La librería encantada. Christopher Morley
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»Antes consideraba que lavar los platos era una tarea indigna, una especie de labor odiosa que había que llevar a cabo con el ceño fruncido y férrea templanza. Cuando mi mujer se fue de viaje la primera vez, instalé un atril y una lámpara junto al fregadero. Así podía leer mientras mis manos ejecutaban automáticamente sus elementales gestos de limpieza. Convertí a los grandes espíritus de la literatura en compañeros de mi suplicio y me aprendí de memoria buena parte del Paraíso perdido, así como pasajes enteros de Walt Mason, mientras remojaba y restregaba ollas y sartenes. Solía hallar consuelo en dos versos de Keats: Las agitadas aguas que en su sagrado empeño / purifican las humanas costas de la tierra… Pero entonces una nueva concepción del asunto me asaltó de repente. Para un ser humano es intolerable continuar ejecutando una tarea como una condena, bajo un yugo. No importa de qué se trate, uno debe espiritualizar sus obligaciones de alguna manera, romper en pedazos la vieja idea de las labores y reconstruirla más cerca de los deseos del corazón. ¿Cómo conseguiría hacer algo así con el acto de lavar los platos?
»Rompí unas cuantas piezas de la vajilla mientras reflexionaba sobre el asunto. Entonces se me ocurrió que allí encontraría la relajación que necesitaba. Dado que tanto me angustiaba verme rodeado todo el día de vociferantes libros, libros que no paraban de gritarme sus conflictivas y encontradas opiniones sobre las glorias y agonías de la vida, ¿por qué no convertir el momento de lavar los platos en mi bálsamo y mi cataplasma?
»¡Cuando uno logra ver un hecho fastidioso desde un nuevo ángulo, es sorprendente cómo todos sus contornos y bordes cambian súbitamente de forma! ¡De pronto mi sartén empezó a brillar con una especie de halo filosófico! El agua tibia y llena de jabón se convirtió en una noble medicina que conseguía poner a circular la sangre caliente acumulada en la cabeza. El acto doméstico de lavar y secar vasos y platos se volvió un símbolo del orden y de la limpieza que el hombre impone sobre el mundo caótico que lo rodea. Resolví quitar el atril y la lámpara.»
Después de una pausa continuó:
«Señor Gilbert, no se burle de mí si le digo que he desarrollado toda una filosofía de la cocina de mi propia invención. Considero la cocina el auténtico santuario de nuestra civilización, el epicentro de todo aquello que nos resulta agradable en la vida. El fulgor rústico del fogón es tan hermoso como una puesta de sol. Una jarra bien lustrosa o una cuchara reluciente es tan limpia, rotunda y hermosa como cualquier soneto. El trapo de secar los platos, bien enjuagado y escurrido y puesto a secar en el patio trasero es un sermón en sí mismo. Las estrellas nunca se ven tan brillantes como desde la puerta de la cocina después de haber vaciado el congelador, cuando todo queda bien limpito, como dicen los escoceses.»
«Una filosofía con mucho encanto, sin duda», dijo Gilbert. «Y ahora que hemos terminado de cenar, insisto en que me deje echarle una mano con los platos. Estoy deseoso de probar su panteísmo del fregadero.»
«Querido amigo», dijo Mifflin, posando una mano en el hombro de su impetuoso invitado, «se trata de una filosofía pobre que no permite eventuales negligencias de mi parte. No, no, amigo. No le pedí que cenara conmigo para hacerle lavar luego los platos.»
Dicho lo cual condujo al joven de vuelta al salón.
«Cuando lo vi entrar», dijo Mifflin, «temí que se tratara de un periodista buscando una entrevista. Hace algún tiempo vino a vernos un joven reportero y los resultados fueron muy decepcionantes. Se aprovechó de la buena voluntad de la señora Mifflin y le sonsacó cierta información. Luego nos sacó a ambos en un libro llamado La librería ambulante, que ha sido un auténtico tormento contra mi persona. En ese libro se me atribuye un buen numero de observaciones superficiales y edulcoradas sobre el oficio de librero que a la postre han resultado fastidiosas para el negocio. Me alegra decir que, sin embargo, tuvo unas ventas insignificantes.»
