La librería encantada. Christopher Morley

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La librería encantada - Christopher  Morley

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Mifflin salió corriendo del despacho y los miembros del Club de la Mazorca se sonrieron unos a otros. Gladfist limpió su pipa y se sirvió otro vaso de sidra. «No se puede resistir a su hobby», se burló. «Me encanta atormentarlo.»

      «Hablando del Cromwell», dijo Fruehling, «ése es un libro que nadie suele pedirme. Pero el otro día vino un caballero preguntando por un ejemplar y para mi disgusto no tenía ninguno. Me precio de tener esa clase de cosas en stock, así que llamé a Brentano para ver si podía dejarme uno: me dijeron que acababan de vender el único que les quedaba. ¡Alguien debe de estar promoviendo la obra de Thomas! Quizás lo citan en Tarzán o alguno ha comprado los derechos para el cine.»

      Mifflin volvió a entrar, con aspecto más bien abatido.

      «Algo raro está ocurriendo», dijo. «Tenía la total certeza de que ese ejemplar del Cromwell estaba en la estantería porque lo vi allí anoche. Y ahora no está.»

      «Es algo típico», dijo Quincy. «Ya sabéis que algunos clientes de las librerías de segunda mano, cuando se encaprichan con algún libro pero no tienen manera de comprarlo, lo esconden en alguna otra estantería con la esperanza de que sólo ellos puedan encontrarlo después. Es muy probable que alguien haya hecho eso con su ejemplar del Cromwell

      «Tal vez, aunque lo dudo», dijo Mifflin. «La señora Mifflin dice que ella no lo ha vendido. La he despertado para preguntárselo. Se había quedado dormida tejiendo en el escritorio. Supongo que está cansada después del viaje.»

      «Lástima. Quería oír la cita de Carlyle», dijo Benson. «¿Qué decía, más o menos?»

      «Creo que la tengo anotada en un cuaderno», dijo Roger, buscando en una estantería. «Sí, aquí la tengo.» Y leyó en voz alta: «Las obras de los hombres, así estén enterradas bajo una montaña de guano e indignos excrementos, jamás perecen, no pueden perecer. Cuanto de Heroísmo y Vida Eterna hay en el hombre y en su vida se añade con gran exactitud a las Eternidades y perdura para siempre como una nueva porción divina de la Suma de las Cosas... Ahora bien, amigos míos, el librero es una de las claves en esa máquina sumatoria universal, pues colabora en la polinización entre hombres y libros. El deleite que obtiene con su vocación no necesita estímulo alguno, ni siquiera unas hermosas pantorrillas pintadas por Coles Phillips.»

      «Roger, querido amigo», dijo Gladfist, «tu inocente entusiasmo me recuerda la historia favorita de Tom Daly sobre el cura irlandés que reprende a su rebaño por su afición al whisky. El whisky, decía, es el azote de esta congregación. El whisky, que le roba al hombre el seso. El whisky, que os empuja a disparar contra vuestros patrones… ¡pero sin dar en el blanco! Así, pues, mi querido Roger, tu entusiasmo te empuja a disparar contra la verdad pero ni siquiera te acercas al objetivo.»

      «Jerry», dijo Roger, «eres como el árbol del upas.

      ¡Hasta tu sombra es venenosa!»

      «En fin, caballeros», dijo el señor Chapman, «la señora Mifflin estará deseosa de que la releven en su puesto. Propongo que demos por concluida la sesión. Sus conversaciones son siempre deliciosas, aunque a veces me queda un poco de duda respecto a las conclusiones. Mi hija va a convertirse en librera, así que estaré pendiente de sus opiniones acerca del negocio.»

      Mientras los invitados atravesaban la librería rumbo a la puerta, el señor Chapman llevó a Roger a un lado. «¿Seguimos adelante con la idea de enviarle a Titania?», preguntó.

      «Por supuesto», dijo Roger. «¿Para cuándo?»

      «¿Mañana le parece demasiado pronto?»

      «Cuanto antes mejor. Tenemos un pequeño cuarto en la planta de arriba. Pienso amueblarlo especialmente para ella. Envíela mañana por la tarde.»

