A la deriva. Karen Gillece

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decía que no quería obligarte a venir. «No molestéis a Lara», nos advertía. Odiaba pensar que te obligaba a venir, cuando todavía estabas buscando a…

      Dejó la frase inacabada y, durante unos segundos, las tres nos quedamos sentadas sin decir nada. Avril tenía la vista fija en su taza. Percibía su incomodidad.

      En mitad del silencio, algo cambió en el ambiente y creció una tensión nueva. Sorcha estaba armándose de valor para hacer algo; lo supe porque tenía la mandíbula tensa. Me observó con una mirada vacilante y dubitativa, e inmediatamente supe lo que iba a decirme.

      —Lara, siento mucho lo de tu hijo.

      Las palabras se quedaron flotando en el aire, pesadas y sinceras. No se oía nada, salvo el latido constante de la marea. Avril levantó la mirada y fijó la vista en mi rostro.

      —Es algo horrible… como madre, me imagino por lo que has pasado y lo duro que habrá sido.

      Aquellas palabras parecieron amenazar toda la fuerza y la claridad con las que me había armado. La esperanza a la que me había aferrado parecía haberse evaporado. Y con ella, mi propósito de no utilizar el contenido de la bolsa hermética que tenía en el bolso. No podía fingir que no estaba pensando en el momento en que oliese el aroma del aire calcinado alrededor del extremo irregular de un porro encendido.

      —Lo siento muchísimo —susurró Sorcha.

      Todo el mundo decía siempre que lo sentía. La gente no sabía qué otras palabras ofrecer después de que alguien hubiese vivido un acontecimiento trágico. Sobre todo cuando eras víctima del robo de tu hijo. Pero «lo siento» se quedaba corto. ¿Y qué sentían exactamente? Ellos no me lo habían arrebatado. No habían sido ellos quienes se habían despistado, cautivados por los ojos de otra persona, mientras él desaparecía entre la multitud. Llevaba dos años escuchando a gente decirme que lo sentía.

      —Debió de ser horrible para ti… —repitió, y después añadió con vacilación y astucia—:… y para tu marido.

      —No es mi marido —contesté lacónicamente de inmediato. De acuerdo, lo admito, fue más bien a la defensiva—. Nunca nos casamos.

      —Sí, claro. Ya lo sabía —respondió a modo de disculpa, y negó con la cabeza por haberse equivocado—. ¿Cómo se llamaba?

      —Alejo —susurré tan suavemente que mi voz pareció una caricia.

      —Alejo —repitió, y asintió con la cabeza al recordar el nombre—. Tu madre nos contaba cosas sobre él, decía que hablabas mucho de él en las cartas que le enviabas. Creo que le gustaba. Le gustaba cómo sonaba. «Será bueno para ella», comentó una vez. Es una lástima que nunca llegara a conocerlo. Ni a tu hijo. Ignatius, ¿no? —preguntó, pronunciando el nombre con cautela—. Se llamaba así, ¿no?

      —Ignacio —la corregí, y después añadí agresivamente—: Se llama así. No está muerto.

      Justo en ese momento, se me quebró la voz y tuve que contener el repentino llanto que me ascendía por la garganta. Me quedé muy quieta y me concentré en la bandeja que había entre nosotras y en el montón de cartas que asomaban tras la tetera.

      —Es un nombre bastante inusual —comentó Sorcha en voz baja y con un tono compasivo al cabo de unos minutos. No pretendía ofenderme. Solo intentaba ayudar. Me acordé de lo bien que nos llevábamos antes—. Hoy en día ya no se oyen esos nombres bíblicos.

      Fue idea de Alejo. Quería llamar a nuestro hijo como su padre.

      «¿Por qué no?», dije por aquel entonces. «Es mejor que llamarlo como el mío».

      —Nunca lo llamábamos así —expliqué con la voz calmada—. Nacio. Así lo llamábamos.

