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El señor Chapman cree que estando rodeada de libros podría acabar aprendiendo algo sobre la vida. A mí este experimento me pone más bien nervioso, aunque se trata de un cumplido para nuestro negocio, ¿no cree?»
«Claro que sí», dijo Gilbert, emocionado, «¡menudo anuncio se podría hacer con eso!»
En ese instante sonó la campana de la tienda y Mifflin acudió de un salto. «A esta hora de la noche suele haber movimiento», dijo. «Me temo que tendré que bajar a atender el negocio. A algunos de mis clientes habituales les gusta verme para cotillear sobre libros.»
«No sabe cuánto he disfrutado la cena», dijo Gilbert. «Volveré uno de estos días a husmear en sus estanterías.»
«Muy bien y, por favor, no divulgue el asunto de la jovencita», dijo el librero. «No quiero que esto se llene de pretendientes que puedan alterarla. Si la chica se enamora de alguien en esta tienda sólo será de Joseph Conrad o John Keats.»
De camino hacia la puerta, Gilbert vio a Roger Mifflin charlando animadamente con un hombre barbudo que parecía profesor universitario. «¿El Cromwell de Carlyle?», decía. «¡Sí, por supuesto!
¡Aquí mismo! ¡Oh, vaya, qué extraño! ¡Juraría que estaba aquí!»
CAPÍTULO II EL CLUB DE LA MAZORCA
La Librería Encantada era un lugar muy agradable, especialmente por las noches, cuando sus espacios, habitualmente en penumbra, se alegraban con el brillo de las lámparas encendidas entre las filas de libros. Muchos transeúntes que pasaban por allí bajaban las escaleras por pura curiosidad. Otros, visitantes asiduos, se presentaban con esa confortable alegría propia de cualquiera que entra en su club social. Roger tenía la costumbre de sentarse al fondo del local, en el escritorio, con su pipa y sus lecturas, pero si cualquier cliente comenzaba una conversación, el hombrecillo contestaba rápidamente. El león de la conversación sólo fingía dormir en su interior. No era difícil verlo saltar a la menor provocación.
Cabe mencionar que todas esas librerías que abren por las noches suelen estar llenas en las horas posteriores a la cena. ¿Acaso los auténticos amantes de los libros son gente nocturna, de la que sólo se atreve a salir cuando la oscuridad y el silencio y el fulgor de las luces cálidas induce irresistiblemente a la lectura? Ciertamente, la noche tiene una afinidad mística con la literatura y es extraño que los esquimales no hayan escrito grandes libros. Desde luego, para muchos de nosotros una noche del invierno ártico resultaría insoportable sin O. Henry o Stevenson. O, como Roger Mifflin declaraba durante su etapa de entusiasmo por Ambrose Bierce, las auténticas noctes ambrosianae son las noctes ambrose bierceianae.
Pero Roger cerraba puntualmente la librería a las diez en punto. A esa hora, en compañía de Bock (su perro color mostaza, bautizado así en honor a Bocaccio), hacía una ronda por el local, revisando que todo estuviera en su sitio; vaciaba los ceniceros, echaba la llave en la puerta principal y apagaba las luces. Entonces se retiraba a la trastienda, donde la señora Mifflin se hallaba por lo general tejiendo o leyendo. Ella ponía al fuego una olla de chocolate y antes de irse a la cama los dos esposos charlaban o leían durante media hora.
En ocasiones, Roger daba un paseo por Gissing Street antes de volver a la trastienda. Pasar todo el día entre libros tiene un efecto más bien agotador en la mente y a Mifflin le gustaba ver cómo el aire fresco barría las calles oscuras de Brooklyn mientras él meditaba sobre algo que había estado leyendo, acompañado en todo momento por Bock, que olisqueaba y trotaba de ese modo tan peculiar con el que trotan los perros viejos en la oscuridad.
Cuando la señora Mifflin no estaba en casa, sin embargo, la rutina de Roger era ligeramente diferente. Después de cerrar la tienda regresaba a su escritorio y, con aire furtivo y un tanto avergonzado, sacaba del fondo de un cajón una carpeta sucia que contenía un puñado de notas y un manuscrito. Aquél era su esqueleto en el armario, su pecado secreto. Eran los andamios de su libro, en el que había estado trabajando a lo largo de los últimos diez años, asignándole, tentativamente, diferentes títulos: Notas sobre literatura, La musa en muletas, Los libros y yo o Lo que todo joven librero debe saber. Había comenzado mucho tiempo atrás, en los días de su odisea como traficante rural de libros, con el título de Literatura entre granjeros, pero aquello acabó ramificándose hasta que (al menos por la cantidad) dio la impresión de que el mismísimo Ridpath tendría que proteger sus laureles de linóleo. En su estado presente, el manuscrito no tenía ni comienzo ni fin, pero sin duda había crecido desenfrenadamente por la mitad, con cientos y cientos de páginas llenas con la letra menuda de Roger. El capítulo sobre Ars Bibliopolae, o el arte de vender libros, según esperaba el autor, se convertiría en un clásico para las generaciones futuras de libreros. Sentado frente al desorden de su escritorio, acariciado por una cortina de humo de tabaco, Roger repasaba el manuscrito, comparando, interpolando, reescribiendo y luego consultando los volúmenes de sus estanterías. Bock rezongaba bajo la silla, y el cerebro de Roger empezaba a reverberar. Casi siempre acababa dormido sobre sus papeles para luego despertar sobresaltado, hacia las dos de la madrugada, hora en la que se arrastraba con gran irritación hasta su cama vacía.
Contamos todo esto sólo con el ánimo de explicar por qué Roger se estaba quedando dormido en su escritorio la noche en que Aubrey Gilbert lo visitó en su librería. Una corriente de aire frío pasó como un riachuelo de montaña sobre su cabeza calva y Roger se despertó. La tienda estaba a oscuras, salvo por la brillante luz eléctrica que alumbraba la mesa. Bock, cuyos hábitos eran más regulares que los de su amo, había regresado a la cocina, donde tenía su lecho, improvisado en la caja que alguna vez ocuparan los volúmenes de la Enciclopedia Británica.
«Qué raro», pensó Roger. «¿Habré olvidado cerrar la puerta?» Caminó hasta la entrada y encendió el grupo de lámparas que pendía del techo. La puerta estaba abierta, pero todo lo demás parecía normal. Bock, al escuchar sus pasos, trotó desde la cocina, sus pequeñas garras tamborileando sobre el suelo de madera. Luego miró a Roger con la actitud paciente y expectante de un perro acostumbrado a las excentricidades de su amo.
«Supongo que me estoy volviendo distraído», dijo Roger. «Debí de dejarla abierta.» Cerró la puerta y puso el pestillo. Entonces vio que el perro estaba olfateando la sección de historia, situada en la parte delantera de la tienda, a mano izquierda.
«¿Qué ocurre, viejo?», preguntó Roger. «¿Quieres algo para leer en la cama?» Encendió la luz de aquella sección. Todo parecía normal. Hasta que notó que un libro sobresalía un par de centímetros fuera de la uniforme hilera de lomos. Roger tenía la costumbre de alinear bien los libros, y casi todas las noches, a la hora de cerrar, solía pasar la mano por los lomos de los volúmenes para nivelar cualquier irregularidad provocada por los clientes poco cuidadosos. Estiró la mano con la intención de volver a poner el libro en su sitio, pero se detuvo en seco.
«Qué raro», pensó. «¡El Oliver Cromwell de Carlyle! La otra noche lo estuve buscando y no lo encontré cuando vino ese profesor a preguntar por él. Quizás estaba cansado y lo pasé por alto. Será mejor