La Red. Sara Allegrini

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La Red - Sara Allegrini

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no huyó y Daniel logró incluso acariciarlo. El calor del pelaje bajo los dedos y el movimiento de los huesitos le dieron una sensación extraña, que nunca había experimentado. Nunca había tenido un animal doméstico; en realidad, nunca lo deseó siquiera. Habría tenido que ocuparse de él y no hubiera tenido tiempo, con todo lo que tenía que hacer. Pero en la vastedad infinita y silenciosa de ese lugar, ese gato le pareció lo más bello que podría haberle pasado y lo hizo sentir menos solo. Al final, le puso Minino; nunca tuvo mucha imaginación.

      Minino era un buen amigo; lo miraba trabajar, pero no con la expresión altanera que tienen de costumbre los gatos. Daniel sentía que entendía su fatiga. Lo acompañaba mientras él comía y se restregaba para recibir su parte. Aunque era feo y medio pelado, era muy preocupado por la higiene y se lamía con cuidado hasta excesivo las patas y se arreglaba las orejas. Lo ponía de buen humor, ese despojo de gato. Cierto, nunca lo habrían elegido para hacer el comercial de croquetas, pensaba riéndose Daniel, pero para él era el bicho más lindo del mundo. Lo hacía reír y, a su manera, sentirse amado, como solo puede hacerlo un animal que te considera su amo. Sin embargo, Minino era una bestia independiente; a Daniel le parecía el animal perfecto para él. De un modo imposible y misterioso, se parecían.

      Le hizo cariño en la cabeza con la mano áspera y el gato cerró los ojos y lo siguió restregándosele. En la cama, esa noche, fue a acurrucarse sobre su vientre y Daniel se durmió observándolo subir y bajar con su respiración.

      En arar la cancha de fútbol, como la llamaba él, se demoró probablemente un siglo. Sin embargo, su cuerpo había agarrado el ritmo del sol: abría los ojos apenas el cielo estaba claro, con calma se daba una lavada y se calentaba la leche en una taza de metal, una placentera novedad que había sido agregada cuando comenzó a arar. Cruzaba dos palabras con Minino y después salía a trabajar. Proseguía con la cabeza gacha hasta que el sol ya no le llegaba directo sobre la cabeza, entonces paraba, porque sabía que debía haber aparecido el almuerzo. Seguía sin entender cómo lo hacía el desconocido para no dejarse ver nunca, pero había dejado de intentar atraparlo, porque las dos o tres veces que lo intentó, se había quedado sin comer. Al final, se decía, ¿qué le importaba verle o no la cara?

      Después de almuerzo se concedía una pausa, tumbado sobre el colchón o jugando con Minino. El bosque empezaba a hacérsele familiar, a pesar de estar lejos de gustarle. Tenía la impresión de que escondía algo amenazante, aunque en el día lograba ser casi bello, con sus colores y los pájaros que revoloteaban sobre su cabeza. Había dejado la honda colgada en el clavo: había concluido que, aun si lograba darle a alguno, después no habría tenido el valor de desplumarlo ni de cocinarlo. Ya era duro con los pescados; con los pajaritos hubiera sido aún peor.

      En la tarde retomaba el arado, pero con menos ímpetu; su cuerpo ya estaba cansado. Cuando el cielo empezaba a ponerse rosado y naranjo, Daniel empezaba a sentirse ligero, pero seguía otro poco, porque había hecho una especie de desafío consigo mismo: cada día llevaba un poco más al límite sus fuerzas, para ver si resistía y hasta dónde podía empujar. Sentía que se había vuelto fuerte y resistente, capaz de soportar la fatiga. Lo notaba además por cómo habían cambiado sus brazos: así musculosos le gustaban mucho más. Se imaginaba cuando fuera capaz de salir del bosque: las niñas iban a hacer fila para ganárselo.

      Luego en la noche dejaba el azadón, iba a lavarse, se ponía la ropa limpia y era como cambiar de piel.

      Cenaba, se perdía desganadamente en algún pensamiento estúpido y acariciaba al gato hasta que los ojos se le cerraban solos.

      EXCLENTE TRABAJO, GRACIAS.

      PLANTAR, POR FAVOR.

      ¿Hacía cuánto estaba el nuevo cartel ahí? Imposible decirlo. Daniel salió de la casa seguido por Minino.

