La librería encantada. Christopher Morley
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Roger se pasó toda la mañana limpiando la casa, preparando el regreso de su esposa. Sintió un poco de vergüenza al descubrir el revoltijo de migajas y cenizas de tabaco que se había acumulado en la alfombra del comedor. Se preparó un almuerzo frugal con chuletas de cordero y patatas asadas y se regocijó con un epigrama culinario que le vino a la mente: «Lo que importa no es la comida que comemos en sueños, sino las vituallas reales que nos llenan el buche cada día». Le pareció que aquello podía pulirse un poco y cambiar la sintaxis, pero percibió allí el germen de algo ingenioso. Roger tenía el hábito de elaborar esta clase de ideas cuando comía a solas.
Un rato después, mientras estaba atareado lavando los platos en el fregadero, se vio sorprendido por el contacto de dos competentes brazos que lo rodearon. Un delantal de guinga rosa le tapó toda la cabeza. «Mifflin», dijo su esposa, «¿cuántas veces tengo que decirte que te pongas el delantal cuando laves los platos?»
Se saludaron con la cariñosa y sentida simplicidad de quienes congenian en un matrimonio maduro. Helen Mifflin era una criatura más bien gorda y saludable, rebosante de buen humor e inteligencia, bien alimentada tanto de alma como de cuerpo. La mujer besó la cabeza calva de Roger, le puso el delantal envolviendo aquel cuerpecillo de gamba y se sentó en una butaca de la cocina a observar cómo su marido acababa de secar las tazas de porcelana. Sus mejillas estaban frías y rozagantes por el aire helado, su rostro despedía la serena satisfacción de quien ha pasado unos días en la confortable ciudad de Boston.
«Pues bien, querida», dijo Roger, «ahora sí se puede decir que es un Día de Acción de Gracias. Has vuelto del viaje tan oronda y rellenita como El libro de versos del hogar.»
«Me lo he pasado en grande», dijo ella, acariciando a Bock, que se había acercado a sus rodillas, embebido en la misteriosa y familiar fragancia con que los perros identifican a sus amigos humanos. «Ni siquiera he oído mencionar un solo libro en estas tres semanas. Ayer pasé por la librería Old Angle, sólo para saludar a Joe Jillings, quien diceque todos los libreros están locos pero que tú eres el más loco de todos. Quiere saber si ya estás en bancarrota.»
Los ojos azules de Roger centellearon. Colgó la última taza en la estantería de la porcelana y encendió su pipa antes de responder.
«¿Qué le has dicho?»
«Le dije que nuestra librería estaba encantada, cosa que supuestamente no forma parte de las condiciones habituales del negocio.»
«¡Te has atrevido! ¿Y qué te dijo Joe?»
«¡Encantada por dos locos! ¡Eso dijo!»
«Bueno», dijo Roger, «si la literatura cae en bancarrota estaré encantado de caer con ella. Hasta entonces seguiremos firmes. A propósito, pronto nos encantará con su presencia una distinguida damisela. ¿Recuerdas que te conté que el señor Chapman quiere enviarme a su hija para que trabaje en la librería? Bien, aquí está la carta que me llegó esta mañana.»
Escudriñó en el bolsillo y extrajo un papel que la señora Mifflin leyó en voz alta:
Querido Señor Mifflin:
Me complace mucho que usted y la señora Mifflin estén dispuestos a participar en el experimento de recibir a mi hija como aprendiz. Titania es una chica realmente encantadora y si conseguimos sacarle de la cabeza todas esas tonterías que aprendió en la escuela para señoritas, sin duda alguna se convertirá en una buena mujer. Ella ha tenido (por mi culpa, no por la suya) la desventaja de haber sido criada, o más bien, malcriada, con todos sus caprichos y deseos siempre satisfechos. Por gentileza con ella misma y con su futuro marido, si es que llega a casarse, quiero que aprenda lo que significa ganarse la vida. Tiene casi diecinueve años. Le he dicho que si hace el esfuerzo de trabajar en la librería durante un tiempo la llevaré de viaje a Europa por un año entero.
Como ya le he dicho, quiero que piense que de veras se está ganando su salario. Por supuesto, no quiero que la rutina sea demasiado dura para ella, pero sí que ella se haga una idea de lo que significa enfrentarse a la vida por cuenta propia. Si usted le paga diez dólares a la semana y deduce de ellos la manutención, yo le pagaré veinte dólares, en privado, por su amabilidad a la hora de asumir la responsabilidad de cuidarla y vigilar sus progresos junto a la señora Mifflin.
Mañana por la noche asistiré a la reunión del Club de la Mazorca y entonces podremos ultimar los detalles.
Por suerte, a Titania le encantan los libros y creo de veras que ella está ansiosa por comenzar esta aventura. Ayer, mientras hablaba con una amiga, oí que le decía que este invierno estaría encargada de no sé qué «labores literarias». Ésa es la clase de tonterías que quiero verla superar. Cuando la escuche decir que ha conseguido trabajo en una librería, entonces sabré que está curada.
Cordialmente,
George Chapman
«¿Y bien?», dijo Roger ante el silencio de la señora Mifflin. «¿No crees que puede ser interesante ver cómo reacciona una jovencita inocente ante los problemas de nuestra tranquila existencia?»
«¡Roger, eres un ingenuo!», gritó su esposa. «La vida dejará de ser tranquila con una chica de diecinueve años rondando por la librería. Podrás engañarte a ti mismo, pero a mí no me engañas. Una chica de diecinueve años no reacciona ante las cosas; antes bien, ¡explota! Las cosas no reaccionan en ninguna parte, salvo en Boston y en los laboratorios químicos. ¿Eres consciente de que estás metiendo una bomba de tiempo en el polvorín?»
Roger pareció dudar por un momento. «Recuerdo algo en La presa de Hermiston acerca de una chica que era un “artefacto explosivo”», dijo. «Pero no veo que pueda ocasionar ningún daño estando aquí. Ambos hemos demostrado ser inmunes a la fatiga en el combate. Lo peor que podría pasar es que ella se hiciera con mi ejemplar de Conversaciones hogareñas en la época de la Reina Isabel. Recuérdame que debo guardar ese libro bajo llave, por favor.»
Esta obra maestra secreta de Mark Twain era uno de los tesoros favoritos del librero. Ni siquiera a Helen le había permitido leerlo, si bien ella había juzgado atinadamente que no sería de su agrado y, aunque sabía perfectamente dónde lo guardaba Mifflin (junto a su póliza de seguros, algunos bonos del Estado, una carta firmada de Charles Spencer Chaplin y una fotografía de la propia Helen tomada durante la luna de miel), nunca había hecho el más mínimo intento de hojearlo.
«Bien», dijo Helen, «con o sin Titania, los señores de la Mazorca querrán su tarta de chocolate esta noche. Será mejor que me ponga manos a la obra. Sé bueno y lleva mi equipaje al piso de arriba, Roger.»
Una reunión de libreros es uno de esos cónclaves a los que vale la pena asistir. Los miembros de este antiguo gremio poseen consignas y maneras tan definidas y particulares como las de los estafadores profesionales o cualquier otro negocio. Suelen tener, si se me permite decirlo así, las cubiertas gastadas, pues se trata de hombres que renuncian al lucro mundano para perseguir una noble causa muy mal remunerada. Son quizás un poco amargados: una conducta humana de lo más apropiada para enfrentarse a los cielos inescrutables. El prolongado trato con los agentes comerciales de las editoriales ha avivado su suspicacia hacia los libros elogiados entre los platos