La Red. Sara Allegrini

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La Red - Sara Allegrini

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Sin siquiera lavarla, para no desperdiciar agua y tiempo, se comió media ensalada. Crujía bajo los dientes y era amarguísima, pero al menos era comestible. El bastardo debía tener una pérfida ironía, aprovechándose de su hambre para darle todo lo que más odiaba. Por cierto, se había informado bien sobre él, sobre sus gustos; lo que entre otras cosas quería decir que la próxima vez iba a tocar pescado, la segunda comida que más odiaba después de los garbanzos.

      Tomó el azadón y con desgano se puso a trabajar. La tierra era dura y llena de piedras, por lo que estaba claro que la petición de removerla era una provocación. Siguió adelante con flojera por unos veinte minutos, luego el mango de madera comenzó a dolerle en las manos: le estaban saliendo ampollas del porte de una nuez y no había cubierto ni un metro cuadrado de tierra. Cuando sacaba una piedra, siempre había otra debajo. “Es un trabajo totalmente inútil, no se puede hacer”, se justificó renunciando.

      Dejó pasar inerte el resto de la tarde. Practicó un rato unos disparos con la honda, apuntando a los troncos de los árboles. Recogió otro poco de leña y se terminó ese asco de ensalada. Le costó quedarse dormido, por el hambre y por el rencor; se hacía mala sangre y seguía maldiciendo a su padre y a ese bastardo. De momento no tenía ni idea de cómo salir de ahí, pero de seguro, una vez fuera de esa pesadilla, se la iba a hacer pagar, a cada uno. Los iba a denunciar y hacer meter a la cárcel, como mínimo. Se adormeció con el estómago medio vacío, pero degustando al menos el sabor de aquella vendetta imaginaria.

      A la mañana siguiente cuando se despertó, Daniel se apuró en mirar la pared. El papel no había sido cambiado, ahí seguían las mismas palabras del día anterior. Salió para ver qué le había dejado de comer esta vez el bastardo. Junto al azadón no había nada, ni agua ni comida. Casi se desmaya; lo había dado por sentado. Sin embargo, el mensaje era claro: sin trabajo, no hay comida. Imaginó a su carcelero observándolo a escondidas, muerto de la risa. Masticando la rabia, agarró el azadón y retomó esa empresa sin sentido. Con cada golpe, un garabato. Estaba como embriagado de frustración y trabajó un buen rato, con la cabeza gacha, casi sin sentir el hambre o la fatiga. Con cada golpe se imaginaba estar golpeando al bastardo, que se burlaba de él en complicidad con su padre.

      Luego de varias horas de aquella labor inútil, se sentó en el suelo sin aliento. Observó el montón de piedras que había arrancado del campo y se sorprendió de ver que era muy grande. Tenía las uñas negras y rotas, las palmas de las manos cubiertas de ampollas, la espalda molida y las sienes sudadas y palpitantes. Hedía asquerosamente. Un rugido devorador atascado en la garganta y de nuevo el mordisco feroz del hambre en el estómago.

      Se arrastró hasta la cabaña con la intención de dormir dos días de corrido: no había trabajado tanto en toda su vida. En el suelo, junto a la estufa, estaba la conocida lata de garbanzos, con la botella de agua, siempre insuficiente, y un pedazo de pan viejo. Al lado, un balde con agua y un overol azul. Le sorprendía, más que nada, que el hombre se hubiera acercado tanto a él sin hacerse escuchar o ver de forma alguna. ¿Cómo lo hizo para transportar ese balde sin dejar rastro de su paso? Dejó en un rincón la ropa sucia, se lavó las manos, la cara y el cuerpo, secándose, tiritando, al calor tibio de la estufa. Sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo, consumió aquella cena frugal, que pocos días antes hubiera lanzado a la cara a quien se la hubiera ofrecido. Mojaba el pan en el agua de los garbanzos, para no romperse un diente y darle algo de sabor. Estaba malísimo, pero no se dejaría doblegar por la situación. Aunque afuera todavía había luz, decidió que por ese día había trabajado suficiente. Se sentía como un estropajo y no tardó más de tres segundos en dormirse.

