La librería encantada. Christopher Morley
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«Bien, caballeros», dijo Roger una vez que los invitados se hubieron reunido en su pequeño gabinete, «es una tarde fría. Acercaos al fuego. Bebed toda la sidra que queráis. La tarta está sobre la mesa: mi esposa ha vuelto de Boston sólo para hacerla.»
«¡A la salud de la señora Mifflin!», dijo el señor Chapman, un hombre silencioso que tenía el hábito de escuchar atentamente a los demás. «Espero que no le importe ocuparse de la librería mientras nosotros celebramos esta reunión.»
«En absoluto», dijo Roger.
«Vi que ponían Tarzán de los monos en el cine de la calle Gissing», dijo Gladfist. «Grandiosa. ¿La habéis visto?»
«Prefiero leer El libro de la selva», dijo Roger.
«Me tenéis harto con ese discurso sobre la literatura», dijo Jerry en voz alta. «Un libro es un libro, incluso si el autor es Harold Bell Wright.»
«Un libro es un libro si uno lo disfruta», corrigió Meredith, de la gran librería de la Quinta Avenida.
«A mucha gente le gusta Harold Bell Wright, así como a muchos les gusta comer callos. Ambas cosas me harían mucho daño. Pero seamos tolerantes.»
«Su argumentación es una sucesión de non sequitur», dijo Jerry, inusualmente locuaz por efecto de la sidra.
«Eso es un golpe bajo», se burló Benson, comerciante de incunables y primeras ediciones.
«Lo que quiero decir», prosiguió Jerry, «es que no somos críticos literarios. No es nuestro negocio decidir lo que es bueno y lo que no. Nuestro trabajo simplemente consiste en suministrar al público los libros que quiere y cuando quiere. Cómo la gente llega a desear un libro no es asunto nuestro.»
«Dices que éste es el peor negocio del mundo», intervino Roger afectuosamente, «pero eres la clase de persona que lo echa a perder. ¿Opinas entonces que incrementar el apetito de la gente por los libros no tiene nada que ver con el trabajo?»
«Apetito es una palabra muy fuerte», dijo Jerry.
«En cuanto a libros se refiere, el público apenas es capaz de apreciar las dietas blandas. Los alimentos sólidos no le interesan. Si intentas obligar a un enfermo a engullir un roast beef acabarás matándolo. Deja que el público decida por sí solo y dale gracias a Dios cuando tienes ocasión de quedarte con algo de su dinero.»
«Vayamos a lo más básico», dijo Roger. «No tengo pruebas en las que…»
«Nunca las tienes», interrumpió Jerry.
«En todo caso apostaría a que el negocio ha hecho más dinero con el American Commonwealth de Bryce de lo que jamás podría hacer con todos los libros de Parson Wright juntos.»
«¿Y qué? ¿Por qué no quedarse con las dos opciones?»
Este careo inicial fue interrumpido por la llegada de otros dos invitados, a los que Roger entregó sendos vasos de sidra, les señaló la tarta y la cesta con pretzels y encendió su pipa. Los recién llegados eran Quincy y Fruehling; el primero era empleado en el departamento de libros de un enorme centro comercial y el segundo, propietario de una librería en el distrito judío de Grand Street (una de las librerías mejor surtidas de la ciudad, aunque poco conocida entre los amantes de los libros de la parte alta de la isla).
«Y bien», dijo Fruehling, con su barba espesa y sus brillantes ojos oscuros relumbrando encima de sus mejillas huesudas y frescas, «ponednos al tanto de la discusión.»
«Lo de siempre», dijo Gladfist, sonriendo. «Mifflin confunde la metafísica con la mercancía.»
MIFFLIN: «En absoluto. Sólo digo que es un buen negocio vender únicamente lo mejor».
GLADFIST: «Te equivocas de nuevo. Debes elegir tu stock de acuerdo a tus clientes. Pregúntale a Quincy. ¿Qué sentido tendría para él llenar sus estanterías con Maeterlinck y Shaw cuando la clientela del centro comercial quiere a Eleanor Porter y a Tarzán? ¿Acaso un tendero rural vende los mismos puros que aparecen en la carta de vinos de un hotel de la Quinta Avenida? Claro que no. Él ofrece los puros que le gustan a sus clientes, los puros a los que están acostumbrados. El negocio de los libros debe seguir las reglas ordinarias del comercio». Mifflin: «¡Al cuerno con las reglas ordinarias del comercio! Me instalé aquí, en la calle Gissing, justamente para escapar de ellas. Se me fundirían los plomos del cerebro si tuviera que ceder a las sucias estipulaciones de la oferta y la demanda. A mi entender, la oferta crea la demanda».
GLADFIST: «En todo caso, viejo amigo, todo el mundo tiene que ceder a la sucia y mezquina exigencia de ganarse la vida, a menos que tengas quien te financie».
BENSON: «Desde luego, mi línea de negocios no es estrictamente igual a la vuestra, pero en mi larga experiencia como vendedor de incunables he dado con una idea que podría serviros. El deseo del cliente de marcharse con su dinero suele ser inversamente proporcional al beneficio permanente que espera obtener de lo que compra».
MEREDITH: «Eso suena casi a John Stuart Mill».
BENSON: «Pero podría ser cierto. Cualquier parroquiano preferiría pagar mucho más por diversión que por un poco de cultura. Pensad en cómo un hombre puede soltar cinco pavos por un par de entradas para el teatro o gastarse dos dólares semanales en cigarrillos sin siquiera pensarlo. Pero dos o cinco dólares a cambio de un libro le parecen un auténtico atraco. El error que habéis cometido en la venta al por menor es intentar convencer a vuestros clientes de que los libros son artículos de primera necesidad. Hacedles creer que son bienes de lujo. ¡Eso los seducirá! La gente debe trabajar tan duro en esta vida que las necesidades le producen vergüenza. Un hombre preferirá mil veces usar un traje hasta dejarlo reducido a harapos antes que fumar un cigarrillo manoseado».
GLADFIST: «No está mal tu teoría. Aquí el amigo Mifflin dice que soy un cínico materialista, pero, rayos, creo que soy mucho más idealista que él. Yo no me paso el día haciendo propaganda, intentando engatusar a los pobres inocentes para que compren la clase de libro que yo creo que deberían leer. Cuando los veo allí tan indefensos, entrando a la librería sin la más mínima idea de lo que quieren o lo que vale la pena leer, me niego a aprovecharme de su fragilidad. En ese momento están a merced del vendedor y pueden llegar a comprar cualquier cosa que éste les recomiende. En cambio, el hombre honorable, de espíritu elevado (es decir, como yo mismo), se precia de no encandilarlos con ninguna cosa llamativa sólo porque crea que deben leerla. Dejad que los incautos deambulen y agarren lo que puedan. Dejad que la selección natural haga su trabajo. A mí me parece fascinante observarlos, ver su indefensión a flor de piel y estudiar la extraña manera que tienen de elegir. Casi siempre compran un libro bien porque les parece que la cubierta es atractiva, bien porque cuesta un dólar con quince centavos en lugar de un dólar con treinta; o porque dicen que leyeron una reseña. La tal reseña a menudo resulta ser un anuncio. Creo que uno de cada mil clientes debe de saber cuál es la diferencia entre una y otro».
MIFFLIN: «¡Vuestra doctrina es cruel, abyecta y falsa! ¿Qué pensarías de un médico que, al ver a un grupo de personas con una enfermedad tratable se negara a aliviar sus sufrimientos?»
GLADFIST: «Sus sufrimientos (como tú los llamas) no son nada comparados con lo que serían los míos