A la deriva. Karen Gillece
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—Hacía falta que viniese un extranjero para enseñarnos cómo hay que hacerlo —comentó Sorcha para gran asombro de Christy.
Le sorprendía la obstinación de su mujer por mantener aquella amistad. Durante tres años, después de que Stella crease un club de lectura y reclutara a Sorcha, habían participado en una pantomima de intercambios sociales, que incluían cenas, tardes jugando a las cartas, noches de fondue e incluso una sesión de tarot, un recuerdo horrible. Sin embargo, mientras conducía, Christy se sintió aliviado por pasar la tarde en su compañía. Agradeció la distracción que le proporcionarían. No creía que pudiese soportar otra larga noche solo en casa junto a Sorcha. No esa noche.
Lara había vuelto. Increíble, le resultaba imposible creerlo, después de tantos años. No estaba seguro de cómo se sentía al respecto. Durante una semana, desde el momento en que sonó el teléfono para anunciar su llegada, había sentido una mezcla de temor, duda y emoción absoluta. A veces, incluso se notaba aturdido. Sentía que todos estos sentimientos y la repentina emoción que lo embargaba era algo peligroso, y desconfiaba de sus propias reacciones. Por ello, sugirió que fuera Sorcha quien recogiera a Lara en la estación.
—Le hará más ilusión verte a ti —dijo.
Y, durante todo el día, evitó la playa, aquel trecho de arena que había entre su casa y la de ella, porque tenía miedo de encontrársela. Necesitaba estar preparado, no sabía muy bien cómo actuar con ella ni cómo lidiar con su dolor, aunque, al mismo tiempo, se moría de curiosidad. A lo largo del resto del día, pensó de vez en cuando en la casa al final de la playa. Trataba de imaginarse qué hacía en aquel momento, si se había instalado, qué aspecto tendría después de tanto tiempo… Se le pasaban por la mente todas estas preguntas, una después de otra, pero no se atrevía a pronunciarlas en voz alta por miedo a parecer demasiado ansioso o necesitado de conocer las respuestas. Al principio, escuchó a Sorcha hablar sobre su prima y los cambios a los que se había enfrentado. Intentó adoptar una actitud fría e indiferente para que pareciera que no prestaba mucha atención a la conversación, mientras, en su interior, se sentía realmente ilusionado. Notaba que su mujer se mostraba algo distante y cautelosa. Christy tenía la impresión de que bailaban el uno alrededor del otro, haciendo piruetas verbales; ninguno de los dos estaba dispuesto a preguntar sobre el pasado.
Sorcha se miró en el retrovisor. Finalmente, el pelo le hizo caso. Suspiró con alegría, lo cual indicaba que tenía ganas de disfrutar de la velada después del día que había tenido.
—¿Crees que deberíamos haberle preguntado si quería venir con nosotros? —comentó Sorcha, y lo sacó de su ensimismamiento.
—¿A quién?
—A Lara. De algún modo, me siento mal por haberla dejado sola. Es la primera noche que pasa aquí después de tanto tiempo.
—Seguramente quiere estar sola. Debe de estar cansada. Dale tiempo para que se instale.
—Pobre Lara —comentó Sorcha.
Christy sintió de repente que la emoción se apoderaba una vez más de él.
—Tiene un aspecto horrible —añadió Sorcha, y se esforzó por detectar algo tras su tono compasivo. Quizá un indicio de que estaba satisfecha. Sin embargo, no captó nada y se sintió culpable por pensar tan mal de ella—. Ha envejecido.
—Como todos.
—Cierto. Pero me ha sorprendido lo mayor que parece. No sé, una parte de mí esperaba verla igual que cuando se marchó. Radiante. Joven.
—Bueno, es lo que tiene pasar muchas horas al sol —comentó con sensatez.
—No. No es eso. Parece tan…
—¿Tan qué? —preguntó, y se quedó callado, esperando a que contestara, con los ojos fijos en la carretera. Estaba preparado para escuchar la palabra. De repente, se sintió impaciente por saber a qué se refería, por conocer todos los detalles.
—Rota —contestó al fin.
Al oír aquella palabra, se le heló la sangre. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y despertó una emoción inesperada en su interior. En aquel momento, aparcó en el camino de entrada de la casa y vio que Stella salía al porche con un vestido ancho de color mostaza. Christy apagó el motor y abrió la puerta. Se alegraba de poder apartar la vista de su mujer. Temía que la expresión de su rostro revelase sus pensamientos.
La cena se convirtió en una oportunidad para Stella y Guy de exhibir sus talentos. Se enorgullecían de su autosuficiencia.
—¿Qué te ha parecido el queso de cabra, Christy? —preguntó Stella. Sus mejillas enrojecidas brillaban bajo la luz de las velas.
—Estaba riquísimo.
—¡Sabía que te gustaría! —La mujer rompió a reír—. Es un queso con un carácter fuerte y variable. ¡Un poco como tú!
Christy reflexionó sobre sus palabras durante unos segundos y decidió no darle importancia.
Pensó que esas cosas estaban poniéndose de moda. Cada vez oía a más personas hablar de la calidad de sus verduras orgánicas o de sus métodos de encurtir alimentos. Pero Guy y Stella lo habían llevado al extremo. ¡Si hasta tenían su propia cabra, por Dios!
Se sentó en el sofá hundido que habían intentado acolchar con media docena de cojines esparcidos y, con el estómago lleno, observó la habitación que lo rodeaba con la mirada empañada ligeramente por la neblina perezosa y placentera del vino tinto. En el sofá de enfrente, Stella y Sorcha estaban sentadas con los cuerpos girados, frente a frente. El voluminoso vestido de Stella le ocultaba las piernas. Desde su posición, veía sus mejillas de color carmesí y los hoyuelos que se le formaban a medida que hablaba, con vivacidad. Junto a aquella vibrante masa femenina, Sorcha parecía pequeña y delgada, igual que cuando la conoció, y se sintió orgulloso de ella. Se dio cuenta de lo mucho que se había esforzado por tener un buen aspecto esa noche —llevaba máscara de pestañas, un elegante vestido negro y zapatos de tacón con tiras finas, que contrastaba con el bohemio atuendo del trol— y sintió una chispa de gratitud. Las mujeres estaban hablado sobre su club de lectura. Solo captaba algunos fragmentos de su conversación.
—Me parece maravilloso. El sentido del humor y el modo en que captura la voz del padre…
—Y la de la madre.
—Sí, pero admitámoslo, Sorcha, capturar la voz de la madre no suponía un problema para ella. Quiero decir, ya lo ha hecho otras veces. Pero capturar la del padre…
Christy no sabía qué pensar de su club de lectura. Había sido ocurrencia de Stella, por supuesto; una reunión mensual de mujeres («¿por qué solo de mujeres?», se preguntaba) en The Old Oratory presidida por Stella y con Sorcha