      CAPÍTULO III LLEGA TITANIA

      La primera pipa después del desayuno es un rito de cierta importancia para los fumadores inveterados, así que Roger aplicaba la llama con esmero a la boca de la pipa, al pie de las escaleras. Soltó una enorme bocanada de humo apestoso y azul que caracoleó a su paso mientras subía los peldaños, la mente trabajando ansiosamente en la agradable tarea de acondicionar el cuarto vacío para la nueva empleada. Luego, en lo alto de la escalera, se dio cuenta de que se le había apagado la pipa. «Esto de llenar y vaciar la pipa, encenderla una y otra vez», pensó, «parece quitarles mucho tiempo a los asuntos verdaderamente importantes. Ahora que lo pienso, casi toda la vida se va en fumar, en ensuciar platos y lavarlos, en hablar y escuchar a los demás hablar…»

      Esta teoría le pareció tan atinada que volvió a bajar las escaleras para contársela a la señora Mifflin.

      «Vete de una vez a arreglar ese cuarto», dijo ella, «y no intentes obsequiarme con elucubraciones peregrinas a estas horas de la mañana. Las amas de casa no tienen tiempo para filosofar después del desayuno.»

      Roger se divirtió preparando el cuarto de huéspedes para la nueva ayudante. Era una habitación pequeña en la parte trasera de la segunda planta, y daba a un pasillo que comunicaba, a través de una puerta, con la galería de la tienda. Dos pequeñas ventanas dejaban ver el modesto paisaje de tejados de aquella zona de Brooklyn, edificios que albergaban tantos corazones valientes, tantos cochecitos de bebé, tantas tazas de pésimo café y tantas cajas de ciruelas Chapman.

      «¡Por cierto», gritó Mifflin bajando por las escaleras, «será mejor que compremos unas ciruelas para la cena de esta noche, como un homenaje a la señorita Chapman!»

      La señora Mifflin se contuvo en un silencio cargado de humor.

      Tras abrir las cortinas de muselina recién planchadas que la señora Mifflin había puesto en el cuarto, en medio de las evasivas, los vivaces ojos del librero captaron una vista parcial de la bahía, con sus ferris de carga que comunicaban Staten Island con la civilización. «Un leve toque romántico en las vistas», pensó. «Esto bastará para que una jovencita displicente se haga consciente de los sinsabores de la existencia.»

      El cuarto, como era de esperar en una casa gobernada por Helen Mifflin, se hallaba en perfecto orden, listo para recibir a cualquier visitante, pero Roger se había propuesto dotarlo de una disposición psicológica que, pensaba él, ejercería una influencia benéfica en el descarriado espíritu juvenil de la futura huésped. Idealista incurable, Roger había asumido con extrema gravedad su papel de anfitrión y jefe de la hija del señor Chapman. Ningún submarino Nautilus brindaría una mejor oportunidad para expandir las tiernas mansiones del espíritu. Además de la cama, había una estantería y una lámpara de lectura. El problema aún por resolver para Roger era qué libros y pinturas serían los adecuados guías espirituales en este caso. Para secreto regocijo de la señora Mifflin, Roger había descolgado el retrato de Sir Galahad que ocupara una de las paredes del cuarto, pues, como él decía, si Sir Galahad viviera hoy en día seguramente sería librero. «Y no queremos que recree su imaginación con jóvenes Galahads», había dicho en el desayuno. «Eso la conduciría a un matrimonio prematuro. Lo que quiero es poner una o dos buenas pinturas que representen a hombres reales que en su tiempo fueran tan encantadores que, a su lado, los jóvenes de hoy en día resulten a los ojos de la chica más bien insípidos y mezquinos. De ese modo entrará en conflicto con la generación actual de jóvenes y entonces habrá ocasión de introducirla realmente en el negocio de los libros.»

      Así pues, Roger había pasado algún tiempo rebuscando en una papelera en la que guardaba fotos y retratos de autores famosos que los «publicistas» de las editoriales le regalaban a puñados. Después de pensarlo bien descartó los prometedores grabados de Harold

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