La librería encantada. Christopher Morley

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La librería encantada - Christopher  Morley

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propietario morir de hambre?».

      MIFFLIN: «Tu enfermedad, Jerry, es que te consideras a ti mismo como un simple comerciante. Lo que trato de decirte es que el librero presta un servicio público. Debería tener una pensión del Estado. La honorabilidad de la profesión debería obligar al librero a hacer todo lo posible por divulgar los buenos libros».

      QUINCY: «Creo que olvidáis hasta qué punto los que vendemos libros nuevos estamos a merced de los editores. Tenemos que tener en stock las novedades, a pesar de que la mayoría es sólo basura. Por qué tanta basura sólo Dios lo sabe, pues casi ninguno de esos libros idiotas se vende».

      MIFFLIN: «¡Oh, he ahí un misterio, ciertamente! Aunque tengo una buena explicación. En primer lugar, el material de buena calidad no abunda. En segundo lugar, la ignorancia de los editores, muchos de los cuales no son capaces de distinguir un buen libro de uno malo. Es un asunto de flagrante negligencia en la selección de lo que publican. Una gran fábrica de medicamentos o un fabricante de mermelada gastan enormes sumas de dinero en estudios químicos para analizar los ingredientes que se usarán en sus medicinas o en hacer acopio y selección de la fruta. Y aun así todos me dicen que la sección más importante de una editorial, el acopio y selección de manuscritos, es la menos apreciada y la peor remunerada. Una vez conocí a un lector de una editorial: era un chico recién salido de la universidad que no podía distinguir un libro de la insignia de una fraternidad. Si una fábrica de mermelada contrata a un químico experimentado, ¿por qué un editor no cree conveniente contratar a un experto analista de libros? Hay unos cuantos por ahí. Mirad al tipo que lleva la sección de libros del Pacific Monthly, por ejemplo. Ése sí que sabe».

      CHAPMAN: «Creo que exagera el valor de esos expertos. Suelen ser unos faroleros. Una vez tuvimos uno en la fábrica y hasta donde pude ver nunca se enteró de nada, salvo cuando empezamos a perder dinero».

      MIFFLIN: «Según he podido observar a lo largo de mi vida, hacer dinero es la cosa más fácil del mundo. Todo lo que hay que hacer es ofrecer un producto honesto, algo que los demás necesiten. Luego hay que mostrarles que uno lo tiene y enseñarles que lo necesitan. Derribarán tu puerta, ansiosos por conseguirlo. Pero si empiezas a darles lingotes de oro, si empiezas a venderles libros construidos como un edificio de apartamentos, todo mármol en la fachada y ladrillo por detrás, estarás cortando tu propio cuello o tu propio bolsillo, lo que vendría a ser lo mismo».

      MEREDITH: «Creo que Mifflin tiene razón. Ya sabéis qué clase de librería es la nuestra: la típica tienda de la Quinta Avenida, fachada reluciente y plateada y columnas de mármol que brillan con la luz indirecta como abedules bajo la luna. Cada día vendemos cientos de dólares en fruslerías, que es lo que la gente pide. Pero sin duda lo hacemos a regañadientes. En nuestra librería es común que se desprecie a los clientes llamándolos bobos, pero la verdad es que, en el fondo, esta gente quiere buenos libros, sólo que esas pobres almas no saben cómo conseguirlos. Sin embargo, Jerry no deja de tener algo de razón. Disfruto diez veces más cuando logro vender un ejemplar de El deleite de coleccionar libros, de Newton, que cuando vendo un ejemplar de, digamos, Tarzán; pero es un mal negocio imponer nuestros gustos privados entre los clientes. Lo único que se puede hacer es lanzarles pistas con mucho tacto, si se da la ocasión, para que elijan lo que vale la pena».

      QUINCY: «Eso me recuerda algo que ocurrió el otro día en nuestro departamento de libros. Entró una chica elegante y dijo que había olvidado el título del libro que quería; sólo sabía que trataba de un joven criado por unos monjes. Me quedé perplejo. Le enseñé El claustro y el hogar, Campanas del monasterio, Leyendas de las órdenes monásticas y varios más, pero ninguno le sonaba. Entonces una de las vendedoras oyó nuestra conversación y lo adivinó de inmediato. Por supuesto era Tarzán».