      Esa noche, su seguridad empezó a vacilar. Desde la tarde había comenzado a sentirse extraño. Había comido poco y mal y se había deslomado decididamente mucho. Además, todo ese sudor que se le había enfriado encima y el haberse sacado la hediondez con esa agua fría, delante de una estufa medio apagada… Se sentía afiebrado. Al principio fue un leve malestar, la cabeza pesada, las piernas débiles. Luego empezó a tiritar y a castañetear los dientes. No era médico y no tenía un termómetro, pero no necesitaba ni uno ni otro para saber que la cabeza le iba a explotar y que tenía la frente hirviendo. “La última vez que estuve enfermo estaba en la básica”, pensó. Se había agarrado un virus y hasta se había desmayado en el baño. Su madre lo había atendido como a un príncipe oriental, hasta le había dado de comer y él la había agarrado a garabatos, primero porque no se sentía bien, y después porque se había mejorado y sus atenciones le crispaban los nervios. Sí, su madre era decididamente demasiado pegote. Pero en ese momento habría querido tenerla ahí, porque se sentía pésimo y tenía terror de desmayarse, quedar tirado en el piso frío y morir congelado sin que nadie lo supiera. Ahí no había remedios y seguro que el bastardo ni siquiera se había dado cuenta de que estaba enfermo.

      Aunque estaba al borde de sus fuerzas, se obligó a salir a buscar leña para la estufa. Luego, tuvo que ceder entrar el balde del pipí: no iba a poder salir como lo había hecho los otros días. Cuando sintió que estaba a punto de desmayarse, cerró la puerta y se tiró en el colchón con la chaqueta y los zapatos puestos. La frazada no le bastaba para mantenerse caliente.

      Se despertó en medio de la noche gritando por una pesadilla. Había hecho un hoyo enorme con el azadón y había terminado dentro, después la tierra había comenzado a desmoronarse sobre él, y él gritaba, pero no había nadie que pudiera escucharlo. Entonces la tierra había empezado a entrarle en la boca y él había sentido que se ahogaba. Con esa sensación, de no tener más aire y de estar sepultado, se encontró sentado sobre el colchón. Abrió y cerró los ojos y esperó a que la pieza dejara de girar: el fuego en la estufa había sido atizado y en el suelo había una caja de metal, junto a una cuchara y una pastilla redonda. La pastilla resaltaba sobre el negro del suelo como un botón. Daniel estiró la mano y vio que temblaba. Luego tomó el contenedor de metal, que estaba caliente. Se calentó las manos gélidas sobre él; se sacó los zapatos y se calentó también los pies. Luego sacó la tapa y un olor a hospital le invadió la nariz. Sopa de fideos. Sin embargo, le pareció que era la cosa más deseable y buena en aquel momento. Se la tomó, lentamente, con dificultad, todavía con la sensación de tener un saco de tierra en la garganta. El caldo le alivió el estómago y lo relajó. Con el concho del caldo se tomó la pastilla. “No creas que te voy a dar las gracias”, le dijo mentalmente al bastardo: “es tu culpa que esté así”. Se echó de nuevo a dormir sin lograr controlar los tiritones de la fiebre.

      En la mañana se despertó tarde, completamente sudado. Pensaba que iba a encontrar otra cosa caliente para el desayuno, pero no había nada de nada. Sin saber por qué, le dieron ganas de llorar. ¡Se sentía mal, por la cresta! ¿Por qué no venía nadie a ayudarlo? Hubiese apostado que era ilegal tratar a la gente así. Se fue a sentar sobre el colchón; se sentía hecho pedazos. El cartel seguía ahí, siempre el mismo, dándole órdenes. Decidió que ese día no iba a mover un dedo. No era justo, y quienquiera que lo hubiera puesto ahí tenía que darle otra comida, porque él no tenía fuerzas para hacer nada. Se puso de nuevo a dormir. Para el almuerzo, ojalá, habría aparecido algo de comer.

      Su estómago le decía que la hora de la comida ya tenía que haber pasado: primero empezó a hacer ruidos, luego a retorcerse como una serpiente. En el suelo no había nada. Por lo menos se sentía algo mejor. Se levantó del colchón y echó un vistazo afuera, para ver si a lo mejor había alguna cosa junto a la cabaña. ¡Pero cómo! Tendría que habérselo esperado. Lívido de rabia, tomó el azadón y volvió a cavar. “No es posible”, se decía mordiéndose los labios. “No es posible”, pero entretanto, cavaba.

      Volvió a la cabaña hecho un trapo. Hedía, pero no tenía ganas de sacarse el overol sucio y lavarse. Delante de la estufa apagada, la habitual lata de garbanzos. “Este tipo no tiene imaginación”, pensó. Y ni un poco de compasión. Aunque él, después de todo, nunca había querido la compasión de nadie. De hecho, una vez le había puesto el puño en la cara a una profe que lo había mirado de una forma que no le había gustado nada. De cualquier modo, pensó abatido, si hubiera estado en su casa, de

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