A la deriva. Karen Gillece
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Читать онлайн книгу A la deriva - Karen Gillece страница 6
Estaba sentada con las piernas cruzadas en una esquina de la Plaza de Armas, a la sombra del Balcón de Cuzco. Delante de mí, había una caja abierta con bisutería de cuero hecha a mano y con cuentas de colores. Solo atraía algunas miradas curiosas y vendí cuatro cosas a unas chicas suecas. Seguía un poco mareada y tenía náuseas de vez en cuando. Mi cuerpo aún no se había acostumbrado a la falta de oxígeno y la altitud. Desde mi posición estratégica en el lateral de la plaza, observaba los majestuosos edificios coloniales; parecían muy sólidos en comparación con las barriadas por las que había pasado desde Lima. El sol brillaba con fuerza aquel día, y la luz iluminaba el agua que brotaba de la fuente y aportaba un aspecto limpio a los adoquines. Más allá de la ciudad, se erigían los Andes, tan imponentes y cercanos que parecían un brazo protector que rodeaba Cuzco.
Había llegado el día anterior y, por fin, me había quitado de encima a Stan, el hombre con el que me había enrollado en Caracas. Era un exmarine de Estados Unidos y tenía una ristra de carreras empezadas a sus espaldas. Durante dos años, había sido aprendiz de soplador de vidrio en Texas; había estado a punto de obtener la licencia de piloto de avionetas; había intentado meterse en los negocios de internet cuando estaban en alza, pero le habían aconsejado mal y había invertido en la empresa equivocada. Era lo que mi madre habría llamado un perdedor. Cuando lo conocí en Venezuela, tenía una bolsa entera llena de cannabis y una cámara Instamatic. Compartió su botín conmigo y satisfizo sus ansias de fotografiar. No me importaba posar cuando estaba colocada y me convencía a mí misma diciendo que era lo mismo que hacer topless en la playa.
Pero, al cabo de un tiempo, empezó a aburrirme y a serme indiferente. Sentía que las sesiones fotográficas me arrancaban pedazos del alma, y había algo en el peso de sus inquietantes silencios que me hizo sospechar de Stan, así que, cuando llegué a Cuzco, tras escabullirme de Lima en mitad de la noche, me sentía demasiado cansada y sucia como para seguir adelante.
Alejo no me dijo hasta mucho más tarde que me había observado durante todo aquel día, sentado al otro lado de la calle en el puesto que tenía delante de la fuente, en la plaza. Estaba demasiado cansada como para fijarme en alguien, abrumada por el intenso aroma de la comida y la humareda, e impresionada por el ruido y el ajetreo del lugar, con bocinazos cargados de ira, las exclamaciones de los vendedores ambulantes y las estruendosas pisadas de las hordas de personas que pasaban por Cuzco antes de adentrarse en el Valle Sagrado y tomar el Camino Inca. Y, además, estaba nerviosa. Temía descubrir que Stan me había seguido al percatarse de que los doscientos dólares que guardaba en el fondo de su petate habían desaparecido. Pero no lo vi en ningún momento. Cuando el sol comenzó a esconderse tras las montañas, Alejo dejó su puesto y se acercó a mí. Levanté la vista y posé los ojos en los suyos, pequeños y oscuros, y en su amplia sonrisa fanfarrona de dientes cuadrados, tan blancos que hacían que su boca pareciera demasiado grande en comparación con su cara. Tenía las manos en los bolsillos y llevaba el pelo, negro y largo, colocado detrás de las orejas. Por debajo de la gorra de béisbol, asomaba la sombra de un flequillo y mascaba hojas de coca lentamente.
—¿De dónde eres? —preguntó con un movimiento rápido de cabeza. Leí el mensaje de su camiseta: «Intégrate o pírate».
—De Irlanda —contesté.
—Ah, Irlanda. —Parecía que su sonrisa se había ensanchado y su buen humor le iluminó la cara cuando echó un vistazo a mi puestecito de bisutería—. Los irlandeses sois gente con mucho talento y muy creativa. —Asintió con la cabeza—. Artistas, escritores y músicos.
