La Red. Sara Allegrini

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La Red - Sara Allegrini

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a la derecha, en dirección del sol, como seguida por una horda de espíritus. Corrió hasta que sus pulmones ya no dieron más, zigzagueando entre los troncos. Se paró a recobrar el aliento, doblada en dos; la vista se le nublaba. Se puso nuevamente en marcha, pero sentía que las fuerzas la abandonaban cada vez más. Su cuerpo, Magdalena lo sabía, necesitaba combustible. Pensaba en el pastel transformado en una baba repulsiva en el suelo y casi se arrepintió de haberlo desperdiciado de esa forma. Sacudió la cabeza para sacarse ese pensamiento: estaba segura de que su voluntad era más fuerte y determinada que su estómago, y que como siempre, iba a lograr dominarlo.

      Caminó obligando a sus piernas a seguir, arrastrando los pies por el suelo y apoyándose en los árboles. Debía mantener el sol delante suyo, se decía, así no perdería el rumbo, desperdiciando energías que no tenía. Cuando reconoció un árbol por el cual ya había pasado, se dio cuenta de que no es fácil orientarse. “Los árboles se parecen entre sí”, se dijo. Este, sin embargo, tenía un tronco extraño. Se acercó a mirarlo; sí, claro que era el mismo de antes, porque en serio parecía tener un rostro. Como en la película de Blanca Nieves, que de chica miraba con el alma en un hilo. Y el árbol la estaba mirando fijo, de una manera que revelaba cuán decepcionado estaba de ella. Parecía ceñudo, enojado, a punto de agarrarla con una de sus ramas.

      Por un momento sintió una especie de miedo, no del árbol, sino de tener que quedarse ahí, sola, por mucho rato. Quien la hubiera llevado a ese lugar, lo había hecho por un motivo. Aunque ella no pudiera entender claramente cuál era.

      Un silbido salió de la boca del árbol, sobresaltándola: por un momento le pareció oírlo pronunciar su nombre. Los bosques eran lugares ambiguos, pensó; bellos y amenazantes a la vez. Y en el silencio los árboles tomaban formas extrañas, casi humanas. Se sacó esa idea estúpida de la cabeza; tenía dieciséis años, desde hacía un rato ya no creía en cuentos. Para sacarse cualquier miedo de encima y demostrarse a sí misma que no había motivo para temer, se dirigió hacia el árbol y metió la mano en el hoyo. “¿Ves?”, se tranquilizó a sí misma, “no hay nada aterrador aquí”.

      Pero algo peludo se movió en el hoyo rozándole la mano y Magdalena la sacó con un grito. El grito resonó por sobre los troncos y algunos pájaros ocultos entre las ramas volaron lejos en un rumor de alas. Magdalena se replegó sobre sí misma, instintivamente, protegiendo su cabeza, como si los pájaros pudieran volar hacia ella y picotearle los ojos. Con el corazón latiéndole como loco, se dijo que tenía que irse cuanto antes.

      Se puso en marcha, pero ahora no podía dejar de pensar en esa cosa que le había rozado la mano. ¿Qué era? Se estremeció de asco. No podía percatarse bien de dónde estaba el sol ahora, había perdido lucidez. Los árboles parecían más altos, muy altos, y el cielo estaba lejos y casi invisible. Mirando hacia lo alto le vino una especie de vértigo. El cuerpo retomó la delantera sobre la voluntad y Magdalena cayó a tierra desmayada.

      Tuvo un sueño.

      Quizá era un sueño. Quizá no.

      Lo que sí, era insólito, extraño, sin embargo, muy real. Estaba tirada en el suelo, esto podía percibirlo; sentía el olor a humedad de la tierra a través de la piel, bajo los dedos. Estaba segura de que habían transcurrido horas desde el inicio de la fuga. Un animal, quizá una ardilla, en un momento se le acercó; Magdalena sintió claramente su nariz estremecerse muy cerca de su mejilla. Esperó que no hubiera sido un ratón. Los ratones le daban demasiado asco. Una sensación de terror la estaba inundando; solo quería escapar de ahí antes de que esa bestia llamara a otras y todas juntas comenzaran a roerle la nariz y los dedos, pero era absolutamente incapaz de moverse. Por fortuna, después, el animal se alejó de su cara; Magdalena percibió las vibraciones en el suelo provocadas por sus saltitos. Después vino un rato largo de nada.

