Sueño contigo, una pala y cloroformo. Patricia Castro
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Así era ella, un torbellino en medio de la calma, un puto diamante manchado de sangre, probando sus mieles no podías sentirte a gusto, sabías que algo iba mal, que nada era lo que parecía. Por aquel entonces yo trabajaba en un medio digital cutre de independentistas liberaloides en el que hacía mi papel preferido, el de la histriónica comunista y feminazi. Júlia me mandó un mensaje:
Júlia
Avui ens veiem, cuca
Ella me hablaba en catalán y yo le respondía en lo que me salía del coño; me encantaban sus aires pretenciosos de wannabe pequeño-burguesa que formaba parte de la izquierda indepe intelectual e iba de teórica feminista. No sabía qué me gustaba más, si su repelencia o esa locura que aprecié en sus ojos nada más verla. Ella era fuego y yo siempre había deseado quemarme.
Recuerdo subir por las escaleras escuchando Nirvana, ese grupo del que solo pueden ser fans y vestir sus camisetas los tíos de treinta años que salen con adolescentes, no como las niñatas de quince, que son todas unas posers por hacer lo mismo que ellos. Me puse nerviosa sin motivo. En realidad, a pesar de haber pasado de ella y sus mensajes plomizos durante meses, algo había captado mi atención.
Esa fue mi maldición, Júlia: hacerte caso.
Cuando la vi a través del cristal de la redacción mi mundo se paró. Es jodidamente cruel que esté escribiendo esto ahora, rota de dolor, en vez de estar comiéndole el coño porque sé, muy en el fondo, que nos hubiera ido muy bien; ella necesitaba —siempre necesitará— a alguien que le dé cariño y yo siempre necesitaré a alguien a quien mimar hasta que me muera.
Podría aprovechar estas páginas para hablar de lo precario de nuestra situación, de cómo nos prometían un dinero que nunca veíamos y cómo nunca llegaba la subvención esperada porque, a pesar de ser liberales, a estos tíos —hipocresía pura, la ética de nuestro siglo— les gustaba mamar del estado como al mejor hijo de comunista; pero yo he venido aquí a patalear, no a denunciar la situación de la clase obrera.
El cabrón de José Ortega y Gasset sería un facha pero tenía razón cuando decía que: “Yo soy yo y mis circunstancias”; yo, al ser una neurótica y una pija pretenciosa que lee a Freud aunque discrepe de él, os diría que: “Yo soy yo y mis traumas”, y ya son demasiados.
La cosa es que sus ojos me penetraron hasta lo más profundo, hurgaron dentro removiendo mis órganos, instalándose en mí, dejándome idiota y sin saber qué coño había pasado. Así comenzó mi pequeño infierno particular, creí haber conocido al amor de mi vida y solo era la loca de mi vida. Poca la diferencia pero grande el calvario.
Nos vimos. Nuestras miradas conectaron; lo demás importa poco. La revista en la que colaboraba estaba en una calle del Eixample barcelonés, en un tercer o cuarto piso de un viejo edificio de oficinas. Mis compañeros eran esa gente gris que da pereza conocer y cuando lo haces ya estás deseando olvidarla. No recuerdo que me aportaran nada en todo el tiempo que mantuvimos aquella extraña relación, mitad laboral, mitad personal; el mejor momento de todos fue cuando dejé de hablarles, no por despecho sino por aburrimiento. Dos de esos compañeros —ambos se llamaban Josep— trataron de domar mi energía y transformar mi escritura en algo manso e impersonal; muchas de nuestras pequeñas grandes peleas se debían a eso, a que se creían mejores que una servidora. Yo sé que soy una puta mierda pero esta puta mierda llamada Alexandra es mejor que los autómatas que pretendían darme lecciones. Yo no se las doy a nadie y si alguna vez lo hago, por favor, tenéis todo el derecho del mundo a mandarme a la mierda. Nada desearía más.
