La librería encantada. Christopher Morley

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La librería encantada - Christopher  Morley

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ocurrió que resultaría provechoso hacer una lista de algunos de los títulos de la colección de Mifflin, como guía para sus propias lecturas. Sacó una libreta de notas y empezó a anotar los libros que lo intrigaban:

       Las obras de Francis Thompson (3 vols.)

       Historia social del tabaco: Apperson

       El camino a Roma: Hilaire Belloc

       El libro del té: Kakuzo

       Pensamientos alegres: F. C. Burnand

       Plegarias y meditaciones del Doctor Johnson

       Margaret Ogilvy: J. M. Barrie

       Confesiones de un matón: Taylor

       Catálogo general de Oxford University Press

       La guerra de la mañana: C. E. Montague

       El espíritu del hombre: editado por Robert Bridges

       El centeno romaní: Borrow

       Poemas: Emily Dickinson

       Poemas: George Herbert

       La casa de las telarañas: George Gissing

      En ésas estaba, y justo empezaba a pensar que, por el bien de la publicidad (que es una amante celosa), más le valía dejar allí la lista, cuando su anfitrión entró en el salón con gesto ansioso, los ojos como dos bolas de luz azul.

      «Venga, señor Gilbert», dijo en voz alta. «La cena está servida. ¿Quiere lavarse las manos antes de pasar a la mesa? En ese caso, venga por aquí, dese prisa, que los huevos se enfrían.»

      El comedor al que fue conducido el invitado delataba un toque femenino que no era visible bajo el humo de las dependencias comerciales y el gabinete. En las ventanas había alegres cortinas de cretona y macetas con geranios. Bajo una lámpara con pantalla de seda, en tonos cálidos, se hallaba la mesa ya bien puesta, con la plata y la porcelana. En un decantador de cristal tallado brillaba oscuro el vino tinto. El diligente instrumento de la Publicidad experimentó dentro de sí una agitación espiritual inconfundible.

      «Siéntese, señor», dijo Mifflin, levantando la tapa de una bandeja. «Éstos son los huevos Samuel Butler, un invento mío, la apoteosis del fruto de la gallina.» Gilbert recibió el invento con evidente entusiasmo. Un Huevo Samuel Butler, para que las amas de casa tomen nota, podría resumirse como una pirámide cuya base es una tostada, los cimientos principales una tira de beicon, luego un huevo bien escalfado, una capa de champiñones, otra de pimiento rojo cortado en tiras; y todo ello empapado en una salsa rosa caliente cuya receta prefiere el inventor guardar en secreto. El chef librero añadió al plato unas patatas fritas y sirvió a su invitado una copa de vino.

      «Es un California Catawba», dijo Mifflin, «uno de esos vinos donde la uva y el sol han cumplido su cometido con mucho agrado y poca inversión. ¡Le auguro un próspero futuro en el oscuro arte de la publicidad! ¡Salud!»

      La psicología y el misterio del arte de la publicidad dependen del tacto, una percepción instintiva del tono y el acento que ha de producirse en rapport con el estado de ánimo de quien escucha. El señor Gilbert era consciente de ello e intuyó que muy posiblemente su anfitrión se sentía más orgulloso de su caprichosa vocación de gourmet que de su sagrada profesión de librero.

      «¿Es posible, señor», dijo Gilbert en elocuente estilo johnsoniano, «que haya podido preparar un plato tan delicioso en tan pocos minutos? No estará bromeando, ¿o sí? ¿O es que existe un pasadizo secreto entre Gissing Street y las cocinas del Ritz?»

      «¡Oh, esto no es nada! ¡Debería probar la comida de la señora Mifflin!», dijo el librero. «Yo soy sólo un aficionado que coquetea con el oficio de la cocina durante la ausencia de su esposa. Ahora se ha ido a visitar a su primo en Boston. A veces se cansa del tabaco de este establecimiento… No la culpo. De modo que una o dos veces al año le viene bien respirar el aire puro de Beacon Hill. Durante su ausencia tengo el privilegio de explorar los rituales de la limpieza del hogar. Lo encuentro bastante relajante después de las incesantes emociones y transacciones de mis jornadas en la tienda.»

      «Siempre imaginé», dijo Gilbert, «que la vida en una librería sería apacible y tranquila.»

      «En absoluto. Vivir en una librería es como vivir en un depósito de dinamita. Esas estanterías están cargadas con los más temibles explosivos del mundo: los cerebros humanos. Puedo pasarme toda una tarde lluviosa leyendo: mi mente alcanza entonces tales estados de pasión y ansiedad por los problemas mortales que puedo perder mi humanidad. Es terriblemente nocivo para mis nervios. Rodee usted a cualquier hombre con los libros de Carlyle, Emerson, Thoreau, Chesterton, Shaw, Nietzsche y George Abe… ¿Se imagina la excitación que experimentaría? ¿Qué sentiría un gato si lo obligaran a vivir en un cuarto tapizado de hierba gatera? ¡Enloquecería!»

      «La verdad es que nunca había pensado en ese aspecto de la venta de libros», dijo el joven. «Aun así, ¿cómo es que las librerías parecen santuarios de calma y serenidad? Si los libros son tan provocadores como usted afirma, uno esperaría que el librero profiriera chillidos propios de un hierofante en pleno éxtasis, interrumpiendo el silencio de su negocio con unas castañuelas.»

      «Oh, amigo mío, ¡olvida el fichero! Los bibliotecarios inventaron ese artilugio para apaciguar la fiebre de sus almas, tal como yo me refugio en los ritos culinarios. Los bibliotecarios enloquecerían, al menos aquellos que son capaces de concentrarse, si no contaran con el frío y tranquilizador medicamento del fichero. ¿Más huevos?»

      «Gracias», dijo Gilbert. «¿Quién era ese tal Butler en honor al cual ha bautizado usted un plato?»

      «¿Cómo?», chilló Mifflin, agitado, «¿no ha oído hablar de Samuel Butler, el autor de El destino de la carne? Estimado joven, cualquier persona que muera sin haber leído ese libro, y también Erewhon, habrá echado por la borda deliberadamente sus posibilidades de entrar en el Paraíso. Pues el Paraíso en el otro mundo es una cosa incierta, mientras que aquí en la tierra existe sin duda un cielo, el cielo en el que entramos a vivir cuando leemos un buen libro. Sírvase otro vaso de vino y permítame…»

      (Aquí Mifflin prosiguió con una explicación entusiasta de la perversa filosofía de Samuel Butler, que por respeto a mis lectores prefiero omitir. El señor Gilbert tomó notas de la conversación en su libreta, y me complace decir que su corazón se vio confrontado con su propia iniquidad, pues unos días más tarde el señor Gilbert fue visto en la Biblioteca Pública pidiendo un ejemplar de El destino de la carne. Después de consultar en cuatro bibliotecas y ver que en todas ellas el libro había sido prestado, se animó a comprar un ejemplar, cosa de la que nunca se arrepentiría en toda su vida.)

      «Con tanta charla he descuidado mis deberes como anfitrión», dijo Mifflin. «Nuestro postre consiste en una crema de manzana, pan de jengibre y café.» El hombrecillo recogió los platos vacíos a toda prisa y trajo lo anunciado.

      «Me ha llamado la atención ese letrero junto al aparador», dijo Gilbert. «Espero que me deje ayudarlo a fregar los platos esta noche.» Y señaló un letrero colgado cerca de la puerta de la cocina que decía:

      LAVAR LOS PLATOS SIEMPRE

      DESPUÉS

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