      Detrás de la cabaña encontró una serie de cajas plásticas con plantas. No tenía idea de qué cosa fueran. Había también un dibujo, explicando cómo se hacía este trabajo: tenía que cavar y plantar distanciando las plantas de un palmo y medio. “Me hacen un dibujo porque dan por descontado que soy un imbécil que no sabe hacer un hoyo en la tierra y poner una planta dentro”, pensó.

      A estas alturas, se sorprendió, ya se le hacía natural seguir las ordenes sin preguntar ni el cómo ni el porqué. Tanto más porque no había nadie ahí a quien hacer preguntas ni con quien pelear. No sabía cómo volver a su casa, y en cualquier caso era evidente que a nadie le importaba él: ¿a qué iba a volver? Estar ahí o en cualquier lado era lo mismo, después de todo, con la diferencia de que donde se encontraba ahora, paradójicamente, era menos agotador que su casa, con el colegio, las peleas con sus viejos y el trabajo de mantener alta la reputación en el grupo de amigos y entre los extraños. La vida era una larga y extenuante guerra y cada día había que sostener muchas batallas. En cambio, en el bosque, Daniel sentía una especie de tregua y concordó consigo mismo que cada tanto era necesario hacer una pausa.

      Le tiró un pedazo de hígado a Minino, que lo devoró de esa forma suya tan graciosa y después fue a agradecerle, restregándose contra sus zapatos embarrados. Daniel miró el que estaba roto, que actualmente se mantenía cerrado con un pedazo de madera y cuerda que había encontrado en la cabaña. Estaba muy orgulloso de esa reparación. Minino se limpió las patas con la lengua y lo miró agradecido. Daniel sonrió: era un gato educado.

      –Bien, Minino.

      –Miau –respondió el otro.

      –De nada.

      Magdalena

      Entreabrió los ojos, echó un vistazo al cielo raso y los volvió a cerrar. Se dijo que probablemente estaba todavía soñando. Se concentró en los ruidos y no sintió lo que se hubiera esperado. Abrió de nuevo los ojos para verificar. Sí, lo que tenía sobre la cabeza era decididamente un horrible cielo de tablas de madera. Insólito. Con dificultad se sentó y miró a su alrededor con el ceño fruncido; la única señal de vida era una estufa encendida que calentaba esa pieza demasiado chica, y nada más. Se tumbó de nuevo, distendida, con la frente arrugada por el esfuerzo de recordar cómo había ido a terminar ahí. Recolectó en su memoria los últimos recuerdos que tenía.

      Como cada jueves les había dicho a sus padres que se iba a dormir donde Elisa; en lugar de eso, habían ido donde siempre a bailar hasta las cuatro de la mañana y luego habían tomado la micro hacia el centro. Ahí vagaron por dos horas en el frío, esperando a que abriera algún café para tomar desayuno. Después, estaba segura de haber llegado al colegio: se acordaba perfectamente del comentario de la profe de inglés, que le había dicho que tenía un aspecto terrible. Y de la mirada de desaprobación de sus compañeras de curso. Después, nada más. De lo que sucedió luego no tenía memoria. ¿Entonces por qué se sorprendía de encontrar sobre su cabeza un techo de madera? ¿Qué tenía que haber visto, dónde tenía que estar? De momento memoria y cerebro estaban desconectados. Cerró los ojos una vez más, esforzándose por encontrar otros detalles. Recordaba, pero como en un sueño, el olor y el calor del hospital, y con casi absoluta certeza el bip de las máquinas cerca de ella. Tenía que haber estado ahí, hospitalizada, pero ¿cuándo y por cuánto tiempo? ¿Qué día era y cuántos habían pasado desde el viernes?

      Cayó de nuevo en una suerte de duermevela. No soñó nada. Solo sentía, como adherida, la oscura sensación de que algo no andaba bien en su cuerpo. Le parecía estar en un viaje al interior de sus venas; percibía, como si estuviera en su interior, ruidos singulares de fluidos en movimiento, tubos digestivos, vísceras que se contorsionaban como serpientes. Debían ser los restos de la pastilla que se había tirado en el local, junto con algún vaso de más. La sensación era la misma, conocida y desagradable, de no pertenecerse más, junto con la imposibilidad

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