La librería encantada. Christopher Morley

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La librería encantada - Christopher  Morley

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el suave brillo de una bombilla eléctrica y con una expresión de éxtasis y fanatismo dibujada en el rostro, leía. Pero no había ni una sola bocanada de humo a su alrededor, así que el recién llegado concluyó que no se trataba del propietario.

      A medida que el joven se acercaba a la trastienda, el efecto general que le producía aquel lugar se hacía más y más fantástico. En algún tejado remoto se escuchaba el tamborileo de la lluvia. Por lo demás, el silencio era total, habitado solamente (o eso parecía al menos) por las obsesivas espirales de humo y el animado perfil del lector de ensayos. Aquello parecía un templo secreto, un lugar destinado a extraños rituales. La garganta del joven parecía constreñida por la mezcla de agitación y tabaco. Sobre su cabeza se alzaban las torres de estanterías, más oscuras a medida que se acercaban al techo. Vio una mesa con un rollo de papel amarillento y una cinta, con los que evidentemente se envolvían los libros. Pero no había señales del dependiente.

      «En efecto, este lugar podría estar encantado quizás por el encantador espíritu de Sir Walter Raleigh, patrono de los fumadores, pero no por la presencia de sus propietarios, según parece», pensó.

      Mientras buscaba entre los rincones vaporosos y azules de la tienda, sus ojos repararon en un círculo lustroso que emitía un extraño brillo, similar al de un huevo. Era algo redondo y blanco que brillaba bajo el resplandor de una lámpara colgante, una isla resplandeciente en medio de aquel turbio océano de humo. El joven se acercó y descubrió que se trataba de una cabeza calva.

      Aquella cabeza, comprendió entonces, era el remate de un hombre bajito y de ojos penetrantes, bien recostado sobre el respaldo de una silla giratoria, en una esquina que parecía ser el centro neurálgico de aquel establecimiento. El enorme escritorio estaba cubierto por montículos de libros de todas clases, junto a latas de tabaco, recortes de periódicos y cartas. Una vieja máquina de escribir, que tenía un cierto aire de clavicordio, se hallaba medio enterrada bajo las hojas de un manuscrito. El hombrecito calvo fumaba su pipa y leía un libro de cocina.

      «Disculpe», dijo el visitante, con voz agradable, «¿es usted el propietario?»

      El señor Roger Mifflin, el propietario del Parnaso en casa, levantó la mirada y el visitante vio que aquel hombre tenía unos ojos azules rebosantes de entusiasmo, una barba roja bien recortada y un convincente aire de originalidad.

      «Soy yo», dijo el señor Mifflin. «¿Qué puedo hacer por usted?»

      «Me llamo Aubrey Gilbert», dijo el joven. «Represento a la Agencia de Publicidad Materia Gris. Me gustaría hablar con usted sobre las ventajas de poner en nuestras manos la publicidad de su negocio: podemos preparar un anuncio con gancho y publicarlo en medios de gran difusión. Ahora que ha terminado la guerra, debería poner en marcha una campaña constructiva para expandir su negocio.»

      El rostro del librero se iluminó con una sonrisa. Dejó su libro de cocina sobre el escritorio, expulsó una larga bocanada de humo y miró al joven con alegría.

      «Querido amigo», dijo, «yo no hago publicidad.»

      «¡Imposible!», gritó el otro, como quien se horroriza ante un gesto gratuito de indecencia.

      «No en el sentido que usted le da a la palabra. Por suerte para mí, de esos asuntos se encargan los publicistas más versátiles de todo el gremio.»

      «Supongo que se refiere a Whitewash & Gilt», dijo el señor Gilbert con gesto pensativo.

      «En absoluto. Los que se encargan de mi publicidad son Stevenson, Browning, Conrad y cía.»

      «No me diga», dijo el agente de Materia Gris.

      «Nunca había oído hablar de esa agencia. Aun así, dudo que sus anuncios tengan más gancho que los nuestros.»

      «Me parece que no me ha entendido. Quiero decir que la publicidad la hacen los propios libros que vendo. Si vendo a alguien un libro de Stevenson o de Conrad, un libro que lo aterra o lo deleita, ese hombre y ese libro se convierten en mi publicidad viviente.»

