La Red. Sara Allegrini
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Quizá qué habrían pensado sus “amigos” aristócratas del colegio o sus compañeros de carrete viéndola trabajar de esa forma entre un montón de caca de animal… se habrían reído de ella, todos. Pero lo hermoso fue descubrir que en ese momento no le importaba nada. Que pensaran lo que quisieran. Hacía un montón de tiempo que no se sentía así. Relajada y casi ligera.
Cuando volvió a entrar en la cabaña, encontró un balde de agua limpia; se emocionó al pensar que el desconocido había estado de nuevo tan cerca: se le hacía como que estaban jugando una especie de excitante escondida. Se restregó bien la cara y las manos. La suciedad se había impregnado en sus dedos. A pesar del esfuerzo, no logró sacarse el olor a establo del pelo y la tierra de debajo de las uñas, de las cuales el esmalte se había descascarado casi completamente. No había espejo, pero no lo necesitaba para saber que tenía un aspecto horrible. Dejó intacto el plato de fideos que había encontrado junto al agua que el desconocido le había traído. No había comido fideos en años.
Por la tarde se concedió un paseo y terminó de arreglar el establo. Cuando volvió a la cabaña la esperaba una sorpresa: los fideos habían desaparecido, pero sobre la estufa habían puesto a asar un choclo. Dónde fueron a encontrarlo en esta época del año, era un misterio. Y sobre todo, ¿cómo había hecho el desconocido para saber que ella adoraba el choclo? La pieza estaba saturada del olor delicioso del maíz.
Se sentó con las piernas cruzadas delante de la estufa y tomó el choclo quemándose los dedos. Tomándolo con el polerón, se lo acercó al rostro y se llenó la nariz de su perfume cálido. Despegó el primer grano y lo saboreó lentamente, haciéndolo girar en su boca. Lo aplastó con la lengua contra el paladar y el sabor le estalló en el cerebro trayendo consigo el recuerdo de veranos enteros de piqueros y asados nocturnos. La última vez que se había comido un choclo había sido con su familia, en la playa, bajo un cielo estrellado. Lo recordaba perfectamente: tenía doce años. Se sacudió ese pensamiento que se había colado en su cabeza, pero no logró contener la lágrima que había liberado. Picoteó uno a uno los granos de la mazorca, comiéndola así, lentamente, hasta que se acabaron. Después se fue a la cama con un peso extraño en el corazón.
Cuando Magdalena abrió los ojos, a la mañana siguiente, se sentía extrañamente bien. Un pensamiento se había abierto camino durante la noche, ayudado por el rico sabor del choclo, y ella lo había encontrado allí al despertar y no se lo había sacudido, porque era un pensamiento lindo. Tenía la sensación de que un nudo en alguna parte dentro suyo se había soltado. No sabía quién la había traído aquí ni por qué motivo, sin embargo, esta era sin duda una ocasión única, que alguien había querido darle y que no se iba a repetir. Exactamente aquello que deseaba desde hacía tiempo, aunque no se hubiera dado cuenta hasta esa mañana. Salir del personaje que representaba desde hacía mucho y en el que ya no se hallaba, e iniciar un nuevo libreto, con otros vestuarios, escenografías y personajes. Estaba cansada de mentir, de simular ser otra, de reír cuando las cosas no eran en realidad tan divertidas y de tener siempre que elevar un poco más la vara del límite para liberarse del aburrimiento. Quizá no era capaz de cambiar, o quizá para hacerlo solo tenía que enfrentar un día a la vez, como los granos del choclo que había comido la noche anterior, saboreándolos de a uno.
Se dio vuelta y en la estufa crepitaba un fueguito alegre; el hombre misterioso debía haberlo reavivado para ella, y pensar que él había estado ahí mientras dormía la emocionó de nuevo. Con la estufa prendida la pieza ya parecía menos escuálida. Magdalena tuvo la absurda impresión de que la boca de la estufa le estaba sonriendo. No se resistió y le devolvió la sonrisa.