      Un ruido de pasos avecinándose, seguros, sin prisa, reactivaron sus sentidos. Los pasos se detuvieron justo a su lado. La mente ausente de Magdalena intuía que el dueño de los pies la estaba mirando. Solo logró pensar que debía encontrarla extremadamente gorda y despeinada. Luego, inesperadamente, se sintió alzar del suelo por un par de manos robustas y seguras. ¿Cómo lo hacía, quien quiera que fuera, para poder levantarla, con lo pesada que era?

      Debía ser casi de noche, porque a través de sus párpados cerrados no se filtraba luz. No abrió los ojos, porque no podía; además, era una sensación placentera, sentirse llevada de esa forma, como suspendida en el aire, pero a salvo. El desconocido que la llevaba de manera tan firme olía bien y emanaba calor. Debía ser bello, además de fuerte, imaginó, aún no queriendo mirar. Solo sabía que en su cuerpo no había ni un gramo de energía que invertir en abrir los ojos. Se dejó acunar por todo el tiempo que duró. Casi dormía, agotada, segura como en brazos de la mamá cuando era chica. El desconocido debía ser muy fuerte, para lograr caminar todo ese rato con ella en brazos. Sentía en su rostro el calor de su respiración, que comenzaba a hacerse ligeramente sofocada. Por el cambio de los sonidos que llegaban a sus oídos, comprendió que habían llegado a algún lugar cerrado. Sintió unos brazos que la acomodaban sobre la cama. Solo entonces, mediante un increíble esfuerzo de su voluntad, obligó a sus párpados a abrirse.

      Estaba oscuro. En la oscuridad intuyó una silueta. Un rostro blanco por sobre ella, que la miraba sin expresión. No tuvo miedo ni por un instante. El hombre se quedó todavía un rato junto a la cama, con los brazos a los lados de su cuerpo y el aliento recobrando un ritmo regular. Magdalena cerró los ojos lo que dura un pestañeo y al abrirlos nuevamente, él ya no estaba. Si había estado verdaderamente ahí, ahora se había ido, sin el más mínimo ruido.

      Al día siguiente, Magdalena se despertó trastornada. Por un momento tuvo miedo de habérselo imaginado todo: la carrera en el bosque, la criatura peluda e invisible en el hoyo, los pájaros que querían comerle los ojos, el desmayo y el tipo que la trajo de vuelta en sus brazos. Cuando abrió los ojos, tuvo la sensación de un déja vu: estaba sobre la cama, en la cabaña de techo bajo de madera, y el pastel con crema y chocolate estaba de nuevo sobre el plato, mirándola inmóvil. Por mucho que Magdalena se esforzaba, no lograba poner en orden los hechos ni distinguir el sueño de la realidad. Y era exactamente eso lo que necesitaba. Para convencerse de que el día anterior había sucedido lo que había sucedido, salió de la cabaña. Se tranquilizó: su vómito, ahora seco, estaba todavía ahí. Algo de verdad había, entonces.

      Miró a su alrededor en busca del hombre misterioso, aunque estaba segura, sin saber por qué, de que no iba a volver a dejarse ver. Pensar en él le aceleró el corazón. No recordaba su olor, pero sabía que era bueno. No lo había visto bien, pero estaba segura de que era hermoso. La cuidaba y eso le daba una emoción. Le dejaba comida y, aunque no se dejara ver, la observaba desde no muy lejos. Asaltó el pastel. Estaba rico, indudablemente, pero no lo soportaba. Lo dejó después del segundo mordisco, apenas sintió la náusea. Muy dulce. Muy grande como para terminarlo.

      El resto del día fue interminable. No tener nada que hacer era lo peor que podía pasarle: en estos momentos de pausa forzada corría el riesgo de que su mente comenzara a vagar peligrosamente. Los pensamientos salían de los rincones oscuros en los que los había relegado y la asaltaban desde todos lados. Por eso le gustaba la música a todo volumen, el caos de las discos, los días que pasaba hablando de nada con los amigos o flirteando con los cabros. Todo con tal de no pensar. ¿Pero qué se podía hacer en un lugar donde no había nada? Le dio una vuelta a la cabaña y sus ojos se posaron sobre el establo. Había un rastrillo y una escoba apoyados en el marco de la puertecita. Ok, como idea no era lo máximo, se dijo, pero la alternativa de quedarse sola con sus pensamientos era peor que la de ponerse a recoger caca. Sin pensarlo mucho, se amarró el pelo en un tomate, se puso la capucha del polerón, agarró los utensilios y entró.

      El establo estaba oscuro, pero por los sutiles recuadros de luz que se dibujaban en la pared del fondo, Magdalena intuyó que tenía ventanas. Fue rápidamente a abrirlas para que entrara algo de aire fresco. Luego, con paciencia y

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