A la deriva. Karen Gillece
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—¿Todavía se llama Yankee House? —pregunté, y me giré para ofrecerle una sonrisa alentadora. Avril me devolvió una mirada seria.
—Sí —contestó con brusquedad.
Era evidente que se había enfadado conmigo por haberla obligado a pronunciar aquella sílaba y su rostro adquirió una expresión hostil. No iba a ganármela fácilmente y yo tampoco tenía la intención de ser su amiga, así que me di la vuelta y esperé hasta que alcancé a verla. Yankee House, una casita de campo de madera de color gris azulado con un porche que la rodeaba. No se parecía a las granjas tradicionales, que contaban con ventanas pequeñas y tejados inclinados, ni a los nuevos bungalós que se habían construido, con amplias ventanas y aleros exagerados, sino que recordaba a las casas de verano tradicionales de la costa este de Estados Unidos, con una puerta de malla y maceteros de arcilla con geranios marchitos en el porche y con clemátides viejas trepando por la celosía.
La había visto en mis recuerdos en varias ocasiones a lo largo de los años y recuperaba el recuerdo cuando necesitaba un poco de consuelo. Cuando el coche se detuvo en la entrada principal, cubierta de césped, tuve la sensación de que algo despertaba en mi interior, como si un recuerdo me asaltase. Durante unos segundos, casi esperé ver a mi madre salir al porche cubriéndose los ojos con la mano. Tras la casa, las olas del mar bailaban a un ritmo perezoso y se extendían por la arena húmeda. Los sonidos del mar se oían desde la distancia.
Sorcha trataba de abrir la cerradura mientras decía que más valía maña que fuerza. Sentí una extraña expectación en mi interior, algo similar al entusiasmo; un optimismo por estar en casa de nuevo. Pero después de que la puerta se abriera de golpe y las tres entráramos con mi equipaje, la emoción disminuyó. Me quedé quieta en medio del salón de mi madre y me percaté de lo poco que había cambiado. Tenía exactamente el mismo aspecto que cuando me marché: los mismos muebles, las fotografías enmarcadas de nuestros antepasados colgadas de las paredes, la puerta que llevaba del salón a la cocina, las habitaciones, el baño… Pero, por alguna razón, parecía más pequeño. En aquel momento, pensé que podía ver la casa con otros ojos, como Avril la estaría observando, a través de su mirada joven llena de desaprobación. La edad de la casa se hacía evidente en las esquinas y unos dedos del pasado rascaban la pintura de la madera. Las paredes, cubiertas de grietas y desconchadas, encerraban el eco de las voces de otras personas. Los muebles eran oscuros y austeros, y estaban deformes debido al paso de los años. Los cuerpos de otras personas les daban forma.
Sorcha, que no se había percatado de mi cambio de humor, se apresuró hasta la habitación para dejar las bolsas en una muestra de fuerza y rapidez combinada. Volvió unos minutos después y me dedicó su mejor sonrisa optimista.
—He dejado tus cosas allí —dijo con alegría—. También tienes la cama hecha.
—Gracias —contesté. No sabía muy bien cómo me sentía con respecto a lo de dormir en la cama en la que había fallecido mi madre, a pesar de que ya habían pasado dos años—. Te estás portando muy bien conmigo.
—Tonterías.
Eché un vistazo a mi alrededor y me sorprendió ver la huella de Sorcha allí donde mirara. Estaba presente en los suelos barridos y los muebles brillantes, en las cortinas festoneadas y las sábanas perfectamente planchadas. Cuando pasé por las habitaciones como si fuera una sombra, me quedó claro que Sorcha había estado en la casa los últimos quince años. Había ordenado todo, limpiado todas las superficies y fregado el suelo. Su presencia era evidente hasta en el trapo bien doblado que reposaba sobre el grifo del fregadero. Estaba en todas partes, y yo, en ninguna.
Un cansancio repentino se apoderó de mí y oí la voz que habitaba en mi cabeza. «Aguanta, Lara. Poco a poco». Y recordé por qué estaba allí, por qué había regresado a aquel lugar. El pensamiento me tranquilizó.
—¿Qué te parece si preparo un poco de té para todas? —sugirió Sorcha.
La oía tararear mientras trajinaba en la cocina. Metí la mano en mi bolso, encontré los cigarros y rocé con la mano la bolsa hermética que contenía un paquete de papel de fumar y unos cuantos gramos de marihuana que había comprado en un pub cerca de la estación de tren de Heuston. Me recordé a mí misma que solo era para casos de emergencia. Todavía sentía cierta esperanza en mi interior, tenía la creencia de que podía aguantar sin ella. Además, no estaba segura de que a Sorcha le entusiasmara la idea de verme drogada.
Abrí el paquete de cigarros y me detuve cuando saqué uno y noté que Avril me observaba.
—¿Quieres uno? —pregunté, y le ofrecí el paquete.
Dirigió la vista de inmediato hacia la puerta de la cocina, de donde emanaba una multitud de ruidos, y negó con la cabeza rápidamente. Se sentó delante de mí y me miró atentamente con sus grandes ojos marrones. Entonces, me di cuenta de que tenía motas de color ámbar en el iris, como su padre. La luz que había en sus ojos cambió. Ahora reflejaban un ápice de respeto. Encendí el cigarrillo, me llené los pulmones de humo y estiré el brazo para acercar el cenicero con forma de vieira que había en la mesa. Avril habría aceptado el cigarrillo si su madre no hubiese estado en la casa. Le dediqué una sonrisa, aunque me sentí un poco culpable por tentarla.
Sorcha salió de la cocina con una bandeja.
—Aquí tienes —dijo casi sin aliento. Colocó la bandeja sobre la mesita y le dio unos golpecitos a Avril en la pierna para que le dejara sitio en el sofá—. Te sentará bien.
Observé el chorrito de té que vertió en las tazas y el modo en que doblaba el meñique cuando servía la leche. Tenía un aire elegante que me hacía sentir ordinaria y desgarbada, con mis uñas mordidas y despeinada.
—Ah, esto es para ti —añadió, y señaló hacia un pequeño montón de cartas apiladas detrás de la tetera—. Son algunas cartas dirigidas a ti que han llegado hace poco a nuestra casa. Tendrás que ir a la oficina de correos para decirles que puedes volver a recibir correspondencia aquí.
Acepté la taza que me ofreció e hice un esfuerzo por sentarme recta, tratando de imitar su postura. Me coloqué el pelo detrás de las orejas, me alisé la falda y la estiré para que me cubriera las rodillas. Entre nosotras había un desequilibro del que era plenamente consciente: ella, bien vestida y almidonada; y yo, cansada y desaliñada. Pero, más allá de eso, había una deuda pendiente. Lo notaba en la casa, tan bien cuidada; aquel lugar era un recordatorio tácito de todo lo que había pasado; en especial, del hecho de que había cuidado a mi madre, Lillian.
—Estas tazas… —dijo Sorcha mientras las observaba con cierto respeto—… eran las preferidas de Lillian.
Las tazas eran pequeñas, delicadas y tenían un asa curvada demasiado pequeña en la que solo cabía el dedo de un niño pequeño, y una gran rosa de té grabada en la superficie de la porcelana, con sus hojas y su tallo espinoso. Levanté la vista de mi taza y me di cuenta de que a Sorcha le empezaba a temblar la boca y la barbilla, aunque se recompuso rápidamente.
—Fue muy tranquilo —dijo en voz baja. Sus susurros inundaron la estancia—. Al final, se fue en paz.
Durante unos segundos, no supe muy bien cómo contestar, porque no dejaba de pensar en el