A la deriva. Karen Gillece
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Читать онлайн книгу A la deriva - Karen Gillece страница 10
—Me iré sin ti —dijo con claridad. Se giró y lo miró para que observara la actitud desafiante que reflejaban sus ojos, para mostrarle que podía ser fuerte sin él—. Puede que me hayas dejado tirada, pero puedo hacerlo sin ti.
—Estoy seguro de que sí —contestó con ligera admiración.
De repente, algo cambió en ella. Su mirada desafiante desapareció y Christy vio el dolor que escondían sus ojos. No podía ocultárselo. Sintió que Lara se preguntaba «¿por qué?» y una chispa de rabia prendió en su interior. ¿Acaso no veía que su vida sería peor? ¿No entendía que ella era la afortunada? ¿Que todavía era libre? Sin embargo, antes de que tuviera la ocasión de preguntárselo, Lara se alejó de la roca, se dio la vuelta para encararlo y se apartó los mechones de pelo que tenía en la cara.
—Me han dicho que te vas a Italia… —mencionó con frialdad. Trató de mostrarse despreocupada, aunque ya era demasiado tarde—… de luna de miel.
—Sí —respondió Christy mientras notaba como la pesadumbre se asentaba en su pecho.
—No será lo mismo, lo sabes, ¿verdad? —Fijó la vista en él y le sostuvo la mirada durante unos instantes con unos ojos tan fríos y grises como el mar—. No será lo mismo en absoluto.
Y, entonces, se dio la vuelta, y Christy observó cómo se alejaba por la playa, entera y orgullosa. Cuando se acercó a su casa, aceleró el ritmo y, prácticamente, echó a correr. Mientras tanto, él se preguntó a qué se había referido. ¿No sería lo mismo para quién?
¿Acaso sabía Lara en aquel momento cómo irían las cosas? ¿Intuía lo que ocurriría en el futuro? ¿Cómo era posible? ¿Cómo podría haber sabido que mientras él se pasearía entre las ruinas de Pompeya, Sorcha se sentaría delicada y pacientemente en la sombra, mientras se abanicaba con el sombrero, enmascaraba su aburrimiento y se moría de ganas de que Christy volviera? ¿Cómo era posible que Lara hubiese previsto que los quejidos y el cansancio de hacer cola para entrar en la galería Uffizi bajo el calor abrasador de Florencia lo pondrían de los nervios? ¿Que le provocarían una irritación muy poco familiar? Lara no podía saber que tendría que recordarse a sí mismo que su nueva esposa estaba embarazada y que era injusto hacer que esperase bajo el sol. Por muy bien que los conociera a ambos, era imposible que hubiese imaginado que acabarían pasando su luna de miel tumbados bajo parasoles al lado de la piscina del hotel, sin apenas dirigirse la palabra, mientras él se perdía toda la historia y la cultura de Italia.
Los campos eran negros y una calma inquietante reinaba en el terreno que había a su alrededor. El cansancio lo invadía poco a poco mientras conducía y le nublaba la mente. Tensó los músculos de la espalda y sintió todas las contracturas que le recorrían la columna. La mano de Sorcha todavía reposaba en su muslo. Tenía una sensación peculiar, aunque era incapaz de describirla. Recordó la frialdad que reflejaban los ojos de Lara el último día que habían hablado. Todo rastro de calidez y cercanía se había desvanecido de ellos. Intentó deshacerse de aquellos pensamientos y centrarse en la carretera que tenía delante, en los faros que iluminaban el asfalto y las nubes que brillaban bajo la luz de la luna sobre las montañas que se veían a lo lejos. «No será lo mismo en absoluto». Al bajar la ventanilla, oyó los rugidos del mar.
Capítulo 3
Me entrevistó en su oficina. Delante de nosotros, había dos capuchinos de máquina enfriándose; la espuma se endurecía en los vasos de cartón. No estaba preparada para aquello teniendo en cuenta que esa mañana me había despertado con un fuerte dolor de cabeza, el estómago vacío y con náuseas. Hacía tiempo que no tenía una resaca así, y me había llevado un tiempo recomponerme. Había conseguido salir a rastras de la cama y me había quedado en cuclillas en la bañera, bajo la alcachofa, durante quince minutos. Después, me había vestido con la ropa más sobria y decente de que disponía, me había recogido el pelo en una coleta y, con una selección de cosméticos, esbocé sobre mi rostro el de una persona sana y con posibilidades de encontrar trabajo.
De algún modo, había llegado a tiempo y, cuando leí el cartel de la puerta —Alan Woodgate, gerente—, traté de imaginar qué clase de persona poseía un nombre tan sencillo y ordinario al mismo tiempo. Me imaginaba que sería un hombre alto que se movía como si sus articulaciones fueran mecánicas, de esos que te dan un firme apretón de manos. No me decepcioné del todo cuando lo vi.
—Así que ¿eres de por aquí? —preguntó el señor Woodgate sin levantar la vista de mi solicitud—. ¿Del pueblo?
—Sí, pero he vivido bastante tiempo fuera.
—Sí, ya veo…
Su cabeza tenía un aspecto céreo bajo la luz del despacho y tenía algunos cabellos levantados alrededor de la coronilla. Era joven, alto, se estaba quedando prematuramente calvo y tenía una nuez muy puntiaguda que era incapaz de dejar de observar y que subía y bajaba mientras bebía el capuchino. Estaba sentado encorvado frente a mi solicitud, con un bolígrafo entre los labios, y releía los detalles de mi vida. Detrás de él había una ventana que daba al supermercado, pero, desde donde yo estaba sentada, solo veía las luces fluorescentes que colgaban del techo como si fueran vigas y me cegaban. Aún me dolían los ojos por culpa de los excesos de la noche anterior. También estaba un poco preocupada por la información que contenían aquellas páginas. Había escrito mi solicitud con la vieja máquina de escribir de mi madre cuando iba un poco colocada.
—Vaya, has tenido una carrera accidentada, si me permites el comentario —dijo.
El hombre levantó la vista y me miró con una sonrisa divertida. Se toqueteó la corbata y apoyó los codos sobre la mesa.
—Sí, pero, tal y como dice en mi solicitud, he trabajado en el sector servicios.
—En lavanderías, bares, mercados, restaurantes… —enumeró con una voz nasal—. El último lugar en el que trabajaste antes de marcharte del país fue el bar Wimpy, en High Street.
—Exacto.
—Y, dime, ¿por qué dejaste el trabajo?
Pensé en el Wimpy, donde trabajaba después de las clases y durante las vacaciones de verano con otras tres chicas. Llevábamos delantales a rayas y nos dedicábamos a freír patatas mientras nos turnábamos para escoger una canción de la gramola. Las ventanas estaban grasientas, había una capa de suciedad sobre los mostradores, Madonna, Aha y Tina Turnes sonaban por el equipo de música, y el pelo y la piel me olían a grasa. Me encantaba aquel trabajo. Me habría gustado quedarme allí si Matt, el propietario, con seis hijos y una barriga cervecera que le sobresalía de los pantalones, no hubiese tratado de empotrarme contra el mostrador y besarme una noche que me tocaba cerrar. Después de aquello, no pude regresar.
—Tenía exámenes. Necesitaba tiempo para estudiar.
—Pero no hiciste los exámenes de acceso a la universidad. Lo pone aquí. —Señaló el formulario con el bolígrafo—. No acabaste los estudios.
—Bueno, no —contesté, avergonzada—. Pasó algo y decidí viajar. Pensaba que podría regresar y hacer los exámenes a la