Familias fatales. Ben Aaronovitch
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Era decepcionante ver que el interior de la casa de campo estaba amueblado con la habitual insipidez de un diseñador: sillones en color crema, algunos muebles con patas de acero y las paredes pintadas en tonos blancos del gusto de los agentes inmobiliarios. Solo las imágenes de las paredes, copias de fotografías en blanco y negro en su mayoría, tenían algo de personalidad. Estaba examinando un retrato realista de un par de hombres del jazz de Nueva Orleans cuando la mujer con el delantal volvió con Phillip Orante.
Era un hombre bajito y flaco de treinta y muchos. A pesar de su rostro delgado, sus rasgos se parecían lo suficiente a los de la mujer mayor como para establecer un parentesco. Su madre, pensé, o por lo menos una hermana mayor o una tía. Parecía un poco joven para ser su madre.
Lo bonito de ser policía, no obstante, es que puedes satisfacer tu curiosidad sin preocuparte por parecer socialmente torpe.
—¿Son ustedes parientes? —pregunté.
—Phillip es mi hijo —respondió ella—. Mi hijo mayor.
—Vino para…, eh…, ayudar, ya sabe —dijo Phillip—. Después.
Hizo un gesto para que me sentara y yo, automáticamente, esperé hasta que él hubiera elegido el sofá para colocarme en una silla auxiliar y así mantener la ventaja de la altura. Nos pusimos a tratar los temas habituales para iniciar una conversación: yo sentía mucho su pérdida, él sentía que yo lo sintiera y ¿querría tomarme un café?
Siempre tienes que tomarte el café de los parientes del difunto, al igual que siempre empiezas con las expresiones repetitivas de condolencia. La banalidad del intercambio es lo que ayuda a calmar a los testigos. Las personas que han visto alteradas sus vidas buscan orden y predictibilidad, aunque solo sea en los detalles. Es entonces cuando ser el agente Pasito A Pasito resulta más útil: pon una expresión imperturbable, habla despacio y el noventa por ciento de las veces te contarán lo que quieres saber.
Phillip tenía un acento que pensé que era canadiense pero que resultó ser, cuando le pregunté, californiano. De San Francisco, para ser más precisos. Su madre era filipina, pero se había mudado a California a los veintitantos y había conocido al padre de Phillip, cuyos padres eran filipinos, pero que había nacido en Seattle, mientras los dos visitaban a unos parientes en Caloocan. Así que intimamos con una conversación sobre los placeres de crecer en una familia que se extendía en diáspora y unas madres que sentían, erradamente, que las prioridades de un joven debían ser el colegio, las tareas de la casa y los compromisos familiares. Ya habrá tiempo suficiente para la vida social cuando termines la universidad, te cases y me des nietos. La contradicción obvia nunca parece perturbarlas.
—Estábamos trabajando en lo de los nietos —dijo Phillip.
«¿Adopción o madre subrogada?», me pregunté. No parecía el momento de decirlo.
Su madre me trajo el café en una bandeja esmaltada con gatitos pintados. Esperé a que ella volviera a salir afanosamente para preguntarle por qué se había mudado a Reino Unido y cómo había conocido a Richard Lewis.
—Yo me hice millonario con las páginas web —dijo simplemente—. Era el cofundador de una compañía de la que usted nunca ha oído hablar, que compró otra empresa más grande con la que había firmado un acuerdo de confidencialidad. Me ofrecieron una opción de compra de acciones inmensa que cobré justo antes de que el mercado se fuera a pique.
Me dedicó una pequeña sonrisa. Obviamente este era su discurso habitual, con las pausas pertinentes para las sonrisas de arrepentimiento y las risitas de autocrítica, solo que esta vez era la primera que lo soltaba con su pareja habiendo fallecido.
—Siempre me preocupo cuando lo bueno abunda demasiado —dijo.
Una vez conseguidos sus millones, se marchó a Londres, por la cultura, la vida nocturna y, sobre todo, porque, hasta donde él sabía, ninguno de sus parientes más cercanos vivía allí.
—Quiero a mi familia —dijo mirando hacia donde su madre se había marchado—. Pero usted ya sabe cómo es eso.
Había conocido a Richard Lewis en el Teatro Real de la Ópera, durante la representación de Un Ballo in Maschera, de Verdi. Había ido por impulso y había estado en la zona de las localidades de pie cuando un desconocido bien vestido se había vuelto hacia él y le había dicho: «Dios mío, qué representación tan terrible».
—Dijo que se le ocurrían al menos otras cinco cosas que preferiría estar haciendo —recordó Phillip—. Le pregunté qué era lo primero de la lista y me dijo: «Bueno, una bebida bien cargada sería un buen principio, ¿no te parece?». Así que nos marchamos a tomar algo y eso fue todo, un flechazo de Cupido justo entre los ojos.
Pero no había sido amor a primera vista exactamente. Phillip no se había cruzado el charco con una amplia fortuna para enamorarse de la primera proposición medio decente.
—Se lo trabajó —dijo Phillip—. Era metódico, paciente y… —Phillip apartó la vista y se quedó mirando fijamente una parte vacía de la pared durante un instante antes de respirar hondo—. Tan jodidamente divertido.
Tres meses después estaban casados, o, para ser más precisos, se habían unido civilmente, con la debida ceremonia, celebración y un acuerdo prenupcial adecuado.
—Eso fue idea de Richard —señaló Phillip.
Juzgué que esta era una oportunidad tan buena como cualquier otra para sacar a relucir el cuestionario. Lo habían redactado el doctor Walid y Nightingale para descubrir las pruebas de un uso real de la magia, a diferencia de un simple interés por lo oculto, las historias de fantasmas, las novelas de fantasía y la religión antigua. El doctor Walid había incluido algunas preguntas de estudios verificados de psicometría y sociología para que parecieran legales. Yo lo llamaba test Voigt-Kampff, aunque solo el doctor Walid había pillado el chiste…, y después de buscarlo en la Wikipedia.2
—Es para darle contexto a estos… trágicos incidentes —dije—. Para ver qué puede hacerse en el futuro para prevenirlos.
Hasta este momento les había soltado esa charla a los posibles Pequeños Cocodrilos a los que fingía interrogar de una forma completamente aleatoria. Viendo el rostro de Phillip, decidí que tendríamos que trazar toda una nueva estrategia para tratar con los familiares de los fallecidos. Eso o que el doctor Walid viniera y aplicara él mismo sus puñeteros test.
Phillip asintió como si todo eso fuera perfectamente razonable; a lo mejor solo estaba contento de que nos interesáramos.
El test empezaba con un par de preguntas psicológicas para calentar y casi me salto la número cinco: «¿Mostraba el sujeto insatisfacción con algún aspecto de su vida?». Pero el doctor Walid había insistido en que fuera consistente al ponerlo en práctica.
—No me lo pareció —dijo Phillip—. No hasta que vi el vídeo del accidente.
—¿Le dejaron verlo? —pregunté.
—Oh, yo insistí en ello —contestó Phillip—. Pensaba que era imposible que Richard se hubiera suicidado. ¿Qué razones habría tenido? Pero es difícil discutir con el testimonio de tus ojos.
Pasé a las preguntas «espirituales», que