La Red. Sara Allegrini
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Solo cuando comenzó a caer la noche le pareció que se le terminaban las lágrimas. Estaba rendida y con la cara hinchada y entró en la cabaña para lavarse.
Se sobresaltó: sobre la mesa, en una esquina había un plato de estofado y al centro, un cuaderno azul con una pluma. Magdalena corrió a la puerta: quería ver al desconocido a cualquier costo.
No había nadie.
–¡Oye! ¿Dónde estás? –gritó dándose valor, con la voz ronca de tanto llorar.
Le respondió solo un grupo de pájaros que volaron desde los árboles más cercanos. Volvió a entrar y se sentó a la mesa. Leyó de nuevo el cartel.
COMER, POR FAVOR.
Nunca le había gustado la carne y ya con el queso había hecho una excepción. Con la punta del tenedor tocó un pedazo; tenía cara de estar blanda, y sin que ella pudiera evitarlo, la saliva se le juntó en la boca. Se sonrió de esa reacción y dejó el tenedor.
“En un momento”, se dijo. Antes tenía otra cosa que hacer.
Abrió el cuaderno y miró las páginas de un blanco resplandeciente. Se pasó el brazo sobre los ojos, que sentía hinchados y con las pestañas pegadas por las lágrimas. Le sacó la tapa a la pluma y comenzó.
Yo sé cuándo empezó todo. Sé cuál es el primer paso que di, la primera mentira verdadera que me ha traído aquí. La culpa es solo mía. Sola y exclusivamente mía. No puedo culpar a nadie más.
Tenía trece años y hacía de todo por parecer mayor. Marco era mi entrenador de gimnasia rítmica. Él tenía veinticinco. A mí me parecía increíble que un cabro grande y lindo como él estuviera interesado en mí. Mis compañeras habrían dado quizá qué por estar en mi lugar. Pero él me quería a mí. Me lo había dicho: “Te quiero Magdalena”. Así mismo. “Te quiero”, mirándome a los ojos de un modo que no dejaba escapatoria.
Magdalena se estremeció con el recuerdo de esa tarde en que él, al final del entrenamiento, la había esperado en la puerta cuando las demás ya se habían ido, y con el aliento en su cuello le había susurrado esas palabras al oído. Después la había mirado de esa forma penetrante que tenía, en espera de una respuesta que, por cierto, ya conocía. Ella había tragado saliva intimidada y había asentido con la cabeza. Y entonces él había sonreído, hermoso. Magdalena hubiera dado cualquier cosa por olvidar ese momento que, por el contrario, se le presentaba perfecta y nítidamente delante de los ojos, aún ahora, y que se le había repetido como una pesadilla por meses, después de haber acontecido. Junto con todo el resto. Su mano temblorosa apretó la pluma.
Él había organizado todo; yo solo tenía que decirles una chiva a mis papás. Lo hice sin pensarlo demasiado: dije que tenía un paseo de gimnasia con quedarse a dormir y resultó. Después del entrenamiento, me quedé dando vueltas sola por un rato. Me sentía grande y libre. Incluso entré en un local y sin saber bien por qué pedí un café. Yo, que me carga el café por lo demás. El garzón me miró de arriba abajo (“Eres más del tipo leche con chocolate”, decía su cara) y todavía tengo grabada en la mente la ridiculez de mi mochila rosada, con algunas cosas sueltas dentro y encima la cara de Hello Kitty. Con el corazón estremecido, al final tomé la micro y después de veinte minutos me bajé delante del hotel que él me había indicado. Cuando pienso en lo emocionada que estaba… ¡qué idiota! Sabía perfectamente lo que él quería de mí y creía que yo también lo quería.
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