No tenía ni un poco de ganas de levantarse. Era una sensación placentera estar calentita, con el cuerpo relajado y sin tener nada que hacer, sin estar obligada a llenar el silencio. Se esforzó por recordar el rostro del hombre, pero se le apareció vago como en un sueño. Su estómago sonó de hambre. Aun sin mirar, sabía que en la mesa había aparecido comida. Sentía su olor en el aire. Permitió a sus ojos verificarlo: sobre un plato saltado esperaba a ser comido, pacífico y satisfecho de sí mismo, un enorme sándwich relleno abundantemente con dos dedos de queso. Magdalena se fue a sentar y solo entonces, sobre su cabeza, notó el papel.
COMER, POR FAVOR.
Para quien nunca hubiera experimentado lo que sentía Magdalena frente a la comida, esa orden podía parecer simple; pero no para ella. Ahora, sin embargo, era el hombre misterioso el que le pedía que comiera; él quería que comiera. Lo haría por él, por el desconocido que cuidaba de ella.
Fue a sentarse a la mesa y tomó el pan con circunspección, como si fuese un objeto desconocido que pudiera explotar de un momento a otro. No le cabía en las manos de lo alto que era, y de seguro que no le entraba en la boca. Lo observó por todos lados y le pareció que el pan la miraba a ella. Comenzó a roerlo lentamente, un poco a la vez, de a pequeños mordiscos. El pan estaba fresco y crujía exquisitamente entre los dedos y bajo los dientes; el queso tenía un olor tan invitante que le llenaba la nariz; el placer se propagó por ondas sucesivas por todo su cuerpo. Comió con los ojos cerrados, saboreando cada mordisco con la boca y la nariz, tomándose un montón de tiempo. ¿Qué apuro había? No tenía nada más que hacer y pretendía hacer que su benefactor se sintiera contento de ella. Además, tenía una especie de hambre acumulada y tenía entre los dedos el mejor pan del universo. “Hace una vida que no como de verdad”, se dio cuenta.
Al terminar la comida, Magdalena se quedó un rato escuchando su estómago. De a poco lo había desacostumbrado a las grandes cantidades y esperaba oírlo revolverse adentro, para luego devolver todo el contenido. En cambio, cada cosa permaneció en donde estaba, como si lo que hubiera necesitado todo ese tiempo fuese aquel desmesurado pan con queso. Más tranquila, se puso de pie y salió al aire libre. Respiró el aire fresco y limpio, impregnado de bosque, y pensó que también el aire podía ser bueno o malo: en su casa siempre olía a encierro, el del colegio tenía un olor muy propio, indescriptible, de mucha gente apiñada. El de la calle olía a nubes tóxicas, fierro mojado y desagüe. Pero ahí, en medio de la nada… este debía ser el olor original del aire. Ni siquiera la nota punzante que provenía del establo desentonaba con el resto.
Se puso a pasear; esperaba ardientemente que el hombre misterioso le encontrara algo que hacer o, mejor todavía, se dejara ver. Hubiera sido hermoso vivir ahí, los dos solos. Era reconfortante saber que había alguien que la cuidaba de esa forma. Su mente, por otro lado, corrió hacia el mundo de fuera de ahí. Esta vez Magdalena no buscó detenerla.
Repasó los rostros de los que frecuentaba y sintió su corazón ponerse triste y gélido. Con sus compañeros no había tenido nunca nada en común, y no podría haber sido distinto. En el curso no había hecho amistad con nadie; se sentía siempre juzgada por ellos y a su vez, ella los juzgaba implacablemente de pobres idiotas. Solo pensaban en estudiar y planificar la vida de los siglos a venir y no sabían divertirse. Después estaba Elisa, con quien compartía el shopping y la disco, pero sacando eso, entre ellas no quedaba nada. Y después estaban Lucas, Rex, Chago... Se le cerró el estómago. Ellos eran siempre gentiles, pero era probablemente porque querían de ella esa cosa… Con ese pensamiento, que había incubado dentro de sí por años sin jamás darle realmente espacio, Magdalena se desplomó en el suelo entre lágrimas. Había mentido a sus padres tantas veces, y también a sí misma. Se había desperdiciado haciendo callar esa parte de sí que trataba de rebelarse, diciendo que la felicidad era otra cosa. ¿Cuándo había empezado todo este enredo?
Lloró largamente, sin conseguir parar. Pensaba en las veces que había terminado en el hospital y en los rostros lívidos de sus padres. Y en ese video que habían