«No he oído hablar de ese libro», dijo Gilbert.
«Si realmente le interesa el oficio debería venir alguna de estas tardes a una de las reuniones del Club de la Mazorca. Una vez al mes un grupo de libreros se reúne aquí para discutir asuntos de interés libresco relacionados con las tuzas de la mazorca y la sidra. El grupo está compuesto por toda clase de libreros: uno de ellos es un fanático y dice que todas las bibliotecas públicas deberían ser demolidas. Otro cree que las películas acabarán con el negocio de los libros. ¡Menuda tontería! Desde luego, todo lo que estimule la mente de las personas, cualquier cosa que avive su curiosidad y las alerte, aumentará también el apetito por los libros.»
Hizo una nueva pausa y continuó:
«La vida de un librero es muy desmoralizante para el intelecto. Está rodeado de incontables volúmenes; le será imposible leerlos todos, así que pica de uno y de otro. Su mente se llena gradualmente de fragmentos misceláneos, opiniones superficiales y mil cosas aprendidas a medias. Casi inconscientemente empieza a discriminar la literatura de acuerdo a lo que la gente le pide. Empieza a preguntarse si Ralph Waldo Trine no será de verdad tan bueno como Ralph Waldo Emerson, si J. M. Chappel no será tan relevante como J. M. Barrie. Ése es el camino que conduce al suicidio intelectual.
»Sin embargo, es preciso reconocerle algo al buen librero: es un ser tolerante. Se muestra paciente con todas las ideas y teorías. Rodeado, sepultado bajo el torrente de las palabras de los hombres, está siempre dispuesto a escucharlos a todos. Incluso al agente comercial del editor, a quien escucha con indulgencia. Está deseoso de dejarse engañar por el bien de la humanidad. Espera sin cesar el nacimiento de los buenos libros.
»Mi negocio, como puede ver, es muy distinto de la mayoría. Sólo vendo libros de segunda mano. Sólo compro libros que considero que tienen una razón honesta para existir. Mientras el juicio humano sea capaz de discernir, intentaré mantener mis estanterías libres de basura. Un médico nunca comerciaría con remedios de curandero. Yo no comercio con libros de charlatanes.
»El otro día ocurrió algo muy cómico. Hay un señor muy rico, un tal Chapman, cliente habitual de mi negocio…»
«¿Se refiere acaso al señor Chapman, de la compañía Chapman Daintybits?», preguntó Gilbert, sintiendo que por fin ponía los pies en terreno firme.
«Ése mismo, creo», dijo Mifflin. «¿Lo conoce?»
«Ah», dijo el joven con tono reverencial, «he ahí un hombre que puede hablar de las virtudes de la publicidad. Si está interesado en los libros es precisamente gracias a ella. Nosotros nos encargamos de todos sus anuncios. Yo mismo he escrito varios. Hemos transformado las ciruelas Chapman en una piedra angular de la civilización y la cultura. Yo personalmente ideé ese eslogan que dice Ciruelas como las nuestras, ningunas y que aparece en las revistas más importantes. Las ciruelas Chapman son famosas en todo el mundo. El Emperador del Japón las come una vez a la semana. El Papa también. Y, por si fuera poco, acabamos de saber que treinta cajas de ciruelas irán a bordo del buque George Washington durante el viaje del presidente para la Conferencia de Paz. Los ejércitos en Checoslovaquia se alimentaron básicamente de ciruelas. En la oficina tenemos la firme convicción de que nuestra campaña de las ciruelas Chapman contribuyó al triunfo en la guerra.»
«El otro día leí un anuncio; quizás fue usted quien lo escribió, ¿no?», preguntó el librero. «El que decía que los Relojes Elgin habían ganado la guerra. En todo caso, el señor Chapman ha sido uno de mis mejores clientes desde hace mucho. Oyó hablar