La librería encantada. Christopher Morley

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La librería encantada - Christopher  Morley

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hay más», gritó Roger y cuando se disponía a continuar leyendo, Helen dijo: «No, no más, gracias. Debería haber multas para semejante uso de la métrica. Me voy al mercado. Si suena la campana tendrás que venir tú a atender a los clientes.» Roger añadió el tomo de Archy a la estantería de la señorita Titania y continuó revisando los li-

      bros que había reunido.

      «El negro del Narciso», pensó, «pues aunque no lea toda la historia quizás lea el prefacio, que perdurará más que el mármol y los monumentos a los príncipes. Los Cuentos de Navidad de Dickens, para presentarle a la señora Lirriper, la reina de las caseras. Los editores me dirán que Norfolk Street, Strand, es famosa por el conocido agente literario que tiene su despacho allí, pero me pregunto cuántos de ellos sabrán que era allí donde la señora Lirriper tenía su inmortal morada. Los cuadernos de Samuel Butler, sólo para darle un meneo intelectual. La caja equivocada, porque es la mejor farsa escrita en lengua inglesa. Viajes con un burro, para enseñarle lo que es escribir bien. Los cuatro jinetes del Apocalipsis, para que aprenda a apiadarse de los padecimientos humanos… aunque… un momento: es un libro demasiado largo para una jovencita. Supongo que será mejor no incluirlo y ver qué más tenemos por aquí. Algunos catálogos del señor Mosher: ¡muy bien! Le enseñarán el verdadero espíritu de lo que los amantes de los libros llaman bibliodicha. Papeles del bastón, sí, claro, todavía quedan algunos buenos ensayistas. Algunos números encuadernados de The Publishers Weekly: una buena ración de asuntos de negocios. Los chicos de Jo, en caso de que necesite relajarse un poco. Versos de la antigua Roma y poemas de Austin Dobson para mostrarle lo que es la buena poesía. Me pregunto si todavía en las escuelas se leen los Versos de la antigua Roma. Tengo el horrible presentimiento de que hoy a los chicos sólo les enseñan la batalla de los Salamis y los brutales soldados del 76. Y ahora vamos a ponernos excepcionalmente sutiles: pondremos uno de Robert Chambers para ver si cae en la tentación.» Observó la estantería con orgullo. «No está mal», pensó. «Sólo añadiré éste de Leonard Merrick, Susurros femeninos, para divertirla. Apuesto a que el título le producirá curiosidad. Helen seguramente me dirá que debo incluir la Biblia, pero voy a omitirla a propósito para ver si la chica la echa en falta.» Con típica curiosidad masculina, Roger abrió los cajones del tocador para ver qué había puesto su esposa en ellos y descubrió con agrado una pequeña bolsa de tela rellena de lavanda que perfumaba sutilmente el interior de cada compartimento. «Estupendo», dijo. «¡Realmente estupendo! Lo único que falta es un cenicero. Si la señorita Titania es una de esas chicas modernas, eso será lo primero que pida. Y tal vez un ejemplar de los poemas de Ezra Pound.

      Espero que no sea de ésas a las que Helen llama bolcheviciosas

      Ciertamente no había nada de bolchevique en la reluciente limusina que se detuvo en la esquina de Gissing y Swinburne a primeras horas de aquella tarde. Un chófer de librea verde abrió la puerta, sacó una maleta de fino cuero marrón y le ofreció una mano respetuosa a la visión que surgió de las profundidades de la tapicería color lila.

      «¿Dónde quiere que deje su maleta, señorita?»

      «Me temo que es aquí donde nos despedimos», respondió la señorita Titania. «No quiero que sepas mi dirección, Edwards. Algunas de mis alocadas amigas podrían sonsacártela y no quiero que vengan aquí a molestarme... Estaré muy ocupada con la literatura. Seguiré a pie.»

      Edwards se despidió con una sonrisa (el chófer idolatraba a la joven heredera) y se puso de nuevo al volante.

      «Sólo hay algo que quiero que hagas por mí», dijo Titania, «llama a mi padre y dile que estoy en el trabajo.»

      «Sí, señorita», respondió Edwards, que habría empotrado la limusina contra un camión del gobierno si ella se lo hubiera ordenado.

      La pequeña mano enguantada de la señorita Chapman sujetaba un llamativo bolso, atado a su muñeca con una fina cadena dorada. Sacó una moneda de cinco centavos (una moneda que, como era habitual, brilló intensamente entre sus dedos) y se la entregó con gesto grave al chófer. Se despidió de él con la misma gravedad, y el coche, después de atravesar los solemnes arcos de la calle, se perdió a toda velocidad por Thackeray Boulevard.

      Tras asegurarse de que Edwards se había marchado definitivamente, giró por Gissing Street a paso ligero y con actitud vigilante.

      Un niño le gritó: «¿La ayudo con la maleta, señorita?». Y cuando estaba a punto de aceptar recordó que su salario era de apenas diez dólares semanales: prefirió espantar al chico con un gesto de la mano.

      Nuestros lectores se molestarían con razón si no ofreciéramos una descripción de la jovencita, así que aprovecharemos la duración de su trayecto por Gissing Street para tal propósito.

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