      —Nacio —repitió Sorcha, como si estuviera probando el sonido de aquellas sílabas.

      En momentos como aquel, sentía que algo se retorcía en mi interior; el pesar que se había apostado dentro de mí. Vivía en algún lugar de mi cuerpo, tras las costillas y debajo del corazón. En estas situaciones, notaba como se expandía y se estiraba como un gato, y se me revolvían las entrañas.

      Ninguna de las tres dijo nada durante unos minutos y, entonces, sacudí la cabeza bruscamente.

      —Perdón —dije, y me obligué a sonreír. Hice un enorme esfuerzo por animarme—. Todavía me cuesta hablar de él.

      —Es normal.

      —Y he tenido un día muy largo. Se me hace raro estar aquí otra vez.

      Traté de reírme brevemente para deshacernos de la tensión que reinaba en el ambiente y Sorcha sonrió con amabilidad.

      —Debes de estar agotada. Será mejor que te dejemos descansar.

      Se puso en pie y se alisó la falda con un suave movimiento. Observé como sus tacones repiqueteaban contra el suelo y el dobladillo de la falda se le levantaba mientras se dirigía hacia la puerta principal con Avril. A pesar de su compasión y de su preocupación sincera por mí, sabía que no quería que Sorcha se quedase conmigo en la casa, con su corte de pelo perfecto, su vida respetuosa e impoluta, mientras sentía lástima por mí y me juzgaba en silencio. Parecía muy capaz y responsable, y sabía que nunca habría permitido que le ocurriera a uno de sus hijos algo así. Solo el hecho de pensar en ello me hacía sentir culpable y avergonzada de nuevo. Cerraron la puerta al salir y, entonces, el ruido cesó por completo.

      La casa se sumió en el más absoluto silencio y noté que todos mis antepasados me observaban con detenimiento desde los marcos. Sentía sus miradas frías y acusatorias. Estaban por todas partes; me juzgaban desde la repisa de la chimenea y me escudriñaban desde las viejas paredes de la casa. Me incliné hacia delante y agarré el bolso, decidida a preparar un remedio que me rescatara de mis emociones. La casa era muy antigua. Crujía y se quejaba con cada uno de mis movimientos y con la ráfaga de los vientos procedentes del Atlántico, que golpeaban los costados y el techo de la vivienda. Las puertas se cerraban con delicadeza, las habitaciones susurraban por los rincones y el rumor de los recuerdos se deslizaba por las paredes.

      Encendí el porro, me recosté sobre los cojines y, durante diez maravillosos minutos, me sumí en el olvido. Y durante ese tiempo, dejé de pensar en la casa en la que estaba y no reflexioné sobre si había sido una buena idea regresar al hogar de mi infancia. Olvidé al hombre de ojos ambarinos que vivía en el otro extremo de la playa y toda la historia que había entre nosotros. Y, lo más importante de todo, no pensé en el inmenso océano que se veía desde la ventana y que me separaba de mi hijo. Pasé diez felices minutos con la mente en blanco. La luz entraba por la ventana que había detrás de mí e iluminaba la mesa de café cubierta de tazas a medio beber. Sobre la superficie del té frío estaba formándose una capa turbia. El montón de cartas seguía allí y, desde la distancia, vislumbré una postal colorida que me resultaba familiar. El corazón casi se me sale del pecho cuando la cogí de la pila y le di la vuelta. La postal estaba en blanco: no estaba firmada ni tenía nada escrito, excepto mi nombre, la dirección y el matasellos. Pero no necesitaba ver su firma para saber que era de él. Había vuelto a la carretera y estaba haciendo la misma ruta que habíamos recorrido juntos numerosas veces.

      La postal era de Cuzco, un pueblo pequeño de Perú, en el corazón de los Andes. Lo llamaban «el ombligo del mundo». Eché un vistazo a las fotografías cuadradas de sus calles: puertas de madera pintadas con colores vivos;

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