      MIFFLIN: «Eres un simple. Perdiste la ocasión de presentarle a Mowgli y a los bandarlog».

      QUINCY: «Tienes razón. No lo había pensado».

      MIFFLIN: «Me gustaría daros algunas ideas sobre la publicidad. Hace unos días vino a verme un joven de una agencia que quería convencerme para poner anuncios en los periódicos. ¿A alguno de vosotros le parece rentable?».

      FRUEHLIN: «Claro, pero depende de para quién. La cuestión es si resulta rentable para el que paga el anuncio».

      MEREDITH: «¿Qué quieres decir?»

      FRUEHLIN: «¿Alguna vez habéis pensado en el problema de lo que yo llamo publicidad tangencial? Me refiero a la publicidad que beneficia más a tu competidor que a ti mismo. Un ejemplo: en la Sexta Avenida hay una estupenda tienda de delicatessen, una tienda más bien cara. Bajo la llamativa luz del escaparate siempre encuentras un gran surtido de todas las confituras y delicias imaginables. Al pasar por delante de la tienda uno no puede evitar babear. Entonces, decides comer algo. Pero no allí, ¡de ningún modo! Caminas un poco más por la misma calle y entras al Automat o al Crystal Lunch. El compañero de la tienda de delicatessen paga el elevado precio de ese hermoso escaparate, pero son los otros quienes se benefician de él. Pasa lo mismo en nuestro negocio. Vivo en un distrito obrero, donde la gente no puede permitirse pagar sino los mejores libros (Meredith me dará la razón si digo que sólo los ricos pueden mantener a los pobres). La gente lee los anuncios en los periódicos y las revistas, anuncios pagados por librerías como la de Meredith, y luego vienen a la mía a comprarlos. Creo en la publicidad, pero mi política es que los demás paguen los anuncios».

      MIFFLIN: «Supongo entonces que tal vez seguiré aprovechándome de los anuncios de Meredith. No había pensado en eso. Aunque creo que algún día pondré un pequeño anuncio en el periódico, una cosa pequeña y discreta que diga: El Parnaso en casa. Buenos libros. Compraventa. Esta librería está encantada. Será divertido ver qué efecto tiene».

      QUINCY: «En la sección de libros de una tienda por departamentos no hay muchas opciones de beneficiarse de esa publicidad tangencial, como la llama Fruehling. Cuando el buitre encargado de la decoración de interiores pone unos pocos ejemplares de un Kipling encuadernado en hule prensado o un ejemplar de Historias de Knock-Kneed en el escaparate para exhibir un tocador Luis XVIII, la disposición del espacio va en contra de los intereses de nuestra sección. El verano pasado me pidió algo de ese tal Richard Madner o no sé qué, con la intención de poner un detalle atractivo en un arreglo de muebles para porches. Pensaba que se trataría de las óperas de Richard Wagner, así que empecé a buscarlas. Luego me di cuenta de que se refería a Ring Lardner».

      GLADFIST: «Ése es el asunto. No me cansaré de decirte que el trabajo de librero es imposible para cualquier hombre que ame la literatura. ¿Cuándo ha hecho algún librero una auténtica contribución a la felicidad del mundo?».

      MIFFLIN: «El padre del doctor Johnson era librero».

      GLADFIST: «Sí, y no tenía dinero para costear la educación de Samuel».

      FRUEHLIN: «Existe otro tipo de publicidad tangencial que me interesa. Tomad, por ejemplo, una pintura de Coles Philips para alguna marca de medias de seda. Por supuesto, el foco de atención de la imagen está puesto en las medias de la hermosa chica; pero siempre hay algo más, un automóvil o una casa de campo o una silla Morris o un parasol, de modo que el anuncio resulta efectivo no sólo para las medias sino también para el resto de cosas. De vez en cuando Phillips pone libros en sus pinturas, cosa que espero beneficie al negocio del libro en la Quinta Avenida. Un libro que se ajuste al espíritu tan bien como una media de seda se ajusta a una pantorrilla es una venta segura».

      MIFFLIN: «Sois todos unos burdos materialistas. Os lo digo de verdad, los libros son depósitos del espíritu humano, que es lo único en este mundo que permanece. Esto dijo Shakespeare: Ni el mármol ni el áureo monumento de los príncipes / perdurará

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