      «Pero ese tipo de publicidad boca a boca está totalmente obsoleta», dijo Gilbert. «Así no se puede conseguir difusión. Debe hacer prevalecer su marca ante el público.»

      «¡Por los huesos de Tauchnitz!», gritó Mifflin.

      «Dígame una cosa, ¿iría usted a ver a un doctor, un especialista en medicina, para decirle que debería anunciarse en diarios o revistas? La publicidad de un doctor son los cuerpos que cura. Mi negocio se anuncia gracias a las mentes que consigo estimular. Y déjeme decirle que el negocio de los libros es muy distinto a otros. La gente no sabe que quiere los libros. Usted, por ejemplo. Basta con mirarlo un instante para darse cuenta de que su mente padece una tremenda carencia de libros y, sin embargo, ahí sigue, dichosamente ignorante. La gente no va a ver a un librero hasta que un serio accidente mental o una enfermedad los hace tomar conciencia del peligro. Entonces vienen aquí. Hacer publicidad sería más o menos tan útil como decirle a alguien sano que vaya al médico. ¿Sabe por qué la gente lee ahora muchos más libros que antes? Porque la terrible catástrofe de la guerra les ha hecho ver que sus mentes están enfermas. El mundo entero estaba padeciendo toda clase de fiebres, desórdenes y enfermedades mentales y no lo sabía. Ahora nuestras angustias se han vuelto demasiado evidentes. Todos leemos con hambre y ansia, intentando comprender, una vez que han terminado los problemas, qué les sucede a nuestras mentes.»

      El pequeño librero se había levantado de su silla y el visitante lo miraba con una mezcla de perplejidad y regocijo.

      «Por supuesto», dijo Mifflin, «el hecho de que usted haya creído que valía la pena venir hasta aquí me produce interés. Refuerza mi convicción en el esplendoroso futuro que le aguarda al negocio de los libros. Sin embargo, le diré que ese futuro no reside meramente en sistematizarlo como un negocio. Reside más bien en dignificarlo como una profesión. De nada vale mofarse del público porque desea libros de mala calidad, baratijas y engañifas.

      ¡Médico, cúrate a ti mismo! Que el librero aprenda a conocer y apreciar los buenos libros; sólo así podrá enseñar al cliente. El apetito por las buenas lecturas está más generalizado y es más persistente de lo que usted podría imaginarse, aunque todavía de una manera inconsciente. La gente necesita de los libros, pero no lo sabe. Generalmente las personas no saben que los libros que necesitan ya existen.»

      «¿Y por qué no dárselos a conocer a través de la publicidad?», preguntó el joven de manera bastante aguda.

      «Querido amigo, comprendo el valor de la publicidad. Pero en mi caso sería inútil. No soy un negociante de mercancías, sino un especialista en ajustar cada libro a una necesidad humana. Entre nosotros: no existe tal cosa como un ‘buen libro’, en un sentido abstracto. Un libro es ‘bueno’ sólo cuando encuentra un apetito humano o refuta un error. Un libro que para mí es bueno a usted podría parecerle una porquería. Mi gran placer es prescribir libros para todos los pacientes que vengan hasta aquí deseosos de contarme sus síntomas. Algunas personas han permitido que sus facultades lectoras hayan decaído tanto que lo único que puedo hacer es colgarles un letrero que diga Post Mortem. Aun así, muchos tienen todavía la posibilidad de recibir tratamiento. No hay nadie más agradecido que un hombre a quien le has recomendado el libro que su alma necesitaba sin saberlo. Ninguna publicidad sobre la faz de la tierra es tan potente como la gratitud de ese cliente.» Continuó: «Y le daré otra razón por la cual no hago publicidad. En estos días, en los que todo el mundo quiere imponer su marca, como usted dice, no hacer publicidad es la cosa más original y deslumbrante que se puede hacer para llamar la atención. El hecho de que yo no haga publicidad fue lo que le trajo hasta aquí. Y todo aquel que viene a la librería cree

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