A la deriva. Karen Gillece

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A la deriva - Karen Gillece

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respecto al material de lectura, pero, al mismo tiempo, ansiosa por complacer al resto: «A Sorcha le gustó, no lo recomendó ni lo rechazó, y le pareció que estaba muy bien escrito». Sin embargo, Stella era muy estridente, directa, agresiva y dejaba clara su opinión: «Stella declaró que el último libro de Eugenides era una obra de arte y que era incluso mejor que su novela anterior, Las vírgenes suicidas. Una representación maravillosa de la traición del acervo génico y de su capacidad para dejar una marca indeleble en las vidas de las generaciones futuras. Una lectura imprescindible».

      Christy acabó lo que le quedaba de vino y pensó en su propia novela, para la que aún no tenía título. Se preguntó cómo la recibirían las integrantes del club de lectura si algún día conseguía acabarla y qué comentarios perspicaces le ofrecerían si pudieran leerla. Lo cierto es que no sabían nada sobre esta novela; había mantenido oculta su faceta de escritor después del desastre del recital de poesía. Hacía dos años de aquello, pero el recuerdo todavía lo atormentaba. La remembranza magnificaba lo ocurrido: veía a todas aquellas mujeres perplejas y a él mismo, en el medio, recitando con un tono exageradamente afectado para contrarrestar sus nervios. Se lo había tomado demasiado en serio. Hizo una mueca al recordar lo ocurrido.

      Elijah estaba sentado entre Stella y Sorcha. Era un niño de diez años pálido y delgado. Parecía que había heredado una buena parte del material genético de su padre y muy poco del de su madre. Stella le pasaba las manos por el pelo, oscuro y largo, y lo enroscaba alrededor de su dedo mientras hablaba. Parecía que Elijah no se daba cuenta. Estaba absorto en la revista que tenía delante de él, la Guía de la buena comida. Christy pensó que el niño ya estaba condenado. ¿Qué esperanzas podía tener si sus padres lo educaban en casa? En parte, Elijah era la razón por la que estaban allí; Sorcha quería que los dos chicos entablaran una amistad. Su hijo estaba sentado en un puf a sus pies y apenas había hablado en toda la velada. Ninguno de los dos niños parecía interesado en hablar con el otro. Jim era muy vergonzoso y Elijah prefería la compañía de los adultos. Christy dirigió la vista a Sorcha y trató de que lo mirara, pero no vio decepción en su rostro ante el fracaso de sus esfuerzos por que los dos fueran amigos. Estaba enfrascada en la conversación.

      —Ya estoy aquí —anunció Guy cuando salió de la cocina con una botella de vino en cada mano—. Pasadme las copas, que no os dé vergüenza.

      A pesar de su estilo de vida saludable, Guy y Stella bebían bastante.

      El vino era un Bordeaux Clairet intenso y ligeramente dulce. No tendría que haber bebido tanto. Tenían que volver a casa en coche. Pero los pensamientos no le dieron tregua durante toda la noche y, al parecer, no era capaz ni de controlar su mente ni su ingesta de alcohol.

      —¿Se lo has enseñado a él? —preguntó Guy a Stella.

      —¡Madre mía, se me había olvidado por completo!

      Guy atravesó la habitación a zancadas y rebuscó por las estanterías unos instantes antes de localizar el recorte de prensa.

      —Aquí está. Lo vi en el diario el sábado pasado y Stella y yo nos acordamos de ti enseguida.

      Christy fijó la vista en el recorte y leyó los detalles sobre un nuevo concurso de poesía que organizaba The Irish Times con un premio de diez mil euros para el mejor libro de poesía. Sintió un peso en el pecho y dio un sorbo a su copa de vino mientras consideraba la posibilidad.

      —¿Qué opinas? ¿Es perfecto para ti, verdad? —preguntó Guy, muy animado.