Por un instante, me pregunté si estaba haciéndose el gracioso y riéndose del penoso puesto de bisutería que tenía delante de mí. Ni siquiera era mío. Lo había robado de debajo de la litera de una chica colombiana en un hostal en Miraflores, desesperada por encontrar algo que pudiese empeñar. No soportaba la idea de tener que llamar de nuevo a cobro revertido a mi madre, a Irlanda, para pedirle que me enviara más dinero. Y allí estaba, ofreciéndole una sonrisa bañada por la luz del atardecer, agradecida por su cumplido. Si quería pensar que era una persona creativa, adelante, aunque el único talento que tenía era el don de enrollarme con hombres malos y meterme en líos.
—Bienvenida a Cuzco, irlandesa —añadió con una sonrisa pícara. Observé cómo regresaba a su puesto de productos de cuero, con cinturones, bolsos y pulseras hechas a mano por él.
El corazón me latía a un ritmo frenético. Pensé que era amor, aunque lo cierto es que podría haber sido simplemente a causa de la altitud. No obstante, era propensa a enamorarme a primera vista, y había algo en su forma de caminar despreocupada, con los hombros relajados y las manos metidas en los bolsillos con cierta indiferencia, que lo hacía parecer alguien tan completo, satisfecho y en paz con el mundo que daba la sensación de que nada malo podía pasarle. Deseaba un poco de lo que él tenía: seguridad en sí mismo, naturalidad y serenidad. Pero, sobre todo, lo que de verdad quería desde la primera vez que lo vi era reposar mi cuerpo agotado sobre el suyo.
Observé la postal y entrecerré los ojos para leer la fecha. Le di vueltas una y otra vez, mientras hacía cálculos en silencio. Se me aceleró el pulso al pensar que había vuelto al lugar donde nos conocimos. Sostuve la tarjeta entre las manos y saboreé las imágenes capturadas en la postal. A pesar de todo el tiempo que había pasado, sentí su molesta presencia de nuevo.
Capítulo 2
El coche se balanceó ligeramente a causa del portazo durante unos segundos. Después, se hizo el silencio, y Christy y Sorcha observaron cómo su hija subía la empinada cuesta asfaltada que llevaba a la casa. A mitad de camino, se recolocó la mochila que llevaba colgando del hombro y se apartó el mechón de pelo marrón que parecía cubrirle el rostro continuamente. En silencio, Christy se maravilló de la habilidad de Avril para transmitir completo aburrimiento mediante el lenguaje corporal.
—Bueno, al menos ya hemos conseguido librarnos de uno de ellos —dijo Christy, y se rio momentáneamente mientras daba marcha atrás con el coche. Entonces, recordó que su hijo seguía en el asiento trasero y lo miró a través del espejo retrovisor—. No te ofendas, Jimbo.
El niño no levantó la vista de su Game Boy.
—¿Qué tal vamos de tiempo? —preguntó Sorcha al tiempo que bajaba el parasol y observaba a Avril desde la distancia.
—Mal. Llegamos tarde, como siempre —anunció.
Aquella noche estaba contento, sorprendentemente animado, y tenía el cuerpo alerta para recibir el torrente de adrenalina que le recorría las venas.
Nos alejamos del bordillo. Christy se apoyó en el claxon y miró a Avril. La chica no respondió y se metió en la casa sin mirar atrás ni una sola vez.
Mientras conducía, era consciente de que Sorcha no paraba de tocarse el rizo que le caía sobre la frente, como si apartárselo continuamente garantizara que no le volvería a caer sobre la cara.
—Le dije a Stella que llegaríamos a las ocho —murmuró Sorcha, distraída.
—Creo que nos perdonará por llegar quince minutos tarde —respondió Christy en voz baja.
Iban a casa de Stella y Guy Naseby para tomar algo ligero y unas copas. Christy pensó irónicamente que era muy propio de Stella hacer una invitación tan descarada como aquella, describiendo perfectamente lo que debían esperar de la velada. Casi oía su voz, haciendo la invitación por teléfono, en su tono sonoro y potente. Normalmente, Christy eludía esas invitaciones.