Historia de la República de Chile. Juan Eduardo Vargas Cariola
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La progresiva ocupación de la Frontera implicó un desarrollo del cultivo del trigo en el siglo XVIII, aunque, por los problemas del transporte, solo se hacía en sectores próximos a los puertos. En la segunda mitad del siglo XIX la demanda por dicho cereal le proporcionó un enorme impulso a su cultivo. Esa actividad, realizada con maquinarias modernas, suponía una previa preparación de los terrenos. Esta consistía, en primer lugar, en el “floreo” de los bosques, es decir, el aprovechamiento de las especies maderables, y a continuación, mediante la acción del fuego —los “roces”—, se procedía a la limpieza de los potreros. Una larga labor posterior de destronque, con la consiguiente desaparición de la flora nativa, dejaba el suelo en disposición de ser arado y sembrado. Un cuadro parecido se produjo con la ocupación de las tierras al sur de Los Llanos hasta Puerto Montt, en la que los incendios forestales desempeñaron un papel fundamental, como lo relató detalladamente Vicente Pérez Rosales18. Por cierto que no todas las labores de despeje se tradujeron en ganancias para los cultivos agrícolas, como quedó de manifiesto en el sector entre Puerto Varas y Puerto Montt, por no ser las tierras aptas para los cultivos, o en grandes sectores de la cordillera de la costa, que muy pronto fueron víctimas de la erosión19. Tan grave como lo anterior fue que la tala de los bosques favoreció la invasión de la franja costera por las dunas, según al concluir el siglo XIX el naturalista alemán Federico Albert lo puso de relieve respecto del departamento de Chanco20. Y no deja de sorprender que la preocupación que existía en el siglo XVIII en las autoridades ante la corta de la palma chilena para la obtención de miel no se reprodujera en el siglo XIX frente a la paulatina eliminación del bosque nativo. Cabe sospechar que semejante actitud fuera otra muestra del ansia por el progreso: sustituir la selva hostil, enmarañada y peligrosa por potreros ordenados, bien sembrados o con empastadas que alimentaran a grandes masas de ganados.
Coincidió con ese proceso de reducción de la flora nativa la introducción de especies vegetales nuevas, como el álamo, que por su adaptación a los suelos y al clima del país y por el fácil trabajo de su madera se difundió desde la emancipación con extraordinaria rapidez. Fue, según se ha afirmado, el provincial de los franciscanos, fray José Javier Guzmán, quien incorporó dicha especie a Chile en 1805 al recibir 20 ejemplares que había encargado a Mendoza, que plantó en su convento y repartió entre algunos vecinos21. Se utilizó para el diseño de alamedas en las ciudades, con Santiago como ejemplo, pero fue su empleo en el deslinde de propiedades rurales y de potreros y en dar sombra a los caminos lo que lo convirtió en uno de los elementos más característicos del paisaje, en especial en la zona central.
A fines del decenio de 1830 llegaron a Chile semillas de diversas especies arbóreas, y en 1841 se realizaron ensayos para introducir el pino marítimo de Francia en Copiapó22. El sauce llorón (Salix babylonica), bastante diferente del sauce chileno (Salix chilensis), se propagó con gran rapidez en el campo por su notable capacidad para controlar los cursos de agua, con la sombra para el ganado como beneficio adicional.
A lo anterior se debe agregar, según se examina en otro capítulo, la sostenida política llevada oficialmente desde el gobierno de Manuel Bulnes por la Quinta Normal de Agricultura para introducir nuevas especies vegetales desde Europa y los Estados Unidos. Así, palmeras de innumerables variedades, robles, castaños, pinos, arces, encinas, olmos, fresnos, acebos, hayas, alisos, tuliperos y muchos más se hicieron comunes en los parques de los fundos, en las plazas y en los caminos. En 1857 Matías Cousiño plantó eucaliptus (Eucaliptus globulus) con el propósito de enmaderar los piques mineros23, si bien según Abdón Cifuentes fue Manuel José Irarrázaval quien lo introdujo en el decenio de 1860.
Antes de la generalización de los alambrados para cercar los potreros se utilizaron algunas especies vegetales foráneas con tal objeto, como la zarzamora o murra (Rubus ulmifolius Schott.) y el espinillo (Ulex europaeus), ambas llegadas a mediados del siglo XIX y que se convirtieron en agresivas invasoras. Se afirma que la primera fue traída por los colonos alemanes24, en tanto que la segunda lo fue probablemente por la Quinta Normal, en cuyo conservatorio había en 1853 varias macetas con ese arbusto25.
RECONOCIMIENTO DEL TERRITORIO
Una vez afianzada la Independencia, las nuevas autoridades republicanas comenzaron a hacer efectivo su dominio en los espacios territoriales que no habían sido ocupados materialmente durante el periodo monárquico, para lo cual se optó por incorporarlos mediante un proceso de colonización. Para lograr ese propósito se crearon centros poblados y se construyeron vías de comunicación con las áreas ya consolidadas26.
La ocupación del territorio chileno fue un proceso paulatino que se estructuró desde el centro del país hacia los extremos norte y sur. En algunos casos este fenómeno obedeció a la iniciativa privada, en otros fue el Estado el que impulsó su realización, y en no pocos casos correspondió a una complementación de ambos. Hubo en el siglo XIX un evidente cambio de ritmo en ese proceso, al incorporarse por el norte Tarapacá y Antofagasta —lo que, por ocurrir después de 1881, no es tratado aquí— y por el sur, la Frontera, la zona austral y Magallanes. En las áreas marítimas y patagónicas el Estado dirigió el proceso, de manera que al finalizar el siglo XIX la mayor parte del territorio nacional había recibido la estructura jurídico-administrativa propia de la república. Sin embargo, había un espacio que permanecía despoblado debido a que sus condiciones geográficas hacían difícil su ocupación: la Patagonia occidental27.
Las autoridades debieron hacer frente a la organización y administración de la nación, y uno de los problemas con que se encontraron fue la carencia de un conocimiento sistemático del territorio. Si bien existían descripciones geográficas y cartografía de la gobernación de Chile, realizadas tanto por funcionarios de la corona como por naturales del territorio, y también por cartógrafos y viajeros de otras nacionalidades, estas eran bastante generales y las representaciones cartográficas, salvo contadas excepciones, no pasaban de ser simples esquicios. Entre las hispanas podemos mencionar el mapa de Chile publicado por Antonio de Herrera el año 1601, que forma parte de la Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano28; el mapa de Chile elaborado por el gobernador Ambrosio Higgins, de 1768, que presentó en Madrid al ministro de Indias Julián de Arriaga, en el que se indicaba con especial detalle la localización de las misiones de los jesuitas; el notable Mapa de América Meridional del cartógrafo Juan de la Cruz Cano y Olmedilla, de 1775 y con tres ediciones más hasta 1785, y el Plano General del Reyno de Chile, elaborado en 1793 por el cosmógrafo Andrés Baleato por encargo del virrey del Perú Francisco Gil de Taboada. Entre la cartografía elaborada