      —Sí. Es fantástico. Tendré que leer las bases para enterarme de todos los detalles, por supuesto. Quizá hay reglas que excluyen algunos volúmenes según el año de publicación y esas cosas…

      —¡Tonterías! —lo interrumpió Stella—. No tendrás ningún problema. ¡Seguro que podrás participar!

      Guy le dio una palmadita alentadora en el brazo. El entusiasmo y la fe que tenían en él fue como un golpe en el estómago. Entre los libros sobre agricultura orgánica, educación en el hogar y buen sexo, se encontraba un fino volumen con sus poemas, con la cubierta blanca y el título y su nombre en una tipografía roja con florituras: Temporada de salmones, de C. E. Archibald. En la cubierta, había un salmón brincando que había dibujado Stella. Lo de utilizar sus iniciales había sido cosa suya; le parecía más decoroso para un poeta. Al menos, eso había creído en ese momento.

      —Tienes que apuntarte —añadió Stella, y Christy le dedicó una amplia sonrisa.

      —Supongo que merece la pena intentarlo.

      —Se volverán locos, te lo aseguro, Christy. ¡Les encantarás! ¡Y, madre mía, si no es así, es que les pasa algo grave, o que están mal de la cabeza!

      Christy continuó sonriendo y asintiendo mientras esperaba a que dejara el tema. Stella poseía una cálida vivacidad que podía resultar agotadora. A veces, Christy se sentía un poco cansado después de hablar con ella y escuchar su risa estridente y su aguda voz. La verdad es que también le asombraba el hecho de que lograra respirar con lo mucho que le debían de pesar los pechos. Siempre había sido una defensora acérrima de su trabajo, algo por lo que se había sentido agradecido al principio. Pero, ahora, empezaba a sentir que el gran entusiasmo de Stella era una carga muy pesada.

      Habían pasado dos años desde la publicación de su libro. Lo cierto es que «libro» era un término muy generoso para describirlo, ya que eran veintitrés poemas, impresos y encuadernados, y lo había pagado todo de su bolsillo. Llevado por el optimismo, había pedido trescientos ejemplares. La mayoría seguían en el cajón de su escritorio y desprendían en silencio un aroma a fracaso que impregnaba todo su despacho. Aquel episodio de su vida parecía envuelto por una nube de humillación: su impaciencia y entusiasmo, avivados por el eufórico apoyo de Stella; el hecho de que había permitido que lo convencieran para publicarlo; y la humillación provocada por el fracaso de su proyecto en público. Todavía recordaba el silencio ensordecedor que lo había recibido en la sala de profesores de la escuela. Las miserables felicitaciones que murmuraron algunos de sus colegas apenas lo consolaron.

      En un momento de la agradable velada, Christy y Guy salieron al porche a fumar. En mitad de aquella apacible noche, los aromas del jardín les daban la bienvenida. Olió las lilas y la dulce fragancia de la madreselva antes de que Guy encendiera el cigarro y el aroma a tabaco lo inundara todo. A la altura de sus ojos, había un árbol cuyas ramas crujían con el peso de manzanas agridulces. Parecía que una parte de su buen humor, de su alegría, se había desvanecido. Había sido por culpa de la mención del concurso de poesía, que le había hecho recordar sus fracasos. Deseaba que todo el mundo olvidara el pasado.

      —Sorcha nos ha contado que tienes una vecina nueva.

      —Sí. Bueno, no exactamente.

      —¿Y eso?

      —Vivió aquí hace muchos años. Es la prima de Sorcha. Digamos que los tres crecimos juntos.

      —Vaya. Por lo que sé, ha vivido una experiencia trágica —comentó Guy mientras exhalaba el humo del cigarro.

      —Sí.

      A Christy se le hizo un nudo en la garganta. No sabía si podía confiar en Guy, un hombre que llevaba su prematuro pelo canoso y largo recogido en una coleta. Era un hombre lento que le daba muchas vueltas a las cosas, y a Christy le daba la impresión de que, tras sus pequeños ojos azules, se escondía una persona fría y calculadora. También se preguntaba qué les había contado Sorcha de Lara y su historia.

      —Dime, Christy

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