Sé que cuando mis amigos lean esto correrán a preguntarme qué tal estoy, si necesito algo, me dirán que saben que no paso por un buen momento y ese tipo de cosas amables que suele decir la gente que se preocupa por nosotros. La verdad es que nunca he estado mejor en mi vida porque, a pesar de tener el corazón aniquilado, los sueños hechos trizas y mi querida diosa muy lejos de mí, al menos he vivido. He podido comérmela entera, compartir sus ilusiones y ser parte de sus fracasos. Lo mejor es que ahora, después de la tormenta, en vez de quedarme llorando he podido reunir todas mis fuerzas para dar forma a esta carta de amor y odio.
Otras veces lo intenté pero me negué a continuar porque no te quería hacer eterna; ahora sé que nunca voy a poder olvidarte y es idiota tratar de escapar de mi destino. Pero al menos lo haré a mi manera, con mucho punk y cantidades industriales de mala hostia.
La sección de la revista era de humor absurdo y lo mismo hacíamos un artículo sobre la última ocurrencia de algún político municipal, como hablábamos de las treinta mil personas que había desangrado hasta la muerte Vlad el empalador, un atroz psicópata del siglo XV, casi a la altura de Júlia. Ella colaboraba en un apartado matinal en el que muchos señoros viejos insultaban a Ada Colau, alcaldesa de la ciudad por aquel entonces, mientras se daban la razón chocando sus pollas. Júlia hacía de necesario contrapeso femenino y feminista para simular que aquello era un medio inclusivo y aquellos tipos la mar de tolerantes.
Mucho tiempo después acabaría confesándome que cambió el día en el que hacía su aparición estelar para conocerme y poder coincidir conmigo; a estas alturas de la película ya no sé qué pensar. No sé si lo hizo para forzar la situación pero ya venía echando la red desde muy atrás —la suya era pesca de arrastre y yo me enteré demasiado tarde— o porque tenía genuinas ganas de conocerme y había una pequeña chispa de sana curiosidad. Nunca lo sabremos. Con ella todo fue siempre así, una continua indecisión, un constante no saber, que al principio me atrapó y acabó por devorarme.
Más triste todavía es haber tenido que crear un muro, convertirme en una piedra fría e insensible —al menos aparentarlo— para que me olvide, aunque yo nunca podré hacerlo.
Consejo al espectador: no ames a vampiros porque te chuparán la sangre y nunca tendrán suficiente. Así es lo que sentía y sigo sintiendo por Júlia, ella era Helena, Troya, la guerra, el fuego y la destrucción, la única esperanza del mundo y el amor. La ilusión, el volver y encontrarse. Ella fue mi todo y yo fui su nada.
Y también una grandísimahijadeputa.
La mejor venganza y la mejor forma de demostrarte mi amor es escribirlo todo, hacer partícipe a todo el mundo de lo cabronaza que has sido conmigo y con algún gilipollas más. Supongo que todos tenemos a una María Iribarne a la que matar. Es jodidamente confuso, sé que debería dejarte en paz por aquello que soy feminista y que si quieres algo debes respetar su libertad y blablabla pero contigo todo lo que está bien acaba mal. Parecías la niña perfecta y has acabado siendo la peor de las femme fatale. Al menos Carmen era sevillana, tenía duende y hacía cigarros; tú eres charnega y de Plataforma per la Llengua.
¿En qué momento se convirtió mi vida en una puta broma de mal gusto?
Cuando terminó su trabajo se acercó a mí y me dio dos lentos besos. Recuerdo el contacto de su mejilla con la mía, la electricidad recorriendo mi cuerpo y fui consciente por vez primera de que estaba bien jodida. Compartimos unas palabras idiotas, sin mucha importancia.
—Com estàs?
—Qué ganas tenia de conocerte, Júlia.
—I jo, cuca, no saps quantes.
No recuerdo mucho más pero cada palabra estaba llena de doble sentido y una carga especial. Podríamos habernos dejado de palabrerías y haber follado allí mismo, encima de los escritorios y delante de todos aquellos tíos aburridos y prepotentes. Seguro que después de escandalizarse se hubieran pajeado. Podríamos haber hecho tanto… Sabía, desde el principio, que esto me iba a doler pero me lancé y, oye, que me quiten lo bailao. Al final tampoco