mi mercancía. Y heme aquí, con mi cargamento de salvaciones eternas. Sí, señora, salvación para sus pequeñas y atribuladas almas. Y no vea cómo cuesta que lo entiendan. Sólo por eso vale la pena. Estoy haciendo algo que a nadie se le ha ocurrido hacer desde Nazareth, Maine, hasta Walla Walla, Washington. ¡Es un nuevo campo, pero vaya si vale la pena! Eso es lo que este país necesita: ¡más libros!»
El hombrecillo se burló de su propia vehemencia. «¿Sabe una cosa? Es cómico», dijo. «Incluso los editores, los tipos que imprimen los libros, no se dan cuenta de lo que estoy haciendo por ellos. Algunos se resisten a darme crédito porque vendo los libros por lo que valen y no por los precios que ellos les ponen. Me escriben cartas sobre la política de los precios fijos y yo les respondo hablándoles de mi política del mérito fijo. Que publiquen un buen libro y ya verán cómo lo vendo a buen precio. ¡Eso les digo! A veces creo que nadie sabe tan poco sobre libros como los propios editores. Aunque supongo que es algo natural. La mayoría de maestros de escuela no conoce bien a los niños.»
«Lo mejor de todo», continuó, «lo mejor es que me lo paso bien haciendo esto. A veces Peg, Bock (el perro) y yo vamos por la carretera en un día de verano tibio y pasamos despacio frente a una pensión y vemos a los huéspedes que prefieren almorzar en la baranda. Casi todos muertos de aburrimiento, sin nada bueno que leer, nada que hacer salvo sentarse a ver cómo zumban las moscas bajo el sol mientras las gallinas rascan el suelo de un lado a otro. Sin duda, no tardaré en venderles media docena de libros que les devolverán el amor por la vida; así no olvidarán el Parnaso en una buena temporada. Piense en O. Henry, por ejemplo. No hay nadie tan adormilado que no sea capaz de disfrutar de las historias de ese hombre. Él entendía la vida, cómo no, y podía escribir sobre ella con todo lujo de detalles. He pasado más de una tarde leyendo en voz alta a O. Henry y a Wilkie Collins delante de estas personas, que, además de comprarme todos los libros, siempre pedían más y más.»
«¿Y qué hace usted en invierno?», pregunté. Una duda práctica, como casi todas las mías.
«Depende de dónde me encuentre y cuán malo sea el clima en ese lugar», dijo el señor Mifflin. «Dos inviernos los pasé en el Sur y me las arreglé para que el Parnaso siguiera en la carretera toda la temporada. Si no tengo suerte me quedo donde esté. Nunca he tenido dificultades para hallar alojamiento para Peg y un trabajo para mí, si es que llego a necesitarlo. El invierno pasado trabajé en una librería en Boston. Y el invierno anterior a ése estuve en una farmacia, en un pueblo cerca de Pensilvania. Y el anterior trabajé como tutor de literatura inglesa con dos niños. Y el anterior fui camarero en un barco de pasajeros. Ya ve cómo funciona el negocio. Tengo una variopinta colección de experiencias. A mi entender, un hombre que ama los libros no tiene por qué morirse de hambre. Pero este invierno planeo irme a vivir con mi hermano a Brooklyn y trabajar como una hormiga en mi libro. ¡Dios, cuántos años llevo cavilando este asunto! Durante muchas y largas tardes de verano, viajando por caminos polvorientos, rumiándolo tanto que sentía mi cabeza a punto de estallar. Verá usted, creo que la gente común y corriente, la del campo,